In the third book in the New York Times bestselling Spy School series, Ben gets kicked out of the CIA's spy school and enrolls with the enemy.
During a spy school game of Capture the Flag, twelve-year-old Ben Ripley accidentally shoots a live mortar into the principal's office--and immediately gets himself expelled. Not long after going back to the boring real world, Ben gets an offer to join evil crime organization SPYDER. And he accepts.
Ben can tell he's a key part of their sinister plan, but he's not quite sure what the plan is. Can Ben figure out what SPYDER is up to--and get word to the good guys without getting caught--before it's too late?
In the third book in the New York Times bestselling Spy School series, Ben gets kicked out of the CIA's spy school and enrolls with the enemy.
During a spy school game of Capture the Flag, twelve-year-old Ben Ripley accidentally shoots a live mortar into the principal's office--and immediately gets himself expelled. Not long after going back to the boring real world, Ben gets an offer to join evil crime organization SPYDER. And he accepts.
Ben can tell he's a key part of their sinister plan, but he's not quite sure what the plan is. Can Ben figure out what SPYDER is up to--and get word to the good guys without getting caught--before it's too late?


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Overview
In the third book in the New York Times bestselling Spy School series, Ben gets kicked out of the CIA's spy school and enrolls with the enemy.
During a spy school game of Capture the Flag, twelve-year-old Ben Ripley accidentally shoots a live mortar into the principal's office--and immediately gets himself expelled. Not long after going back to the boring real world, Ben gets an offer to join evil crime organization SPYDER. And he accepts.
Ben can tell he's a key part of their sinister plan, but he's not quite sure what the plan is. Can Ben figure out what SPYDER is up to--and get word to the good guys without getting caught--before it's too late?
Product Details
ISBN-13: | 9781420521825 |
---|---|
Publisher: | Gale, A Cengage Group |
Publication date: | 02/19/2025 |
Series: | Spy School |
Edition description: | Large Print |
Pages: | 456 |
Product dimensions: | 5.50(w) x 8.50(h) x (d) |
Language: | Spanish |
Age Range: | 8 - 12 Years |
About the Author

Read an Excerpt
Capítulo 1: Artillería Pesada
1 ARTILLERÍA PESADA
Zona de batalla
3 de septiembre
11:00 horas
Corría tan rápido como me lo permitían las piernas. Siete agentes enemigos venían pisándome los talones.
Había estado preparándome mucho tiempo para este momento. Había practicado autodefensa. Había estudiado métodos para mantener la calma en medio del peligro. Había leído todo lo que pude encontrar sobre combates a muerte. Por eso estaba convencido de que cuando llegara el momento y me hallara en plena batalla, sería capaz de arreglármelas con absoluta calma y el aplomo propio de un espía.
En vez de eso, gritaba.
Por suerte no era el chillido de una niñita. Era más bien un prolongado «¡aaaaaaaaaaaaaah!», que podría ser traducido más o menos como: «Estoy metido en tremendo lío. Que alguien me ayude, por favor».
Una cosa es analizar escenas de acción en teoría y otra muy distinta es hallarte en medio de una.
Corría sorteando escombros y montones de tierra, consciente de que los agentes se me acercaban. Ellos también gritaban, pero era más bien un grito de combate, que se podía traducir como: «Una vez que te atrapemos, eres hombre muerto». Estaba vestido de combate. Con ropa de camuflaje de los pies a la cabeza, pero obviamente no servía de nada porque el enemigo podía verme perfectamente bien. Las balas de los francotiradores silbaban cerca de mí. Algo pasó zumbando por encima de mi cabeza y explotó a lo lejos.
Pude divisar una trinchera más adelante. Cualquiera vería un simple pozo en la tierra, pero para mí fue algo hermoso.
Grité por el micrófono de mis auriculares:
—¡Erica! ¡Me estoy acercando!
—Muy bien —replicó Erica con calma—. Estoy lista.
Su voz no sonó como si estuviera en medio de un combate. Más bien sonaba relajada, como si descansara en una hamaca bajo los cocoteros de una playa.
