El monte

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by Lydia Cabrera
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Overview

El Monte de Lydia Cabrera es una obra maestra de la etnografía, una especie de Biblia de las religiones afrocubanas.
Este libro de Cabrera se convirtió en un auténtico best-sellers de este tipo de estudios, atrayendo por igual a los especialistas en la materia, a los creyentes y al público en general.
Su mérito radica, según su propia autora, en que son los mismos negros de Cuba los que hicieron este libro:

«Ha sido mi propósito ofrecer a los especialistas, con toda modestia y la mayor fidelidad, un material que no ha pasado por el filtro peligroso de la interpretación, y de enfrentarlos con los documentos vivos que he tenido la suerte de encontrar.»

La definición del monte como espacio sagrado, alude también como origen directamente al cuerpo y a un saber femenino:

«Engendrador de la vida somos hijos del monte porque la vida empezó allí […] el monte equivale a Tierra en el concepto de Madre universal, fuente de vida, tierra y monte es lo mismo.»

Si el monte es el principio del origen del mundo, es el monte femenino, origen de la sexualidad y de la vida. 

«El monte es sagrado porque en él residen, «viven» divinidades. Los santos están más en el monte que en el cielo.»

Linkgua edita El Monte por primera vez en digital acercándolo a todos sus admiradores y los muchos interesados en las religiones africanas y las culturas yoruba, mandinga y carabalí.


Product Details

ISBN-13: 9788490074459
Publisher: Linkgua
Publication date: 05/01/2015
Series: Religión , #12
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 660
File size: 21 MB
Note: This product may take a few minutes to download.
Language: Spanish

About the Author

Lydia Cabrera fue una destacada escritora y antropóloga cubana, nacida el 20 de mayo de 1899 en La Habana, Cuba, y fallecida el 19 de septiembre de 1991. Es ampliamente reconocida por su profundo estudio de las religiones afrocubanas y por su papel fundamental en la documentación y preservación de la cultura afrocubana.

Cabrera comenzó su carrera como pintora y periodista, pero después de un período en París y el influjo de la vanguardia europea, decidió dedicarse a estudiar las tradiciones y religiones africanas en Cuba. Este cambio de enfoque fue en parte impulsado por su hermana, la también destacada antropóloga Emma Cabrera.

A lo largo de su vida, Lydia Cabrera realizó una extensa investigación de campo, recolectando relatos, leyendas, cantos y prácticas rituales de las comunidades afrocubanas. Su obra más conocida, El Monte (1954), es un estudio exhaustivo sobre la religión, la magia, y las plantas medicinales en las prácticas de la Santería y otras religiones afroderivadas. Este libro es considerado una obra maestra de la etnografía y un recurso invaluable para quienes estudian la cultura y religión en Cuba.

Además de El Monte, Cabrera escribió numerosos otros trabajos que exploran la mitología, las prácticas espirituales y los cuentos folclóricos afrocubanos, tales como Cuentos negros de Cuba (1936) y Anagó, vocabulario lucumí (1957). Su enfoque respetuoso y detallado ayudó a elevar el estatus de las tradiciones afrocubanas tanto en la academia como en la sociedad en general.

Lydia Cabrera es recordada como una pionera en el campo de la etnografía y la antropología cultural, y su legado continúa influyendo en estudios sobre la diáspora africana y la identidad cultural en América Latina.

Read an Excerpt

El Monte


By Lydia Cabrera

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9007-445-9



CHAPTER 1

EL MONTE


Persiste en el negro cubano, con tenacidad asombrosa, la creencia en la espiritualidad del monte. En los montes y malezas de Cuba habitan, como en las selvas de África, las mismas divinidades ancestrales, los espíritus poderosos que todavía hoy, igual que en los días de la trata, más teme y venera, y de cuya hostilidad o benevolencia siguen dependiendo sus éxitos o sus fracasos.

El negro que se adentra en la manigua, que penetra de lleno en un «corazón de monte», no duda del contacto directo que establece con fuerzas sobrenaturales que allí, en sus propios dominios, lo rodean: cualquier espacio de monte, por la presencia invisible o a veces visible de dioses y espíritus, se considera sagrado. «El monte es sagrado» porque en él residen, «viven», las divinidades. «Los santos están más en el monte que en cielo.»

