Sueño de la muerte
Los sueños, obras satiricómicas, compuestas entre 1606 y 1623, son narraciones de inspiración Lucianesca donde se pasa revista a diversas costumbres, oficios y personajes populares de su época. Estos son El sueño del juicio final, El alguacil endemoniado, El sueño del infierno, El mundo por dentro y El Sueño de la muerte, conocido también como la visita de los chistes. En los Sueños, Quevedo hace una sátira de las distintas profesiones o estados sociales: Juristas, médicos, carniceros, hidalgos, poetas, astrólogos, para terminar hablando de los malos practicantes de las distintas religiones. Entran entonces en escena Mahoma, Lutero y Judas.
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Sueño de la muerte
Los sueños, obras satiricómicas, compuestas entre 1606 y 1623, son narraciones de inspiración Lucianesca donde se pasa revista a diversas costumbres, oficios y personajes populares de su época. Estos son El sueño del juicio final, El alguacil endemoniado, El sueño del infierno, El mundo por dentro y El Sueño de la muerte, conocido también como la visita de los chistes. En los Sueños, Quevedo hace una sátira de las distintas profesiones o estados sociales: Juristas, médicos, carniceros, hidalgos, poetas, astrólogos, para terminar hablando de los malos practicantes de las distintas religiones. Entran entonces en escena Mahoma, Lutero y Judas.
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by Francisco de Quevedo y Villegas
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Los sueños, obras satiricómicas, compuestas entre 1606 y 1623, son narraciones de inspiración Lucianesca donde se pasa revista a diversas costumbres, oficios y personajes populares de su época. Estos son El sueño del juicio final, El alguacil endemoniado, El sueño del infierno, El mundo por dentro y El Sueño de la muerte, conocido también como la visita de los chistes. En los Sueños, Quevedo hace una sátira de las distintas profesiones o estados sociales: Juristas, médicos, carniceros, hidalgos, poetas, astrólogos, para terminar hablando de los malos practicantes de las distintas religiones. Entran entonces en escena Mahoma, Lutero y Judas.

Product Details

ISBN-13: 9788498977608
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Narrativa , #237
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 50
File size: 714 KB
Language: Spanish

About the Author

Francisco de Quevedo (Madrid, 1580-Villanueva de los Infantes, 1645). España. Francisco Gómez de Quevedo y Villegas nació en septiembre de 1580, en Madrid. Su padre, Pedro Gómez de Quevedo, de ascendencia noble cántabra (valle de Toranzo) se trasladó a Madrid y desempeñó el cargo de secretario de Ana de Austria en la Corte madrileña, donde se casó con María de Santibáñez, también oriunda de las montañas santanderinas y al servicio de la Casa Real. Francisco tuvo cuatro hermanas y un hermano. Desde su infancia y juventud, Quevedo destacaba positivamente por su gran capacidad intelectual, pero no por sus condiciones físicas, ya que tenía defectos en los pies, era cojo de uno de ellos y muy corto de vista. Su padre murió pronto, y su madre se hizo cargo de su educación enviándolo al colegio Imperial (jesuita), en Madrid, donde estudió hasta 1596, tras lo cual inició estudios universitarios de humanidades, filosofía y lenguas (clásicas, italiano y francés) en Alcalá de Henares. Ya en su periodo universitario dio muestras Quevedo de su talante mundano y atribulado. Constan algunos hechos que responden a este talante, y no sólo literarios, sino relacionados con trifurcas y duelos callejeros, como uno con un tal Diego Carrillo, a quien hirió en una pelea y de cuya demanda sólo le salvó la intervención del duque de Medinacelli. En 1600, siguiendo a la corte, pasó a estudiar en Valladolid, donde estudió teología, adquirió fama de reconocido poeta y se fraguó su famosa rivalidad con Góngora. A Madrid regresó también con la corte en 1606, viviendo en contacto tanto con los círculos literarios como políticos, trabando amistad con personajes como Lope de Vega, Miguel de Cervantes y el duque de Osuna..., y asentando su enemistad con otros literatos, como con Luis de Góngora o los dramaturgos Juan Ruiz de Alarcón y Juan Pérez de Montalbán. En Madrid siguió sus estudios de teología, tradujo algunos clásicos (Anacreonte y Focílides) y continuó escribiendo. Su compromiso político con España se cifró en una preocupación pesimista por la decadencia que experimentaba el imperio español, pero también se ocupó en labores activas. Así, en 1613, Quevedo acompañó a Italia al duque de Osuna (nombrado virrey de Nápoles, quizá gracias a las gestiones del mismo Quevedo), sirviéndole como secretario de Estado. También participó como agente secreto en peligrosas intrigas diplomáticas entre las repúblicas italianas, lo que le valió su ordenación como caballero de la Orden de Santiago (1618). No obstante, las turbulencias políticas generadas en la conjura de Venecia (de la que huyó milagrosamente), así como la caída en desgracia del duque de Osuna, supusieron una acusación sobre su persona que acabó, en 1620, con un corto destierro en una finca llamada Torre de Juan Abad (Ciudad Real), la cual le había legado en propiedad su madre antes de morir. La compra de dicha finca por parte de la madre fue objeto de disputa con los vecinos del lugar, y Quevedo hubo de entrar en pleitos infructuosos que sólo se saldaron a su favor tras su muerte, y a favor de su sobrino y heredero Pedro Alderete (Aldrete). No obstante las dificultades prácticas, Quevedo escribió allí algunas de sus mejores poesías y profundizó en el estudio y la lectura del estoico Séneca.

