Mi vida con los santos

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Overview

Para el padre James Martin, SJ los Santos ¡son mucho más que estatuas de yeso, son amigos personales! En Mi vida con los Santos James Martin nos presenta una conmovedora experiencia respect a su relación con los Santos –desde María, la madre de Jesús, hasta San Francisco o la Madre Teresa− y la manera personal en la que ha side dirigido por los heroes de la Iglesia a lo largo de toda su vida.  El padre James nos presenta vívidos y encantadores relatos de los Santos más populares, permitiéndonos ver no solo su santidad, sino su humanidad. A partir de esta experiencia descubrimos la llamada y posibilidad de vivir la santidad en nuestra propia humanidad.



 

James Martin has led an entirely modern life: from a lukewarm Catholic childhood, to an  education at the Wharton School of Business, to the executive fast track at General Electric, to ministry as a Jesuit priest, to a busy media career in Manhattan. But at every step he has been accompanied by some surprising friends—the saints of the Catholic Church. For many, these holy men and women remain just historical figures. For Martin, they are intimate companions. “They pray for me, offer me comfort, give me examples of discipleship, and help me along the way,” he writes.

The author is both engaging and specific about the help and companionship he has received. When his pride proves trouble­some, he seeks help from Thomas Merton, the monk and writer who struggled with egotism. In sickness he turns to Thérèse of Lisieux, who knew about the boredom and self-pity that come with illness. Joan of Arc shores up his flagging courage. Aloysius Gonzaga deepens his compassion. Pope John XXIII helps him to laugh and not take life too seriously.

Martin’s inspiring, witty, and always fascinating memoir encompasses saints from the whole of Christian history— from St. Peter to Dorothy Day. His saintly friends include Francis of Assisi, Ignatius of Loyola, Mother Teresa, and other beloved figures. They accompany the author on a lifelong pilgrimage that includes stops in a sunlit square of a French town, a quiet retreat house on a New England beach, the gritty housing projects of inner-city Chicago, the sprawling slums of Nairobi, and a gorgeous Baroque church in Rome. This rich, vibrant, stirring narrative shows how the saints can help all of us find our way in the world.

Product Details

ISBN-13: 9780829431179
Publisher: Loyola Press
Publication date: 03/01/2010
Edition description: First Edition
Pages: 424
Product dimensions: 6.00(w) x 8.90(h) x 1.20(d)
Language: Spanish
Age Range: 3 Months to 18 Years

About the Author


JAMES MARTIN, SJ, es sacrerdote jesuita y subdirector de la revista América. Es un comentarista frecuente en los medios de información en torno a temas de religion y espiritualidad. Sus escritos han aparecido en numerosos periódicos y revistas, incluyendo the New York Times y U.S. News and World Report. Es el autor del best seller Mi vida con los Santos, además de ser autor o editor de otros libros, incluyendo A Jesuit Off-Broadway [Un jesuita salido de Broadway], Lourdes Diary [Diario de Lourdes] y Celebrating Good Liturgy [Celebrando Buena liturgia].


JAMES MARTIN, SJ, is associate editor of America magazine. A prolific author, writer, and editor, his books include My Life with the SaintsA Jesuit Off-BroadwaySearching for God at Ground Zero and In Good Company. He is the editor of Awake My Soul and Celebrating Good Liturgy. His articles have appeared in The New York TimesThe Philadelphia Inquirer,The Tablet, and Commonweal. Fr. Martin resides in New York City.