Me metí en la trinchera de cuatro pies de profundidad. A pesar del caos que reinaba a su alrededor, Erica Hale estaba sentada y recostada contra la pared de tierra hojeando tranquilamente un número de la revista Armas & Municiones. Al igual que yo, ella vestía de camuflaje, pero de alguna manera le quedaba muy elegante. Pensándolo bien, Erica luciría elegante hasta vestida con un saco de papas. Era la muchacha más bella que yo había conocido, pero también la más inteligente, la más atlética y la más infalible.
—Una multitud de agentes enemigos vienen pisándome los talones —dije jadeando—. Armados hasta los dientes. Me atacaron mientras me acercaba al objetivo...
—Ben, cálmate —dijo Erica con calma mientras metía la revista en su mochila—. ¿Por qué estás tan nervioso?
—¡De un momento a otro estarán aquí! —exclamé—. ¡Y son despiadados!
—Tienen doce años —dijo Erica sin alterarse.
Ese era un buen argumento. Solo tenían doce años. Y la guerra a nuestro alrededor no era más que un simulacro de combate. Estábamos en medio de un tradicional examen de Evaluación de Aptitudes para la Supervivencia y el Combate (EASC) en la Academia de Espionaje de la CIA. Nuestras armas eran solo pistolas de paintball y el campo de batalla era solo una réplica dentro del campo de tiro de la academia. Pero para mí todo era muy real.
—Algunos de ellos son bastante grandes para tener doce años —repliqué defendiéndome.
Sus gritos se escuchaban cada vez más cercanos, prácticamente los teníamos encima.
—¿Cuántos son? —preguntó Erica.
—Siete.
Pegó un salto ágil y disparó con su pistola de paintball por encima del borde de la trinchera. Cinco disparos, tras cada uno se escuchó el grito de un agente marcado claramente por el proyectil de pintura. Erica se puso a cubierto de nuevo y sonrió informándome:
—Ahora solo quedan dos.
Si alguna vez tuvieras que compartir la trinchera con alguien, desearías que fuera Erica Hale. A pesar de tener solo quince años era, con ventaja, la más talentosa de toda la escuela de entrenamiento de espías.
Estuvo preparándose prácticamente desde su nacimiento, pues el espionaje siempre fue el negocio de la familia. La mayoría de sus antepasados habían sido espías, empezando por Nathan Hale durante la Guerra de Independencia. Su abuelo Cyrus Hale fue uno de los mejores espías de todos los tiempos y le transmitió a Erica casi todos sus conocimientos.
Yo, por el contrario, provenía de una larga estirpe de comerciantes. Solo tenía trece años y hasta hacía siete meses toda mi experiencia en cuanto a espionaje consistía en haber visto las películas de James Bond. Desde entonces, no obstante, me había visto involucrado dos veces en tramas para frustrar conspiraciones de ARAÑA, una organización secreta y subversiva dedicada a causar caos y desorden. Por eso, ya había tenido más acción en mi vida que la mayoría de mis compañeros de estudios. Pero esto no significaba que me sintiera a gusto en medio de una batalla, fuera esta real o simulada.
El día de hoy era un buen ejemplo. Era nuestro primer día de vuelta a la escuela del semestre de otoño, época del examen anual para la Evaluación de Aptitudes para la Supervivencia y el Combate. Como yo había sido admitido en medio del semestre anterior mi EASC había consistido en un examen en solitario. Pero ahora la administración de la escuela tenía que evaluar a toda la clase de primer año a la misma vez, además de volver a examinar a todos los alumnos que regresaban. Había seis grados (de séptimo a duodécimo) y cada uno tenía cincuenta alumnos. O sea, trescientos estudiantes. Por eso era un simulacro de combate a gran escala. La escuela había sido dividida en dos equipos: los rojos (ellos) y los azules (nosotros). Cada uno tenía la tarea de robar un objetivo ardorosamente custodiado por el equipo contrario y a la misma vez debía proteger uno propio. La tarea consistía en una especie de enorme y en potencia doloroso juego de «captura la bandera». Como esto era solo un juego —y los niños que habían estado persiguiéndome eran unos novatos— yo debería de haber estado tan calmado como Erica, pero no era el caso. Aún tenía los nervios de punta, temiendo meter la pata delante de los profesores, que observaban atentamente desde los banquillos evaluando cómo nos desenvolvíamos.