Engendrador de la vida, «somos hijos del monte porque la vida empezó allí; los santos nacen del monte y nuestra religión también nace del monte — me dice mi viejo yerbero Sandoval, descendiente de eggwddós —. Todo se encuentra en el monte — los fundamentos del cosmos —, y todo hay que pedírselo al monte, que nos lo da todo». Por medio de estas explicaciones y otras semejantes — «la vida salió del monte, somos hijos del monte», etc. —,conocemos que, para ellos, monte equivale a tierra en el concepto de madre universal, fuente de vida. «Tierra y monte son lo mismo.»

«Allí están los orishas Elegguá, Oggún, Ochosi, Oko, Ayé, Changó, Allágguna. Y los Eggun — los muertos, Eléko, Ikús, Ibbayés ... —. ¡Está lleno de difuntos! Los muertos van a la manigua.»

«En el monte se encuentran todos los Eshú — entes diabólicos —; los Iwi, los addalum y ayés o aradyés; la Cosa-Mala, Iyóndo, espíritus oscuros, maléficos, que tienen malas intenciones; toda la gente extraña del otro mundo; fantasmales y horribles de ver. Animales también del otro mundo, como Keneno, Kiama o Kolofo, ¡Aróni, que Dios nos libre!» El clarividente, solitario en la manigua enmarañada, percibe las formas estrambóticas e impresionantes que para el ojo humano asumen a veces estos trasgos y demonios silvestres que el negro siente alentar en la vegetación. «Vi, se lo juro por mi alma — me confía mi querido maestro José de Calazán Herrera —, la cabeza de un negrazo, peludo como una araña, que le salían los pies de las orejas, guindando por una pata de una rama.» Y no pongamos en duda la espeluznante realidad de esta cabeza entrevista en algún breñal, formada en el misterio de la penumbra y del miedo, ni de otras visiones suyas, producto de alguna ilusión, que para un negro creyente pronto se convierte en realidad, como todo lo que sueña o imagina. La mentira que tan a menudo improvisa, por una predisposición extraordinaria a la autosugestión — que no debemos perder de vista para no dudar invariablemente de su sinceridad y comprenderlo mejor —, a la postre se impone a su ánimo con el convencimiento de una experiencia verdadera. El hecho fabuloso que inventa en ..., poeta, basta que lo relate unas cuantas veces para que se transforme insensiblemente y quede registrado en su conciencia como algo que le sucedió realmente. Y aunque la facilidad de autopersuasión — si bien no tan exagerada —, en rigor no es solo privativa del negro, en él nos explica muchas particularidades de su alma, de su gran emotividad religiosa, de su credulidad; y, desde luego, la influencia persistente, incalculable, que el hechicero y la magia ejercen continuamente en su vida.