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Sueño de la Muerte


By Francisco de Quevedo

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-760-8



CHAPTER 1

A DOÑA MIRENA RIQUEZA


Harto es que me haya quedado algún discurso después que veo a V.M., y creo que me dejó este por ser de la muerte. No se lo dedico porque me lo ampare; llévosele yo, porque el mayor designio desinteresado es el mío, para la enmienda de lo que puede estar escrito con algún desaliño o imaginado con poca felicidad. No me atrevo yo a encarecer la invención por no acreditarme de invencionero. Procurado he pulir el estilo y sazonar la pluma con curiosidad. Ni entre la risa me he olvidado de la doctrina. Si me han aprovechado el estilo y la diligencia he remitido a la censura que V. M. hiciere dél si llega a merecer que le mire, y podré yo decir entonces que soy dichoso por sueños. Guarde Dios a V. M., que lo mismo hiciera yo. En la prisión y en la Torre, a 6 de abril 1622.


A QUIEN LEYERE

He querido que la muerte acabe mis discursos como las demás cosas; querrá Dios que tenga buena suerte. Este es el quinto tratado al Sueño del Juicio, al Alguacil endemoniado, al Infierno y al Mundo por de dentro; no me queda ya que soñar, y si en la visita de la muerte no despierto, no hay que aguardarme. Si te pareciere que ya es mucho sueño, perdona algo a la modorra que padezco, y si no, guárdame el sueño, que yo seré sietedurmiente de las postrimerías. Vale.


Discurso

Están siempre cautelosos y prevenidos los ruines pensamientos, la desesperación cobarde y la tristeza, esperando a coger a solas a un desdichado para mostrarse alentados con él, propia condición de cobardes en que juntamente hacen ostentación de su malicia y de su vileza. Por bien que lo tengo considerado en otros, me sucedió en mi prisión, pues habiendo, o por cariciar mi sentimiento o por hacer lisonja a mi melancolía, leído aquellos versos que Lucrecio escribió con tan animosas palabras, me vencí de la imaginación, y debajo del peso de tan ponderadas palabras y razones me dejé caer tan postrado con el dolor del desengaño que leí, que ni sé si me desmayé advertido o escandalizado. Para que la confesión de mi flaqueza se pueda disculpar, escribo, por introducción a mi discurso, la voz del poeta divino, que suena así rigurosa con amenazas tan elegantes:

Denique si vocem rerum natura repente
mittat et hoc alicui nostrum sic increpet ipsa:
quid tibi tanto operest, mortalis, quod nimis aegris
luctibus indulges? quid mortem congemis ac fles?
nam si grata fuit tibi vita anteacta priorque
et non omnia pertusum congesta quasi in vas
commoda perfluxere atque ingrata interiere:
cur non ut plenus vitae conviva recedis?
aequo animoque capis securam, stulte, quietem?

