Fallen: Out of the Sex Industry & Into the Arms of the Savior

Fallen: Out of the Sex Industry & Into the Arms of the Savior

by Annie Lobert
Fallen: Out of the Sex Industry & Into the Arms of the Savior

Fallen: Out of the Sex Industry & Into the Arms of the Savior

by Annie Lobert

eBook

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Overview

Después de más de una década como víctima de la industria del comercio sexual, Annie Lobert comparte no solo su historia de redención sino también la de otros involucrados en el tráfico sexual.

Product Details

ISBN-13: 9781617956492
Publisher: Worthy
Publication date: 04/13/2015
Sold by: Hachette Digital, Inc.
Format: eBook
Pages: 208
File size: 645 KB
Language: Spanish

About the Author

Annie Lobert es una superviviente de más de una década de tráfico sexual, trabajando como bailarina exótica y como acompañante y prostituta de clase alta en Hawái, Minneapolis y Las Vegas. Es una experta y defensora, reconocida internacionalmente, del ministerio a hombres y mujeres en la industria sexual comercial desde su propia experiencia personal. Ella y su esposo, Oz Foxx, guitarrista principal de la banda de rock Stryper, viven en Las Vegas, Nevada.

Read an Excerpt

Fallen

Fuera de la Prostitución y a Los Brazos del Salvador


By Annie Lobert

Worthy Latino

Copyright © 2015 Annie Lobert
All rights reserved.
ISBN: 978-1-61795-649-2



CHAPTER 1

PEQUEÑA NIÑA PERDIDA

"Cuando te pierdes, supongo que es un buen consejo quedarte donde estás, hasta que alguien te encuentre. Pero ¿quién pensaría jamás buscarme aquí?

—Alicia en Alicia en el País de la Maravillas


Vine al mundo el 26 de septiembre de 1967, en el sur de Minneapolis, durante el verano del amor. Los pantalones de campana gobernaban, las minifaldas eran la moda, los anillos que cambian de color estaban a la última, Twiggy era reina, y los Beatles y los Doors retumbaban.

Siempre me consideraré a mí misma una muchacha de Minnesota, aunque vivimos también en Illinois y Wisconsin. Debido a que nos mudábamos con mucha frecuencia, fui la "muchacha nueva" la mayor parte de mi juventud, con mi sentimiento de seguridad que me era arrebatado dondequiera que íbamos. A pesar de lo difícil que era aquello, a una parte de mí le gustaba crear aventuras en nuevos lugares, desde la granja de pavos que resonaban con incesantes glugluteos, un suburbio de casas de piedra rojiza en Chicago, hasta una casa contigua a una sinagoga donde judíos profundamente religiosos nos mostraron compasión muchas veces cuando teníamos necesidad.

Yo amaba mucho a mi mamá, Joann. Educada como católica, ella provenía de una familia polaca muy grande, con nueve hermanos. Cuando era pequeña, yo siempre estaba unida a ella por la cadera. Dondequiera que ella iba, yo le seguía detrás, a veces incluso agarrándome a las tiras de su bolso para asegurarme de que ella estuviera cerca. Me hacía sentir segura cuando estaba cerca de ella. Podíamos hablar de cualquier cosa, y yo sabía que ella siempre tenía en su corazón mis mejores intereses. Me sentía genuinamente amada mediante su tierna gracia y bondad.

Mi padre, Chet, por otro lado, no era tan tierno y amable. Papá había servido en la fuerza aérea durante algunos años, y su personalidad reflejaba el estricto y regimentado estilo de vida del Ejército. Originariamente de Chicago y de descendencia alemana y francesa, sus raíces se remontan hasta Amsterdam, el hogar de la famosa zona roja.

Mi hermana, Diane, era la mayor, y representaba bien su papel. Era inteligente, artística, tocaba el piano, y sabía coser y cocinar. Yo admiraba a Diane, que siempre hacía lo correcto, pero a veces sentía envidia de ella. Nunca olvidé las comparaciones que mi mamá y mi papá hacían ocasionalmente entre las dos.