Dominio natural de los espíritus, muchos de los cuales han visto «con sus propios ojos y más despiertos» algunos de mis más serios y convencidos informantes, viejos y jóvenes, el monte, lógicamente, es un lugar peligroso para los que se aventuran en él sin tomar precauciones. Toda cosa aparentemente natural excede los límites engañosos de la naturaleza; todo es sobrenatural. Verdad que solemos ignorar, o que hemos olvidado con la edad, los blancos. La mayoría de los espíritus, algunos temibles, que se alojan en ciertos árboles y matojos, las grandes divinidades que habitan y señorean el monte, en ceibas y jagüeyes, son, como todos los espíritus y divinidades, ya malévolas o benévolas, en extremo susceptibles. Añadiré, con la aprobación de mis instructores, que todas son en extremo interesadas. Es indispensable conocer sus exigencias, proceder de acuerdo con la regla establecida por los mismos espíritus — «el monte tiene su ley» —, y por los abuelos africanos que enseñaron e iniciaron a los viejos criollos. Para que el monte sea propicio al hombre y lo ayude en sus empeños, es menester «saber entrar en el monte». Cedo la palabra a Gabino Sandoval, que se precia de explicarlo todo «con claridad de entendimiento» y sabe escoger bien sus ejemplos: «Figúrese que Eggo, el monte, es como un templo. El blanco va a la iglesia a pedir lo que no tiene, o a pedir que Jesucristo o la Virgen María o cualquier otro miembro de la familia celestial, le conserve lo que tiene y se lo fortalezca. Va a la casa de Dios para atender a sus necesidades ..., porque sin la ayuda de Dios, ¿qué puede un hombre? Nosotros los negros vamos al monte como si fuésemos a una iglesia, porque está llena de santos y de difuntos, a pedirles lo que nos hace falta para nuestra salud y para nuestros negocios. Ahora bien: si en casa ajena se debe ser respetuoso, en la casa de los santos, ¿no se será más respetuoso? El blanco no entra en la iglesia como Pedro por su casa ... ¿Qué piensa el Santísimo si usted le vuelve la espalda al altar, cuando a lo que usted va es a pedirle que le dé salud, que lo ayude, que le dé esto o lo otro? Jesucristo se ofende; si la oye, no le pone atención. Porque todo tiene su manera ..., y esa no sería manera de dirigirse a ningún santo. Pues lo mismo es el monte, y como allí también hay santos, y están las ánimas y los espíritus todos, tampoco se entra sin respeto y compostura. Y con mayor razón cuando se va a pedir». El monte encierra esencialmente todo lo que el negro necesita para su magia, para la conservación de su salud y de su bienestar; todo lo que le hace falta para defenderse de cualquier fuerza adversa, suministrándole los elementos de protección — o de ataque — más eficaces. No obstante, para que consienta en que se tome la planta o el palo o la piedra indispensables a su objeto, es preciso que solicite respetuosamente su permiso, y sobre todo, que le pague religiosamente con aguardiente, tabaco, dinero, y en ciertas ocasiones, con la efusión de la sangre de un pollo o de un gallo, el derecho, el tributo que todos le deben. «Un palo no hace el monte», y dentro del monte, cada árbol, cada mata, cada yerba, tiene su dueño, y con un sentido de propiedad perfectamente definido.

«Sin cortesía — me asegura Baró —, el monte no da una hojita ni nada que tenga virtud.» No olvidemos que nuestros negros todo lo humanizan: «si al monte no se le saluda, si no cobra, se pone bravo».

El ladrón más osado en poblado no se atreverá en descampado a apoderarse de un bejuco para un hechizo sin un reverente «con licencia», y sin abonarle en buena ley al dueño invisible y temido unas monedas de cobre; y si no las posee, unos granos de maíz equivalentes.

M. C., que va a la manigua con frecuencia en Luna nueva, le dice así — ante todo saluda al viento del monte —: «Tié tié lo masimene».

«Buenos días.» «Ndiambo luweña, tié tié. Ndiambo que yo mboba mpaka memi tu cuenda mensu cunansila yari-yari con Sambianpungo mi mboba cuna lembo Nsasi lumuna. Nguei tu cuenda. Cuenda macondo, mboba nsimbo ¡Nsasi Lukasa!, pa cuenda mpolo, matari Nsasi ...» «Dios, dame licencia.» En resumen, hablando en congo, M. C. le dice al monte: «Mira que te doy para que me permitas recoger lo que necesito para un talismán o unos polvos, para llevarme sus piedras de Nsasi».

Sin esta reverencia, sabe que lo que se llevaría «no tendría esencia»: alma.

Árboles y plantas desempeñan un papel demasiado importante en la religión y en la vida mística de los negros de Cuba — y de todo el pueblo mestizo de Cuba —, para que estos, como observa Catalino, «no sean legales con el monte».

«No hay santo — Orisha — sin Ewe», ni Nganga, Nkiso y hechizo sin Vititi Nfinda. Árboles y plantas son seres dotados de alma, de inteligencia y de voluntad, como todo lo que nace, crece y vive bajo el Sol — como toda manifestación de la naturaleza, como toda cosa existente —. Por lo menos, así lo creen a pie juntillas mis numerosos confidentes. «Este año mi marpacífico se empeñó en no darme una sola flor. ¡Que no! Me está castigando, pero vamos a ver qué resuelve — se me queja una mujer —. Y es que cuando los vecinos me pidieron que les diese unas hojas, sin pensar, yo se las di; y a él no le gusta eso. Él quiere que le paguen. Es lo justo. Usted sabe que no se deben dar gratis hojas del marpacífico ni del paraíso.»