Entróseme luego por la memoria de rondón Job dando voces y diciendo: «Homo natus de muliere», etc.:

Al fin hombre nacido
de mujer flaca, de miserias lleno,
a breve vida como flor traído,
de todo bien y de descanso ajeno,
que como sombra vana
huye a la tarde y nace a la mañana.


Con este conocimiento propio acompañaba luego el de la que vivimos, diciendo: «Militia est vita hominis super terram», etc.:

Guerra es la vida del hombre
mientras vive en este suelo,
y sus horas y sus días
como las del jornalero.


Yo, que, arrebatado de la consideración, me vi a los pies de los desengaños rendido, con lastimoso sentimiento y con celo enojado, le tomé a Job aquellas palabras de la boca con que empieza su dolor a descubrirse: «Pereat dies in qua natus sum», etc.:

Perezca el primero día
en que yo nací a la tierra,
y la noche en que el varón
fue concebido perezca.
Vuélvase aquel día triste
en miserables tinieblas,
no le alumbre más la luz
ni tenga Dios con él cuenta.
Tenebroso torbellino
aquella noche posea,
no esté entre los días del año
ni entre los meses la tengan.
Indigna sea de alabanza,
solitaria siempre sea,
maldíganla los que el día
maldicen con voz soberbia,
los que para levantar
a Leviatán se aparejan,
y con sus oscuridades
se oscurecen las estrellas.
Espere la luz hermosa
y nunca clara luz vea,
ni el nacimiento rosado
de la aurora envuelta en perlas,
porque no cerró del vientre
que a mí me trujo las puertas,
y porque mi sepultura
no fue mi cuna primera.


Entre estas demandas y respuestas, fatigado y combatido (sospecho que fue cortesía del sueño piadoso más que de natural) me quedé dormido. Luego que, desembarazada, el alma se vio ociosa sin la traba de los sentidos exteriores, me embistió desta manera la comedia siguiente, y así la recitaron mis potencias a oscuras siendo yo para mis fantasías auditorio y teatro.

Fueron entrando unos médicos a caballo en unas mulas que con gualdrapas negras parecían tumbas con orejas. El paso era divertido, torpe y desigual, de manera que los dueños iban encima en mareta y algunos vaivenes de serradores. La vista asquerosa de puro pasear los ojos por orinales y servicios; las bocas emboscadas en barbas, que apenas se las hallara un braco; sayos con resabios de vaqueros; guantes en efusión, doblados como los que curan; sortijón en el pulgar, con piedra tan grande que cuando toma el pulso pronostica al enfermo la losa. Eran estos en gran número, y todos rodeados de platicantes que cursan en lacayos, y tratando más con las mulas que con los dotores se graduaron de médicos. Yo, viéndolos, dije: — Si destos se hacen estos otros, no es mucho que estos otros nos deshagan a nosotros.

Alrededor venía gran chusma y caterva de boticarios, con espátulas desenvainadas y jeringas en ristre, armados de cala en parche como de punta en blanco. Los medicamentos que estos venden, aunque estén caducando en las redomas de puro añejos y los socrocios tengan telarañas, los dan; y así son medicinas redomadas las suyas. El clamor del que muere empieza en el almirez del boticario, va al pasacalles del barbero, paséase por el tablado de los guantes del dotor y acábase en las campanas de la iglesia. No hay gente más fiera que estos boticarios; son armeros de los dotores; ellos les dan armas. No hay cosa suya que no tenga achaques de guerra y que no aluda a armas ofensivas: jarabes que antes les sobran letras para jara que les falten; botes se dicen los de pica; espátulas son espadas en su lengua; píldoras son balas; clísteris y melecinas cañones, y así se llaman cañón de melecina. Y bien mirado, si así se toca la tecla de las purgas, sus tiendas son purgatorios y ellos los infiernos, los enfermos los condenados y los médicos los diablos; y es cierto que son diablos los médicos, pues unos y otros andan tras los malos y huyen de los buenos, y todo su fin es que los buenos sean malos y que los malos no sean buenos jamás.