—¿Solo tenías cinco paintballs en tu cargador de municiones? —le pregunté a Erica.
—No —replicó—. Lo tengo lleno.
—¿Entonces por qué no eliminaste a los siete agentes enemigos?
—Porque eso no sería divertido —dijo Erica encogiéndose de hombros.
Con un alarido, los dos novatos restantes saltaron dentro de nuestra trinchera con las pistolas en mano listas para pintarnos de rojo cereza. Uno de ellos era de un tamaño asombroso para un niño de su edad. Tenía la constitución de un roble. El otro agente era una niña sorprendentemente pequeña; parecía una duendecilla armada hasta los dientes.
Por suerte Erica se encargó del niño. Antes de que este pudiera disparar, ella ya había entrado en acción, poniéndole un traspié y arrebatándole la pistola. Entonces le disparó al pecho cubriéndole todo el torso de pintura azul.
Yo ataqué a la niña. Me sentí un poco cruel atacando a una duendecilla. Pero esa duendecilla estaba apuntándome con una pistola. Yo no era un experto como Erica, pero mis habilidades en el combate habían mejorado en la escuela. Antes nunca hubiera sido capaz de vencer a una niñita en un combate. Ahora sí podría hacerlo. No era muy caballeroso de mi parte, pero mi calificación estaba en juego. Aparté la pistola de la duendecilla en el momento en que disparó. La bola de pintura pasó junto a mí dejando una mancha roja en la pared de la trinchera. Me abalancé sobre ella tirándola al suelo mientras le arrebataba el arma de las manos. Apunté hacia ella preparándome para dispararle.
Pero la duendecilla empezó a llorar.
—¡Alto! —gimió—. ¡Me rindo!
—¿Te rindes? —pregunté—. Eh... no creo que puedas hacer eso.
—Yo pensé que podría arreglármelas aquí, pero me equivoqué —sollozó la duendecilla—. ¡Es demasiado duro! ¡Quiero irme a casa! ¡Quiero a mi mami!
Bajé el arma sintiéndome mal por la fuerza con la que la había derribado.
—Lo siento. La escuela de espías no es para alguien...
—¿Como tú?
La duendecilla de repente dejó de llorar. Todo eso de «quiero a mi mami» había sido una actuación. Traté de dispararle, pero ella arremetió contra mi pierna agarrándome por detrás de la rodilla.
Me estrellé contra el suelo y el arma se me cayó. La duendecilla se abalanzó sobre el arma y apuntó hacia mí...
Pero Erica la sorprendió disparándole seis veces, cubriéndola de azul. A continuación, señalando hacia los banquillos dijo:
—Buen intento, novata, pero estás eliminada.
La duendecilla parecía ahora un pitufo. Un pitufo muy enojado.
—Has tenido suerte esta vez —se burló de mí—. La próxima puede que tu novia no esté cerca para salvarte.
Después se dirigió furiosa hacia la «morgue» en los banquillos, donde los «cadáveres» de sus compañeros salpicados de pintura observaban el desarrollo de la batalla.
—¡No soy su novia! —le gritó Erica.
—Oye, esa niña era astuta —dije mientras me levantaba tambaleante y sacudiéndome el polvo.
—Sí que lo era —convino Erica—. Le irá bien aquí.
Vi cómo la duendecilla caminaba penosamente por delante de los puestos de los examinadores. El profesor Kuklinski, que impartía clases de armamento bioquímico avanzado, parecía decepcionado con su actuación, mientras que el profesor Greenwald-Smith, que daba clases de contraespionaje, parecía estar dirigiéndole unas palabras de aliento. Junto a ellos estaba el profesor Crandall, que impartía supervivencia y se había quedado dormido en su silla.
—El primer día de escuela de los niños normales consiste en orientarse y conocer a sus profesores —le dije a Erica—. No hay pistolas de pintura ni simulacros de batallas donde se finge que se matan unos a otros.
—¿De verdad? —preguntó Erica—. Debe ser horrible ser normal.
Me saqué un poco de tierra de la oreja y observé el campo de batalla a nuestro alrededor.