Cuando un árbol no es precisamente la vivienda o «trono» de una divinidad, posee las virtudes — que le confiere aquella a que pertenece —. Tiene su aché, su gracia. La tradición popular cristiana, que recoge toda una vieja costumbre anterior y universal, también sabe mucho de yerbas y de árboles milagrosos; algunas plantas, porque nacieron en el Calvario, porque sanaron las llagas de nuestro señor, o fueron sembradas por la misma virgen, recibieron sus propiedades benéficas de estas manos divinas. En otras, también, como en todo, anduvo metido el diablo.

Por las facultades curativas, por el poder mágico que atribuye a árboles y plantas, el negro no puede prescindir, casi a diario, de utilizarlas y de invocar la protección de los espíritus o fuerzas que en ellas se fijan. De ewe o de vititi nfinda se valdrá en todos los momentos de su vida. La magia es la gran preocupación de nuestros negros; y la obtención, el dominio de fuerzas ocultas y poderosas que lo obedezcan ciegamente, no ha dejado de ser su gran anhelo.

Brujos son nuestros negros, muchas veces, en el sentido individual que reprueba, teme y condena la magia ortodoxa, cuyas prácticas y ritos se encaminan a obtener el bien de la comunidad. Brujo en provecho personal y en detrimento del prójimo, si la ocasión se presenta; brujo forzosamente, en defensa propia ... «Es muy peligroso vivir aquí sin un resguardo. ¡Ay! ¡Cuba es tan brujera!» Y ante cualquier accidente natural, al primer contratiempo que surge en sus vidas, aparentemente inexplicable o ..., fácilmente explicable, sigue reaccionando con la misma mentalidad primitiva de sus antepasados, en un medio, como el nuestro, impregnado de magia hasta lo inimaginable; a pesar de la escuela pública, de la universidad o de un catolicismo que acomoda perfectamente a sus creencias y que no ha alterado en el fondo las ideas religiosas de la mayoría. «¿Jesús no nace en el monte sobre un montón de yerba — dice C. —, y para irse al cielo a ser Dios no muere en un monte, el monte Calvario? Siempre andaba metido por los montes. ¡Era yerbero!»

Sin variar los patrones africanos de defensa — o de ataque —, dispone, para la lucha contra las brujerías incesantes de los demás, de toda una técnica preventiva con un número incontable de fórmulas, de antídotos, de contrahechizos, de «trabajos» — nsalanga — y de ebbós, que derivan su secreta virtud de un árbol, de un bejuco o de una yerba. Con ewe, como llaman a las yerbas y plantas los descendientes de lucumís-yorubas, o un vititi nfinda, los descendientes de congos — y aquí el término comprende troncos, hojas y raíces — se alivian un simple dolor de estómago o se curan una llaga maligna. Y sobre todo, por medio de ewe y «su secreto» de vititi, se consigue el efecto sobrenatural que, de contar tan solo con sus pobres fuerzas, esto es, sin el recurso de la magia y de dioses y espíritus, bien sabe que no podría lograr jamás. Con ewe o vititi nfinda se «desbarata» un maleficio, se purifica, «se limpia» un individuo de toda mácula de brujería, se conjura una mala influencia, «se cierra el paso a lo malo», se aleja una desgracia de la casa — una desgracia o una persona importuna —, se neutraliza la mala acción de un enemigo, y lo que es más práctico y satisfactorio, se le despacha al otro mundo.

Árboles y yerbas, en el campo de la magia o en el de la medicina popular, inseparable de la magia, responden a cualquier demanda. No es de extrañar que, considerados como agentes preciosos de la salud y de la suerte, nuestros negros — y quizá debíamos decir nuestro pueblo, que en su mayoría es mestizo física y espiritualmente — tienen por lo regular un gran conocimiento de las virtudes curativas que atribuyen a los poderes mágicos de que están dotadas las plantas. «Curan porque ellas mismas son brujas.»

Importante es sanar de una dolencia, pero mucho más lo es librarse de una mala sombra, de una influencia maléfica, de un malembo o de un ñeque, que es lo que suele producir la enfermedad.

Toda calamidad tiene su antídoto o preventivo en algún palo o yerbajo y, por supuesto, en la intervención de otro espíritu más fuerte que actuará en este, combatirá y vencerá al espíritu contrario que ha producido el mal.

Un «palo» — musi o inkunia nfinda —, un espíritu nos ataca, y con otro nos defiende el brujo. Causan un bien o un mal según la intención de quien los corta y utiliza.