Venían todos vestidos de recetas y coronados de reales erres asaeteadas con que empiezan las recetas. Y consideré que los dotores hablan a los boticarios diciendo «Recipe», que quiere decir recibe. De la misma suerte habla la mala madre a la hija y la codicia al mal ministro. ¡Pues decir que en la receta hay otra cosa que erres asaeteadas por delincuentes, y luego «ana, ana», que juntas hacen un Annás para condenar a un justo! Síguense uncias y más onzas: ¡qué alivio para desollar un cordero enfermo! Y luego ensartan nombres de simples que parecen invocaciones de demonios: buphthalmos, opopanax, leontopetalon, tragoriganum, potamogeton, senipugino, diacathalicon, petroselinum, scilla, rapa. Y sabido qué quiere decir esta espantosa barahúnda de voces tan rellenas de letrones, son zanahoria, rábanos y perejil, y otras suciedades. Y como han oído decir que quien no te conoce te compre, disfrazan las legumbres porque no sean conocidas y las compren los enfermos. Elingatis dicen lo que es lamer, catapotia las píldoras, clíster la melecina, glans o balanus la cala, errhina moquear. Y son tales los nombres de sus recetas y tales sus medicinas, que las más veces de asco de sus porquerías y hediondeces con que persiguen a los enfermos, se huyen las enfermedades.

¿Qué dolor habrá de tan mal gusto que no se huya de los tuétanos por no aguardar el emplastro de Guillén Servén, y verse convertir en baúl una pierna o muslo donde él está? Cuando vi a estos y a los dotores, entendí cuán mal se dice para notar diferencia aquel asqueroso refrán: «Mucho va del c ... al pulso», que antes no va nada, y solo van los médicos, pues inmediatamente desde él van al servicio y al orinal a preguntar a los meados lo que no saben, porque Galeno los remitió a la cámara y a la orina, y como si el orinal les hablase al oído, se le llegan a la oreja avahándose los barbones con su niebla. ¡Pues verles hacer que se entienden con la cámara por señas, y tomar su parecer al bacín y su dicho a la hedentina! No les esperara un diablo. ¡Oh, malditos pesquisidores contra la vida, pues ahorcan con el garrotillo, degüellan con sangrías, azotan con ventosas, destierran las almas, pues las sacan de la tierra de sus cuerpos sin alma y sin conciencia!

Luego se seguían los cirujanos cargados de pinzas, tientas y cauterios, tijeras, navajas, sierras, limas, tenazas y lancetones; entre ellos se oía una voz muy dolorosa a mis oídos, que decía:

— Corta, arranca, abre, asierra, despedaza, pica, punza, ajigota, rebana, descarna y abrasa.

Diome gran temor, y más verlos el paloteado que hacían con los cauterios y tientas. Unos güesos se me querían entrar de miedo dentro de otros; híceme un ovillo.

En tanto, vinieron unos demonios con unas cadenas de muelas y dientes, haciendo bragueros, y en esto conocí que eran sacamuelas, el oficio más maldito del mundo, pues no sirven sino de despoblar bocas y adelantar la vejez. Estos, con las muelas ajenas, y no ver diente que no quieran ver antes en su collar que en las quijadas, desconfían a las gentes de Santa Polonia, levantan testimonios a las encías y desempiedran las bocas. No he tenido peor rato que tuve en ver sus gatillos andar tras los dientes ajenos, como si fueran ratones, y pedir dineros por sacar una muela, como si la pusieran.

— ¿Quién vendrá acompañado desta maldita canalla? — decía yo; y me parecía que aun el diablo era poca cosa para tan maldita gente, cuando veo venir gran ruido de guitarras. Alegréme un poco. Tocaban todos pasacalles y vacas.

— ¡Que me maten si no son barberos esos que entran!