—Será mejor que regrese al juego antes de que me castiguen por holgazanear.
—Espera —dijo Erica—. ¿Por qué te perseguían todos esos novatos?
—Chip y Jawa me tendieron una emboscada. Yo pensé que tenía una oportunidad de llegar al objetivo, pero era una trampa.
—¿Estás seguro de que fue obra de ellos?
—Segurísimo. Los vi azuzando a los novatos para que me persiguieran.
Chip Schacter y Jawaharlal O’Shea, aunque estaban en el equipo contario, eran dos de mis mejores amigos en la escuela de espías. Jawa era extremadamente inteligente y Chip extremadamente astuto y solapado. Juntos hacían una combinación formidable.
—¿No te persiguieron ellos mismos? —preguntó Erica.
—Probablemente sabían que tú y yo estaríamos trabajando juntos —dije.
—Entonces, trabajemos juntos para acabar con ellos.
Erica empezó a trazar un plan en el suelo de tierra con el cañón de su pistola.
Cuando hubo dibujado solo dos rayas, una llamada de emergencia llegó a través de mis auriculares:
—Cortina de Humo, ¿estás ahí? Necesitamos tu ayuda.
Era Zoe Zibbell, otra de mis mejores amigas, que estaba hoy en nuestro equipo. Zoe me había bautizado «Cortina de Humo» poco después de mi reclutamiento, pues había pensado equivocadamente que mi ineptitud inicial era una actuación mía con el objetivo de pillar desprevenidos a mis enemigos. («Nadie puede ser tan incompetente», explicó ella en una ocasión. «He visto tortugas que podrían luchar mejor»). Desde entonces mi destreza y astucia habían aumentado de manera considerable. Pero el apodo quedó.
—¿En qué situación estás? —le pregunté por los auriculares.
—Camaleón no sabe cómo funciona el mortero —informó Zoe.
—¡Sí que sé! —gritó desde atrás Warren Reeves, alias Camaleón.
Warren tenía talento para camuflarse, pero era mediocre en casi todo lo demás.
El mortero era una novedad en los exámenes de la EASC. La administración de la escuela de espías había decidido que era hora de que aprendiéramos a usar la artillería pesada.
Eché un vistazo fuera de nuestra trinchera hacia nuestra base de mortero, un búnker improvisado en lo alto de una pendiente en un extremo del campo de tiro. Según yo sabía, el mortero era un cañón que funcionaba de verdad, solo que se había cambiado la munición. En vez de obuses disparaba bombas de pintura lo suficientemente grandes para eliminar a una docena de contrincantes a la vez.
Entre la base y nosotros había varios agentes enemigos rojos.
Erica se conectó a la radio:
—Ni hablar. Cortina de Humo tiene la tarea de alcanzar el objetivo, no está asignado a la artillería pesada. Tendrán que resolver eso ustedes mismos.
—No podemos, Reina de Hielo —replicó Zoe—. La situación es grave.
—¿Cuán grave? —pregunté.
—Espera —dijo Zoe—. Están a punto de verlo.
Un segundo después oí a Warren gritar, «¡Fuego!», seguido de una fuerte explosión. Una bomba de pintura estalló fuera del búnker. Pero enseguida me di cuenta de que algo andaba mal. En lugar de dirigirse a la base enemiga en el extremo opuesto del campo de batalla, la bomba se elevó casi en línea recta y entonces empezó a descender rugiendo directamente hacia nosotros.
—¡Cúbrete! —gritó Erica.
Por una vez me le había adelantado. Nos lanzamos hacia el lado protegido de la trinchera justo cuando la bomba explotó en el suelo por encima de nosotros. Una ola de pintura azul surcó el aire sobre nuestras cabezas y salpicó el resto de la trinchera.
Me asomé. El terreno era un círculo azul de treinta pies alrededor de nosotros. Una integrante del equipo rojo de tercer año que iba camino a la morgue se había llevado la peor parte. Estaba completamente cubierta de pintura.
—¡No me hace ninguna gracia! —aulló—. ¡Ya estaba muerta!
Varios miembros de nuestro equipo también habían sido alcanzados. La mayoría solo en la pierna o en el brazo, pero era suficiente para eliminarlos del juego. Todos ellos gritaban tales improperios dirigidos a nuestra base de mortero, que en una escuela normal les hubiera costado un severo castigo.