Sin que mi familia lo supiera en aquel momento, mi hermana nació con síndrome de Marfan, un trastorno genético que afecta al tejido conectivo del cuerpo y causa un rápido y excesivo crecimiento; nosotros simplemente pensábamos que ella era inusualmente delgada y alta. Diane recibió muchas burlas cuando era pequeña. Los niños le ponían apodos como "Dientes de conejo" por su sobremordida, y "Palo" porque era muy delgada. Frecuentemente yo la defendía, a pesar de mi resentimiento hacia ella, porque sabía que era una gran persona. Después de todo, ¡ella era mi hermana!

Mi hermano Bill era casi dos años mayor que yo, y era mi protector. Si alguien intentaba hacérmelo pasar mal cuando era niña, él siempre intervenía y lo detenía. Mi hermano pequeño, Charlie, es dos años menor que yo y era un gran payaso al que le encantaba instigar problemas. Él aportaba diversión a la vida con sus locas maneras y su alegre personalidad. A veces entablaba peleas conmigo sin piedad mientras Bill llegaba como un caballero de brillante armadura para rescatarme y solucionar el problema. Los niños Lobert nos amábamos los unos a los otros. Aunque teníamos nuestra parte de la típica rivalidad entre hermanos y conflictos, éramos como uña y carne.

Papá era quien establecía disciplina en la familia. Tenía una voz profunda y potente que resonaba por toda la casa. Siempre que él gritaba, yo me detenía en seco, ya sea que estuviera patinando sobre el piso de la cocina con mis calcetines sucios o jugando con mis muñecas Barbie en mi cuarto. Su enojo me asustaba. Desde que puedo recordar, tenía un miedo mortal a hacerle enfurecer.

Si nosotros los niños no cumplíamos con una tarea u obligación según lo que él consideraba que era la manera correcta, bueno, había graves consecuencias que pagar. Salía entonces el cinturón de cuero de varias tiras, con el final cortado intencionalmente. Como la mayoría de los padres de aquella generación, mi papá nos inculcó el miedo a los golpes, que era el castigo por hablar descaradamente, salirnos de la fila o armar alboroto. Aunque mis hermanos soportaban la peor parte del enojo físico de papá, yo siempre estaba preocupada por sí sería la siguiente en la fila. Parecía que esperaba para siempre mi turno.


* * *

Mientras vivíamos en Minneapolis, mi mamá nos llevaba a la iglesia cada domingo. Me gustaba la escuela dominical porque las maestras repartían caramelos y cupcakes, pero la predicación durante el servicio era larga y aburrida. Semana tras semana, las palabras del predicador sonaban de manera hipnótica, y muchas veces me hacían quedarme dormida. La única ocasión en que me sentaba erguida y prestaba atención era durante los servicios de la noche de Nochebuena. Sentía algo puro y perfecto, completamente pacífico, durante aquellos servicios. Quizá fuera la presencia de Dios. La sentía muy profundamente, y lloraba cuando el coro cantaba melodías como "Ave María" y "Noche de Paz", porque sabía instintivamente que había bien en el mundo. Tenía que haberlo. Jesús me veía a mí y lo que yo estaba atravesando. Él había venido para enderezar todas las maldades que me hacían.

Recuerdo incontables veces en que veía lágrimas correr por las mejillas de mamá durante el último y deslucido himno en una noche de domingo normal antes de que concluyera el servicio. "Mama", susurraba yo tirando del borde de su vestido floreado, "¿por qué lloras?". Ella se giraba hacia mí, con tristeza en sus ojos, y susurraba: "Calla ahora, Annie, sé una buena chica". Yo me sentía muy mal por ella. Podía ver que sufría una profunda angustia. Yo no sabía lo que le hacía estar tan triste, pero quería solucionarlo.

Me preguntaba si lloraba a causa de papá. Yo conocía bien su enojo. La conducta violenta de mi padre, su voz intimidante y resonante, su insistencia en la dura disciplina; todas esas cosas causaban que yo le tuviera miedo. No solo eso; mi memoria retrocedía hacia imágenes de mi papá gritándole a mi mamá y dándole un puñetazo en la nariz o en el ojo para castigarla por haber discutido con él. Cuando él la golpeaba, yo me sentía muy mal por ella ... impotente e indefensa. Intentaba distanciarme a mí misma de él, pasando mucho tiempo en mi cuarto debajo de mi cama o fuera con mis amigas. Cuando estaba cerca de él, caminaba como pisando huevos, con mucho cuidado de no hacer nada que le pudiera enojar.