No fue mucha habilidad el acertar, que esta gente tiene pasacalles infusos y guitarra gratisdata. Era de ver puntear a unos y rasgar a otros. Yo decía entre mí:

— ¡Dolor de barba, que ensayada en saltarenes se ha de ver rapar, y del brazo que ha de recibir una sangría pasada por chaconas y folías!

Consideré que todos los demás ministros del martirio, inducidores de la muerte, que estaban en mala moneda y eran oficiales de vellón y hierro viejo, y que solo los barberos se habían trocado en plata; y entretúveme en verlos manosear una cara, sobajar otra, y lo que se huelgan con un testuz en el lavatorio.

Luego comenzó a entrar una gran cantidad de gente. Los primeros eran habladores; parecían azudas en conversación, cuya música era peor que la de órganos destemplados. Unos hablaban de hilván, otros a borbotones, otros a chorretadas; otros habladorísimos hablan a cántaros, gente que parece que lleva pujo de decir necedades, como si hubiera tomado alguna purga confeccionada de hojas de Calepino de ocho lenguas. Estos me dijeron que eran habladores diluvios, sin escampar de día ni de noche, gente que habla entre sueños y que madruga a hablar. Había habladores secos y habladores que llaman del río o del rocío y de la espuma, gente que graniza de perdigones. Otros que llaman tarabilla, gente que se va de palabras como de cámaras, que hablan a toda furia. Había otros habladores nadadores, que hablan nadando con los brazos hacia todas partes y tirando manotadas y coces. Otros, jimios, haciendo gestos y visajes. Venían los unos consumiendo a los otros.

Síguense los chismosos, muy solícitos de orejas, muy atentos de ojos, muy encarnizados de malicia, y andaban hechos uñas de las vidas ajenas, espulgándolos a todos. Venían tras ellos los mentirosos contentos, muy gordos, risueños y bien vestidos y medrados, que no teniendo otro oficio, son milagro del mundo, con un gran auditorio de mentecatos y ruines.

Detrás venían los entremetidos, muy soberbios y satisfechos y presumidos, que son las tres lepras de la honra del mundo. Venían injiriéndose en los otros y penetrándose en todo, tejidos y enmarañados en cualquier negocio. Son lapas de la ambición y pulpos de la prosperidad. Estos venían los postreros, según pareció, porque no entró en gran rato nadie. Pregunté que cómo venían tan apartados, y dijéronme unos habladores (sin preguntarlo yo a ellos):

— Estos entremetidos son la quintaesencia de los enfadosos, y por eso no hay otra cosa peor que ellos.

En esto estaba yo considerando la diferencia tan grande del acompañamiento, y no sabía imaginar quién pudiese venir.

En esto entró una que parecía mujer, muy galana y llena de coronas, cetros, hoces, abarcas, chapines, tiaras, caperuzas, mitras, monteras, brocados, pellejos, seda, oro, garrotes, diamantes, serones, perlas y guijarros. Un ojo abierto y otro cerrado, vestida y desnuda de todas colores; por el un lado era moza y por el otro era vieja; unas veces venía despacio y otras aprisa; parecía que estaba lejos y estaba cerca, y cuando pensé que empezaba a entrar estaba ya a mi cabecera. Yo me quedé como hombre que le preguntan qué es cosi y cosa, viendo tan extraño ajuar y tan desbaratada compostura. No me espantó; suspendiome, y no sin risa, porque bien mirado era figura donosa. Preguntéle quién era y díjome:

— La Muerte.


— ¿La Muerte?

Quedé pasmado, y apenas abrigué en el corazón algún aliento para respirar, y muy torpe de lengua, dando trasijos con las razones, la dije:

— ¿Pues a qué vienes?


— Por ti — dijo.

— ¡Jesús mil veces! Muérome, según eso.

— No te mueres — dijo ella —. Vivo has de venir conmigo a hacer una visita a los difuntos, que pues han venido tantos muertos a los vivos, razón será que vaya un vivo a los muertos y que los muertos sean oídos. ¿Has oído decir que yo ejecuto sin embargo? Alto; ven conmigo.