—¡Oye, han estado a punto de matarnos! —les dije por la radio.
—Lo siento —dijo Warren—. Fue mi culpa.
—Está bien —dijo Erica suspirando a través de la radio, después de contemplar la carnicería—. Les llevaré a Cortina de Humo.
—¿A pesar de no ser nuestra tarea? —le pregunté.
Erica no solía ser de las que desacatan órdenes. Sobre todo, si sus perfectas calificaciones están en juego.
—Hay que correr ese riesgo. Si dejamos a esos dos cabezas de queso a cargo del mortero puede que pronto nos quedemos sin equipo. Mantente a mi lado.
Dicho esto, Erica agarró su mochila, salió de la trinchera y corrió hacia la base.
Hice exactamente lo que me había ordenado. De camino a la base varios miembros del equipo contrario cometieron el error de atacarnos. Erica los puso fuera de combate con tanta facilidad que parecía aburrida. De hecho, la sorprendí cuando bostezaba mientras dejaba inconsciente a uno de los enemigos.
Algunos de los adversarios más veteranos, que conocían la reputación de Erica, ni siquiera se molestaron en atacarnos. Simplemente soltaron sus armas y se rindieron. No iban a ganar muchos puntos en el examen, pero sería mucho menos doloroso que ser eliminados por Erica.
A pesar de que yo debería haber estado cubriendo la retaguardia, no podía dejar de mirar a Erica. En primer lugar, porque ella probablemente podría cubrir nuestras espaldas mejor que yo, incluso aunque nos atacaran de frente. Y, en segundo lugar, porque Erica en acción era algo digno de ver. Era como ver a una primera bailarina interpretando El lago de los cisnes, pero con más gritos alrededor. Yo ya estaba medio enamorado de Erica y de alguna manera verla arrasar con un campo lleno de enemigos, la hacía aún más atractiva.
Estaba seguro de que ella sabía de mi enamoramiento. Después de todo, era la mejor espía de nuestra escuela; ocultarle un secreto era como intentar esconderle carne a un perro. Erica nunca dejaba entrever nada, pero resultaba que las relaciones humanas no eran su punto fuerte. Apenas se dignaba a hablar con nadie en la escuela, incluidos nuestros profesores, así que yo no me hacía muchas ilusiones. Francamente estaba encantado de que ella hubiese estado dispuesta a formar un equipo conmigo.
Erica eliminó con tranquilidad a los dos últimos contrincantes casi al llegar a nuestra base de mortero, y los dejó gimiendo de dolor. Trepamos por la pared del búnker y apenas entrando, Zoe estuvo a punto de dispararnos.
—¡Somos nosotros, imbécil! —gritó Erica.
—¡Lo siento! —se disculpó Zoe enfundando su arma.
No nos llevó mucho tiempo examinar el búnker, ya que tenía solo unos pocos pies de ancho. El mortero estaba en el centro junto a un montón de municiones. Era más pequeño de lo que pensaba, como si fuera un cañón recortado. Warren estaba de pie junto a él hojeando frenéticamente el manual de instrucciones.
—Gracias a Dios que estás aquí —dijo Zoe abrazándome aliviada.
Warren me fulminó con una mirada llena de celos, como siempre sucedía cada vez que Zoe me mostraba afecto.
—¿Cuál es el problema? —pregunté.
—Estamos intentando derribar la base de mortero enemiga, pero no conseguimos apuntar bien —informó Zoe.
—Nosotros nos encargaremos —dijo Erica.
Después me señaló, ordenándome:
—Calcula la trayectoria.
Luego señaló a Warren y le ordenó:
—Quítate.
Warren se apartó a toda prisa del camino de Erica y tendiéndole dócilmente el manual de instrucciones le preguntó:
—¿Lo necesitas?
—Por Dios, sé cómo manejar un mortero desde que estaba en preescolar —dijo Erica poniendo los ojos en blanco.
Dicho por cualquier otra persona habría sido una exageración. Pero dicho por Erica, quizás no lo era. Su padre una vez me había mostrado una foto de ella de bebé en la que jugaba con nunchakus. Erica empezó enseguida a ajustar el cañón.