Teníamos una relación agridulce. Aunque yo tenía mucho miedo de papá, seguía anhelando que él me aceptara y me amara. Después de todo, yo le quería, a pesar de lo que hiciera. Realmente le amaba. Y pensaba que si yo era lo bastante buena, podría hacerle feliz y finalmente ganarme su amor.

Las palabras de papá me tenían controlada, y normalmente las cosas que él decía no eran tan bonitas. Recuerdo ir con mis amigas a la primera tienda Target en la ciudad cuando tenía ocho años. Para ganar un reto, robé algunos zapatos de plástico de las Barbie, llenando mis bolsillos de los diminutos zapatos de tacón. Nerviosa y asustada al salir de Target y entrar en el estacionamiento, sentí unos golpecitos en el hombro. Me giré para mirar, y sentí un vuelco en el estómago al instante. Fui detenida por un guardia de seguridad, que para mí se parecía a Jesús, si Jesús resultara ser un hippie con lentes y cabello largo. Cuando llegué a casa, tuve que decirle a mi padre lo que había sucedido. Nunca olvidaré lo aterrada que estaba porque sabía el castigo que iba a llegar.

Sus palabras quemaban. "Entonces ¿eres una ladrona ahora? ¿Por qué hiciste algo como eso? Eres una mala muchacha. ¡Debería darte vergüenza, Annie! ¡Muchacha estúpida!".

Sorprendentemente, no recibí una gran paliza. Mi castigo fue peor. Papá no me dejó salir durante treinta días completos. ¡La peor parte era que fue en medio de las vacaciones de verano! No me permitían salir de la casa, ni siquiera ir al patio trasero para jugar. Cada noche cuando descansaba mi cabeza sobre mi almohada, sentía la culpabilidad y la vergüenza de sus palabras cubrirme con más peso que mi pesada manta.

Ladrona.

Mala.

Estúpida.

A lo largo de mi niñez estuve perdida en el enojo de mi padre, insegura de su amor por mí. Me sentía desconectada de él, y siempre esperaba que algún día quizá se desarrollara un vínculo. La ausencia de amor que sentía por parte de mi padre cuando era pequeña dejó en mi corazón un hueco del tamaño de la vida y me volví bastante adepta en intentar llenarlo, normalmente con todas las cosas equivocadas.

Años después, como adulta, visité a mis padres en Wisconsin en Navidad, con la esperanza de decirle a mi papá que le perdonaba por el modo en que me había tratado de pequeña. Yo tenía un profundo sentimiento de lo importante que era hacer aquello, no por él sino por mí. Era parte de mi proceso de sanidad. Pero cuando abrí mi boca para decírselo, mi papá inclinó su cabeza ligeramente y dijo, apenas en un susurro: "Annie, necesito decirte algo. Necesito pedirte que me perdones. No te traté correctamente cuando eras pequeña. Mi papá me crió con bastante dureza. Me hizo cosas de las que no puedo hablar ahora. Yo no sabía cómo ser un padre; y lo siento". La voz de mi padre temblaba a la vez que las lágrimas recorrían el rostro de un hombre al que yo raras veces había visto llorar.

Mis lágrimas se unieron a las de él, y agarré su mano, áspera debido a años de trabajo manual, desgastadas por la edad y el duro trabajo. Mantuve agarrada su mano a la vez que la quietud de ese momento santo nos consumía. Ni siquiera tuve que sacar el tema. No tuve que decir ni una sola palabra. Papá lo dijo todo. Y todos los años de dureza, de sentirme desconectada de él, de sentirme poco amada, se desentrañaron en la verdad. Las personas heridas hacen daño a las personas. Y finalmente entendí por qué él se comportaba del modo que lo hacía: recibió un duro abuso cuando era pequeño por parte de mi abuelo.