Perdido de miedo le dije:

— ¿No me dejarás vestir?


— No es menester — respondió —, que conmigo nadie va vestido, ni soy embarazosa. Yo traigo los trastos de todos, porque vayan más ligeros.

Fui con ella donde me guiaba, que no sabré decir por dónde, según iba poseído del espanto. En el camino la dije:

— Yo no veo señas de la muerte, porque a ella nos la pintan unos huesos descarnados con su guadaña.


Paróse y respondió:

— Eso no es la muerte, sino los muertos o lo que queda de los vivos. Esos huesos son el dibujo sobre que se labra el cuerpo del hombre; la muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte, tiene la cara de cada uno de vosotros y todos sois muertes de vosotros mismos; la calavera es el muerto y la cara es la muerte y lo que llamáis morir es acabar de morir y lo que llamáis nacer es empezar a morir y lo que llamáis vivir es morir viviendo, y los huesos es lo que de vosotros deja la muerte y lo que le sobra a la sepultura. Si esto entendiérades así, cada uno de vosotros estuviera mirando en sí su muerte cada día y la ajena en el otro, y viérades que todas vuestras casas están llenas della y que en vuestro lugar hay tantas muertes como personas, y no la estuviérades aguardando, sino acompañándola y disponiéndola. Pensáis que es huesos la muerte y que hasta que veáis venir la calavera y la guadaña no hay muerte para vosotros, y primero sois calavera y huesos que creáis que lo podéis ser.


— Dime — dije yo —: ¿qué significan estos que te acompañan, y por qué van, siendo tú la muerte, más cerca de tu persona los enfadosos y habladores que los médicos?

Respondióme:

— Mucha más gente enferma de los enfadosos que de los tabardillos y calenturas, y mucha más gente matan los habladores y entremetidos que los médicos. Y has de saber que todos enferman del exceso o destemplanza de humores, pero lo que es morir, todos mueren de los médicos que los curan, y así no habéis de decir cuando preguntan: ¿de qué murió fulano?, «De calentura, de dolor de costado, de tabardillo, de peste, de heridas», sino «Murió de un dotor Tal que le dio, de un dotor Cual». Y es de advertir que en todos los oficios, artes y estados se ha introducido el don, en hidalgos, en villanos, y en frailes, como se ve en la Cartuja; yo he visto sastres y albañiles con don, y ladrones y galeotes en galeras. Pues si se mira en las ciencias, clérigos, millares; teólogos, muchos; y letrados, todos. Solo de los médicos ninguno ha habido con don, y todos tienen don de matar y quieren más don al despedirse que don al llamarlos.


En esto llegamos a una sima grandísima, la Muerte predicadora y yo desengañado. Zabullóse sin llamar, como de casa, y yo tras ella, animado con el esfuerzo que me daba mi conocimiento tan valiente. Estaban a la entrada tres bultos armados a un lado y otro monstruo terrible enfrente, siempre combatiendo entre sí todos y los tres con el uno y el uno con los tres. Paróse la Muerte y díjome:

— ¿Conoces esta gente?


— Ni Dios me la deje conocer — dije yo.

— Pues con ellos andas a las vueltas — dijo ella — desde que naciste; mira cómo vives — replicó —: estos son los tres enemigos del alma: el Mundo es aquel, este es el Diablo y aquella la Carne.

Y es cosa notable que eran todos parecidos unos a otros, que no se diferenciaban. Díjome la Muerte:

— Son tan parecidos que en el mundo tenéis a los unos por los otros; así que quien tiene el uno tiene a todos tres. Piensa un soberbio que tiene todo el mundo y tiene al diablo; piensa un lujurioso que tiene la carne y tiene al demonio, y así anda todo.

— ¿Quién es — dije yo — aquel que está allí apartado haciéndose pedazos con estos tres, con tantas caras y figuras?


(Continues...)

Excerpted from Sueño de la Muerte by Francisco de Quevedo. Copyright © 2015 Red ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 7,
A DOÑA MIRENA RIQUEZA, 9,
A QUIEN LEYERE, 9,
LIBROS A LA CARTA, 49,

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