Me volví hacia Warren y le sonreí con confianza. Ahora era mi oportunidad de brillar. Puede que yo no fuera tan buen guerrero como Erica, pero en cuanto a las matemáticas, nadie en la escuela de espías podía hacerme sombra. Mis habilidades eran del nivel 16, es decir, yo podía realizar cálculos extremadamente complejos en mi mente y no olvidar nunca un número de teléfono. En la escuela normal esta capacidad mía dejaba impasibles a mis compañeros, además de que era la causa de que de vez en cuando me quitaran el dinero del almuerzo. Sin embargo, en la academia de espías podía lucirme en ocasiones como esta, en la que para poder apuntar bien con un mortero, era necesario ser bueno en cálculo.
—¿A qué distancia está la base enemiga? —pregunté.
—Ciento sesenta y cinco metros —respondió Warren.
—¿Carga?
—Doscientas libras de empuje.
—¿Peso del proyectil?
—¿Es importante? —preguntó Warren frunciendo el ceño.
—Solo si quieres aniquilar al enemigo, en lugar de a nuestro propio equipo —murmuró Erica—. El proyectil estándar pesa dieciséis libras —me dijo ella entonces.
—¿Velocidad del viento? —pregunté.
—Quince millas por hora —informó Zoe—. Soplando desde el suroeste.
Necesité un segundo para hacer mis cálculos mentales y después otro segundo para verificar si estaba en lo cierto.
—Necesitamos un ángulo de lanzamiento de setenta y tres grados, apuntando seis grados hacia la derecha del objetivo.
—Entendido —dijo Erica comenzando a orientar el mortero.
—¡Estupendo! —me dijo Zoe—. Gracias por sacarnos del apuro, Cortina de Humo.
—Todavía no sabemos si ha acertado —murmuró Warren hoscamente.
—Por supuesto que sí —replicó Zoe— Confío más en Cortina de Humo que en mi propia calculadora.
Me dirigí hacia donde estaban las municiones, pero Warren se atravesó en mi camino.
—¡Yo me encargo de eso! —me espetó—. ¡Disparar es asunto mío!
Retrocedí a sabiendas de que Warren estaba desesperado por demostrar su valía. Mientras él agarraba una bomba de pintura, me puse tapones en los oídos y tomé prestado los prismáticos de Zoe para explorar los alrededores. Desde arriba, el campo de batalla se veía como un rectángulo perfecto, en cuyos bordes la tierra y los escombros terminaban de forma abrupta y comenzaba el verde césped del campus. Era como si un pedacito de Beirut hubiera caído en medio de Washington D.C. Detrás de mí se alzaban los edificios góticos de la academia rodeando el extremo norte del campo de batalla, entre los que se alzaba el edificio administrativo Nathan Hale, de cinco pisos. A ambos lados de nosotros se extendía una milla de bosques vírgenes, que proporcionaba mucho terreno para nuestros juegos de guerra regulares, así como una barrera entre la escuela y el mundo exterior que absorbía los sonidos de las batallas. (La razón de ser de la academia era un secreto altamente confidencial, así que el campus tenía su propia identidad secreta: Academia de Ciencias San Smithen para Niños y Niñas). Los puestos de los examinadores se encontraban en el lado oeste del campo y junto a ellos se habían reunido los estudiantes que habían sido «asesinados», que animaban a sus respectivos equipos. Como los «cadáveres» estaban coloreados de azul y rojo, tenían el aspecto de piezas de un tablero de Risk.
Había muchos más cadáveres salpicados de azul que de rojo, lo que significaba que nuestro equipo estaba ganando. En gran parte gracias a Erica, que contaba con más muertes que todo nuestro equipo junto. No obstante, Chip y Jawa guiaban a los rojos restantes tratando de conquistar nuestra bandera con la ayuda de su propio mortero, y no estaban haciéndolo mal. Observé cómo una bomba de pintura roja detonó a pocos pies de nuestra bandera aniquilando a la mitad de nuestra defensa. Erica también lo observó.
—¿Estás seguro de la exactitud de tus cálculos, Ben? Si no derribamos su mortero con este disparo, nos ganarán con su próxima bomba.