No me malentiendas: siempre he amado a mi papá. Yo veía lo bueno en él; sabía lo divertido que él podía ser. A veces jugaba con nosotros a juegos, y su fuerte voz era suavizada por una risa sincera. Nos llevaba de pesca y a aventuras de acampada a lagos en el norte en Minnesota y Wisconsin. Otras veces nos llevaba en locas carreras en nuestras motonieve en los fríos y nevados inviernos de Minnesota, y también íbamos en los cuatrimotos cuando llegaba la primavera y el verano. Siempre teníamos los juguetes más nuevos antes que los demás niños en la ciudad. Yo pensaba que era extraño porque no teníamos mucho dinero, sin duda nada extra que pudiéramos permitirnos gastar en cosas frívolas. Lo que yo no sabía es que él estaba dilapidando su cuenta de jubilación con esas compras. Quizá fuera un modo de aliviar la culpabilidad que él sentía por ser duro con nosotros.

La culpabilidad nos hace hacer cosas extrañas. Es una potente emoción que cambia el modo en que vemos, reaccionamos y respondemos a personas, situaciones, y la vida. La culpabilidad que surge de un lugar de confusión es una cosa engañosa. Aunque puede que no sea legítima, puede aun así moldearnos. Y puede crear una vergüenza que crece y se cuece durante años.


* * *

Cuando tenía nueve años, era amiga de una muchacha un poco mayor que yo de mi escuela. De vez en cuando me quedaba a pasar la noche en su casa. Veíamos la televisión hasta pasada la medianoche, llenábamos nuestras bocas de palomitas de maíz, y hablábamos de cosas no demasiado importantes; ya sabes, cosas de muchachas.

En una de esas ocasiones en particular, me desperté temprano una mañana y la encontré encima de mí, acariciando mi cuerpo. No era cosas de muchachas. Quedé asombrada, repugnada. No sabía exactamente qué estaba haciendo ella; tan solo sabía que me hacía sentir extraña e incómoda. "No quiero hacer eso", le dije, apartando mi cuerpo de debajo del suyo. Mi amiga tan solo se encogió de hombros y comenzó a hablar de su colección de discos.

Yo estaba muy avergonzada, y no quería hacer una gran cosa de aquello. Intenté olvidarlo, esperando que fuera un incidente aislado. Pero algo parecido sucedió semanas después; y entonces otra vez. Yo estaba muy confundida. Ella era mi amiga; sin embargo, yo me sentía violada. Tenía miedo de contárselo a nadie, y la culpabilidad me consumía. Me culpaba a mí misma por lo que sucedió y me preguntaba si Dios podría perdonarme alguna vez. Decidí entonces que yo era una muchacha sucia, y que no merecía redención. Llevé la vergüenza conmigo a lo largo de los años, culpándome una y otra vez cuando otros me trataban mal o incluso abusaban de mí. Me sentía responsable. La voz instintiva en mi cabeza me decía que era siempre culpa mía.

En la época del abuso, comencé a asistir a una escuela de una parroquia luterana. Mi anterior escuela primaria había sido cerrada, y a mi padre no le gustaba el barrio donde estaba la nueva escuela. Mis padres me habían matriculado en lo que yo estaba segura de que sería una sofocante fiesta de aburrimiento de ocho horas, dada mi experiencia en la iglesia. Estaba gloriosamente equivocada.

Allí descubrí una fe arraigada en el amor y el gozo. Mi maestra, la Srta. Barbara, resplandecía con algo especial que yo no podía llegar a entender al principio. Entonces entendí lo que era. Ella nunca estaba preocupada; nunca parecía tener un mal día; tenía paz, y siempre mostraba una sonrisa genuina. Yo quería ser como ella: feliz, confiada y llena de alegría. Ella tocaba la guitarra en clase y cantaba canciones. La primera que yo aprendí fue "Yo tengo gozo-gozo-gozo-gozo en mi corazón". Con una dulce bondad en sus ojos, ella compartía que Jesús era mi amigo y me amaba mucho, y que no había nada ni nadie que pudiera evitar que Él me amara.

Fueron plantadas semillas. Yo quería tener el tipo de amor del que hablaba la Srta. Barbara, el tipo de amor que era evidente que ella sentía. Comencé a creer que Jesús me amaba, que era posible ser amada, incluso cuando yo no era perfecta y metía la pata. Sin embargo, aquel pequeño sentimiento de seguridad me era tristemente arrebatado siempre que la muchacha del barrio hacía avances sexuales.