El rito, la palabra, la conminación mágica, determinan luego su efecto, y para todo hay dos caminos: el bueno y el malo. «Se toma el que se quiere.» «El palo hace lo que se le mande.»

En el campo, y en honor de la verdad, en la misma Habana, las boticas no han podido hacerle una competencia decisiva a la botica natural que todos tienen al alcance de la mano en el matorral más próximo, con los nombres pintorescos, a veces obscenos, de las yerbas más vulgares. El bicarbonato no goza de mayor prestigio que el cocimiento de la albahaca morada de Oggún o de la mejorana de Obatalá; y para el menor achaque físico o contratiempo, para aclarar la estrella de un destino que se nubla, cualquier mujer blanca, «de la tierra», sin que necesariamente sea iyalocha — sacerdotisa —, nos indicará una serie de yerbas que le inspiran más confianza que las medicinas del farmacéutico, en las que no actúa, como en las plantas, un poder espiritual, y aquellas que, según la creencia o la experiencia de la fe del pueblo, combaten mejor la mala suerte, la salación.

En cada yerba opera la virtud de un santo, una fuerza sobrenatural. «Las medicinas están vivas en el monte — me dice un viejo de quien no logré se dejase tratar el reumatismo que prometía aliviarle el médico —. Yo conozco la yerba. Sé la que me conviene y ya iré a buscarla. Lleve a su médico a la manigua, a ver si sabe él la que tiene que arrancar para quitar un catarro. Mis mataduras me las remedio con yerbas, y no con pinchazos.» «El médico — insiste otro — nunca está en lo verdadero.» Lo que cura es la fórmula mágica. La del ngángántare o ngángula. La del agguggú, la del awó o babalawo. Y en el negro capitalino, a pesar de su innegable adaptabilidad a un progreso material que aquí, como en ninguna otra parte, solemos confundir orgullosamente con la cultura, situado en el mismo plano de igualdad que el blanco, disfrutando en todos los órdenes de los beneficios de la civilización, el atavismo africano no es menos fuerte e irreductible que en el negro campesino; en el palurdo y retrógrado.

La raíz plantada en los comienzos del siglo XVI se mantiene firme y vigorosa; y aunque definitivamente rota en la segunda mitad del siglo XIX toda comunicación directa con África, nuestros negros, en espíritu, no han llegado a dejar de ser africanos. No han podido renunciar a sus creencias, ni olvidar las secretas enseñanzas de sus mayores. Continúan fielmente sus viejas prácticas mágicas, y para todo siguen recurriendo al monte; se dirigen a las primitivas divinidades naturales que adoraron los antepasados y les legaron vivas, alojadas en piedras, en caracoles o en troncos y raíces, y a las que, como aquellos, siguen hablándoles en africano, en yoruba, en ewe o en bantú. El de la ciudad, que sabe leer y escribir, escucha la radio, y pasa muchas de sus veladas en el cine; le sacrifica a su fetiche, «a su prenda», lo mismo que el rústico y analfabeto, que aún alumbra con una «chismosa» su bohío, internado en campo solitario. A este último, en lo que respecta a la magia o la curandería, se le tiene por depositario de la tradición más pura y rigurosa; y precisamente porque no ha salido del monte y conserva los secretos de los viejos de nación, goza de todo el respeto del habanero, que va a consultarlo en caso de apuro, o se precia — si a su vez es palero, para imponer su autoridad — de haber sido alguna vez su discípulo y confidente.


(Continues...)

Excerpted from El Monte by Lydia Cabrera. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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Table of Contents

Contents

CRÉDITOS, 4,
DEDICATORIA, 9,
AL LECTOR, 11,
I. EL MONTE, 17,
II. BILONGO, 25,
III. OLUWA EWÉ: EL DUEÑO DEL MONTE, 79,
IV. EL TRIBUTO AL DUEÑO DEL MONTE, 124,
V. CÓMO SE PREPARA UNA NGANGA, 130,
VI. EL TESORO MÁGICO Y MEDICINAL DE OSAIN Y TATA NFINDO, 162,
VII. LA CEIBA, 164,
VIII. UKANO BECONSÍ, 212,
IX. LA PALMA REAL, 240,
X. UKANO MAMBRE, 298,
ÍNDICE DE PLANTAS, 311,
TESTIMONIO FOTOGRÁFICO, 611,
LIBROS A LA CARTA, 683,

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