Yo estaba seguro, pero volví a comprobar mis cálculos por última vez, pues no quería hacer el ridículo delante de Erica.
—Funcionará —le aseguré.
—Está bien —dijo Erica alejándose del mortero y reuniéndose con Zoe y conmigo en el extremo de la base.
En lugar de observar cómo Warren preparaba el mortero, Erica levantó su arma y comenzó a liquidar a los miembros del equipo rojo que como un enjambre se dirigían hacia nuestra bandera.
—¡Atrás! —nos advirtió Warren, agarrando el control remoto—. Detonación en cinco segundos: cuatro...
Erica dejó de disparar de repente. Preocupada, se volvió hacia el mortero olfateando el aire.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—¡Ese idiota puso un proyectil real en el mortero! —gritó Erica, arrojándose sobre Warren.
Yo también entré en acción. No había tiempo para preguntarle a Erica cómo había descubierto que Warren había metido la pata; sabía bien que podría oler la diferencia entre una munición real y una falsa. Como yo había calculado la trayectoria correcta, significaba que el mortero estaba a punto de reducir a varios de mis compañeros a diminutas partículas.
Por suerte, antes de que Warren pudiera reaccionar, Erica se estrelló contra él derribándolo. Por desgracia, Warren interpretó ese ataque como una especie de truco de la escuela de espías.
—¡Socorro! —chilló luchando por controlar el disparador—. ¡Es una doble agente del equipo rojo!
En su defensa, hay que decir que ese es un tipo de artimaña usual en la escuela de espías. Y si no era porque se trataba de Erica yo también habría dudado de sus intenciones.
Dejé que Erica se encargara de Warren y dirigí mi atención hacia nuestro mortero. El cañón estaba sobre una plataforma giratoria. Halé la clavija que lo fijaba, luego me abalancé poniendo mi hombro contra el cañón. Este giró más fácil de lo que esperaba, cambiando de dirección...
En ese momento Warren le arrebató el disparador a Erica y lo apretó.
—¡Fuego! —gritó triunfante y solo entonces se molestó en comprobar hacia dónde apuntaba el cañón.
El mortero rugió. Fue tan estruendoso que incluso con los tapones en los oídos sentí como si mi cerebro vibrara y se fuera a salir de mi cabeza. El proyectil voló trazando una parábola en el aire lejos del campo de batalla.
Directo hacia el edificio Nathan Hale.
En la zona de guerra se hizo un silencio sepulcral. Todos los estudiantes y miembros de la facultad interrumpieron lo que estaban haciendo para observar la magnitud del desastre.
La bomba alcanzó varios cientos de pies de altura y luego, bajó silbando e impactó en el edificio Hale, directamente sobre el despacho del director.
Erica tenía razón. No era una bomba de pintura. Era un proyectil real.
La explosión hizo estallar una gran parte del edificio. Volaron por los aires ladrillos y tejas. Una gárgola salió disparada a través del Cuadrángulo Hammond y se incrustó en la pared del depósito de armas.
Cuando el humo se disipó, se pudo ver una grieta de treinta pies justo donde había estado la oficina del director.
—¿Qué probabilidades hay de que el director estuviera allí? —le pregunté a Erica estremecido.
—Bueno, se supone que debe estar aquí abajo en los puestos de los examinadores —dijo Erica—, pero las probabilidades de que el director esté en el lugar adecuado en el momento adecuado no suelen ser muy altas.
Un rugido de rabia resonó de repente en el lugar de la explosión.
Levanté los prismáticos y vi al director que salía tambaleándose de los restos de lo que había sido el baño de su oficina.
Su ropa estaba ennegrecida y la tapa del inodoro le rodeaba el cuello, pero parecía encontrarse bien. Enfurecido, pero bien.
—¿Quiénes son los responsables de esto? —bramó—. ¡Encuéntrenlos y tráiganmelos!
Zoe y Erica me miraron con verdadera preocupación en los ojos. Warren, sin embargo, no podía ocultar su regocijo:
—Ayayay —se burló—. ¡Ben, estás metido en tremendo lío!
Y por esta vez Warren tenía razón...