Tuve mi primer enamoramiento real cuando tenía nueve años, y estaba bastante segura de que iba a permanecer con él. En cuanto a mí, yo ya había crecido y sabía lo que hacía. Él fue el primer muchacho que agarró mi mano, el primero que compartió un beso. Mi éxtasis por encontrar el amor verdadero tuvo una vida breve, sin embargo, pues mis padres tuvieron que sacarme de la escuela porque ya no podían permitirse pagar la matrícula.

Encapricharme de aquel muchacho reveló mi deseo profundamente arraigado de amor, de un cuento de hadas. Estaba en mis huesos. Las películas de Disney establecieron un precedente para mis expectativas románticas; concretamente la parte sobre enamorarme y vivir felices para siempre. Esa idea caprichosa era el enfoque de cada película que yo veía y, por lo tanto, se convirtió en la meta de mi vida. Yo era Cenicienta. Sabía que había un bonito baile al que yo iba a ser invitada algún día. Cuán difícil podía ser, ¿verdad?

Yo quería mi príncipe. Le necesitaba. Deseaba la imagen de un muchacho bien vestido, bien parecido e inteligente que me compraría rosas y me haría perder la cabeza. Creo que aquellas expectativas irrealistas prepararon el escenario para que llegara a estar loca por los muchachos en mis años de preadolescencia. Me reía constantemente cuando estaba cerca de muchachos, y anhelaba tener su atención. Me refiero a que ¡todo se trataba de muchachos! Sentía mariposas en el estómago cuando un chico apuesto me sonreía con aprobación o me hacía un elogio.


* * *

Justamente antes de entrar al sexto grado nos mudamos a Balsam Lake, Wisconsin, una pequeña ciudad rural a unos 112 kilómetros de Minneapolis. Mis padres habían comprado una propiedad allí unos años antes, y papá quería salir de la ciudad porque su trabajo le estresaba. Le encantaba la vida del campo, las pacíficas escenas de los grandes paisajes, el ritmo de los agricultores que no estaban limitados por los relojes y por jefes demandantes. Yo no quería mudarme. Finalmente había establecido algunas raíces en Minneapolis; tenía amigos. Conocía a todos los muchachos y muchachas en el barrio, y todos me conocían.

Durante los seis primeros meses vivimos en una caravana sin agua corriente mientras mi papá y mis hermanos construían nuestra nueva casa. Teníamos que bañarnos en casa de nuestros vecinos, más adelante en el camino. Yo lo aborrecía. Era vergonzoso e incómodo, y una vez más yo era la nueva chica en el barrio, pero esta vez vivía lejos en el campo y tenía que subirme a un autobús durante más de una hora tan solo para llegar a la escuela.

Los chicos y chicas allí eran unos estirados, y la presión por encajar era abrumadora, especialmente porque yo estaba en una etapa físicamente complicada. Era tan lisa como una tabla, pero mi mamá me llevó a comprar un sujetador de todos modos. ¿Podía empeorar aún más la vida? Yo aborrecía la escuela, pero no aborrecía a los muchachos. Y las pocas amigas que tenía tan solo sumaban al problema, porque hablábamos constantemente de los muchachos apuestos de los que creíamos estar enamoradas.


(Continues...)

Excerpted from Fallen by Annie Lobert. Copyright © 2015 Annie Lobert. Excerpted by permission of Worthy Latino.
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Table of Contents

Contents

Prólogo "¡Doblégate!",
Capítulo 1 Pequeña niña perdida,
Capítulo 2 Surge Fallen,
Capítulo 3 El hombre que me vendió un sueño,
Capítulo 4 Alas rotas,
Capítulo 5 El juego del proxeneta,
Capítulo 6 Chica a la fuga,
Capítulo 7 Renegada,
Capítulo 8 Glorioso desastre,
Capítulo 9 Aprendiendo a volar,
Capítulo 10 Brazos completamente abiertos,
Capítulo 11 Liberada para liberar a otros,
Capítulo 12 Mi sueño se hace realidad,
Apéndice A ¿Qué es el tráfico sexual?,
Apéndice B Testimonios de Destiny House,
Reconocimientos,
Acerca de la autora,
Acerca de Hookers for Jesus,

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