Read an Excerpt

El lenguaje de los santos
Introducción a la edición en español

¡Bienvenidos! Estoy encantado de poderles presentar esta nueva edición de Mi vida con los santos, dirigida específicamente a los lectores de habla hispana. La versión original de este libro, My Life with the Saints, se ha convertido en algo así como un best seller y esta traducción al español, que hará que muchos más lectores tengan acceso al libro, es la respuesta a mis oraciones: desde su publicación he deseado que hubiera una edición en español.
Mi experiencia como cristiano ha sido moldeada de tal manera por mi relación con la cultura latina que casi no me puedo imaginar quién sería yo sin esta. Lo mismo sucede con la Iglesia de los Estados Unidos. ¿Quién se la podría imaginar sin la contribución viva y sentida de los hispanohablantes?
Como leerán en los capítulos de este libro, cuando estaba en séptimo grado de la escuela primaria tomé una gran decisión, una decisión con la que ustedes a lo mejor. . . ¡no están de acuerdo! Cuando me dieron la opción de comenzar a estudiar francés o español decidí elegir francés. Lo hice principalmente porque el libro de texto para la clase de español era mucho más gordo y por lo tanto me pareció que sería mucho más difícil aprenderlo.
Pero mi padre casi dominaba el español (tenía mucha facilidad para los idiomas y amigos en el trabajo que hablaban español) y muchos de mis compañeros de la escuela lo estaban estudiando. Por eso al año siguiente, además de seguir estudiando francés, me matriculé también en la clase de español. Mi maestro fue Mr. Joe, a quien por supuesto llamábamos: “Señor José” (El maestro del año siguiente tenía un nombre que no sonaba tan bien en español. Era el “Señor Doyle”).
Nada más comenzar a estudiar español me enamoré del idioma: el sonido de las palabras en sí, lo claras que se pronuncian las consonantes y especialmente cómo hacen vibrar las erres (en lugar de pronunciarlas guturalmente como lo hacen los franceses). Deseaba poder llegar a hablarlo tan bien como mi padre.
Aquellas clases que tomé en la escuela me vinieron bien diez años más tarde cuando, en 1988, ingresé en el noviciado jesuita. Durante los meses de verano los novicios teníamos que aprender español ya que todos los jesuitas estadounidenses tienen que estudiarlo. No se preocupen si no saben lo que es un jesuita, el noviciado o un novicio. ¡Pronto lo sabrán!
De esta forma, a lo largo de un verano caluroso y húmedo, en el sótano de una iglesia anglicana en Cambridge, Massachusetts, repasé todo el vocabulario, gramática y sintaxis que había aprendido una década atrás en la escuela secundaria. Y me volví a enamorar del idioma español.
Pero esta vez mi amor era más profundo y sentido. Esta vez no era simplemente cuestión del idioma o incluso de la cultura latina. Era cuestión del testimonio cristiano. Una de las experiencias más profundas que tuve durante mi noviciado fue el martirio, en 1989, de seis jesuitas de la Universidad de San Salvador, de su cocinera y de la hija de ésta. Su labor en favor de los pobres llevó a estos jesuitas a quedarse junto a sus hermanos salvadoreños en lugar de abandonar el país y a morir con ellos durante el conflicto civil que vivía El Salvador.
Aquel terrible acontecimiento me hizo entender de verdad y por primera vez que el ser cristiano conlleva un precio; que el martirio no es algo que sucedió sólo durante los primeros siglos de la Iglesia. La historia de los santos continúa hoy en día. Me cuesta expresar lo mucho que la muerte de aquellos ocho mártires significó para mi vida como cristiano.
Fue al reflexionar sobre aquel dramático acontecimiento cuando entré en contacto por primera vez con la rica historia del cristianismo en América Latina. Los mártires salvadoreños despertaron en mí un interés por la Iglesia de aquel país en concreto y ello me llevó a ver la película “Romero”, la cual narra la historia del martirizado Arzobispo de San Salvador.
Oscar Arnulfo Romero había sido, en un principio, indiferente a la apremiante situación de los pobres. Su nombramiento como arzobispo de la capital de El Salvador en 1977 fue una decepción para quienes esperaban que se nombrara a alguien que estuviera del lado de los pobres. Romero era un sólido partidario de los ricos y los poderosos. Pero cuando su buen amigo, el padre jesuita Rutilio Grande, fue asesinado por promover la justicia social, Romero comenzó a ver las injusticias que clamaban ser corregidas. Había comenzado su conversión.
El Arzobispo se convirtió en un incansable defensor de los pobres, emitiendo por la radio sus homilías semanales para que las pudiera escuchar todo el país. Las amenazas de muerte que recibió no le disuadieron de continuar su labor. “Si me matan”, dijo, “resucitaré en el pueblo salvadoreño”. En 1980, el arzobispo Romero fue asesinado mientras celebraba misa. Se convertía así en el primer obispo en ser asesinado en el altar desde Santo Tomás Becket, en el siglo XII. Romero se convertía, de esta manera, en un gran héroe para mí. Él continúa animándonos a todos a proclamar el Evangelio sin tener en cuenta lo que nos pueda costar.
La historia de Oscar Romero me mostró la senda que me habría de dirigir a las historias de otros hombres y mujeres santos del mundo de habla hispana. Este  camino me llevó de Romero a Juan Diego, a Teresa de Ávila, a Juan de la Cruz, a Martín de Porres y a Junípero Serra. Así son los santos: cada uno te guía hacia otro, al igual que un amigo te presenta a otro amigo. Y cada uno de ellos nos lleva a Dios.
Y aquel camino me llevó de nuevo hasta San Ignacio de Loyola, aquel español del siglo XVI que fundó la Compañía de Jesús y cuya biografía había empezado a estudiar desde el primer día de mi noviciado. Su extraordinaria historia es una de las dos vidas de santos de habla hispana que aparecen en este libro. La otra es la de Pedro Arrupe, también español y también Superior General de los Jesuitas, pero esta vez del siglo XX.
Durante mi segundo año del noviciado me resultó fácil responder cuando me preguntaron en dónde me gustaría pasar lo que llamamos nuestra “experiencia larga”: cuatro meses sirviendo a tiempo completo en una institución jesuita. Mi deseo de entender más la cultura latina me llevó al Nativity Mission Center en el barrio Lower East Side de la ciudad de Nueva York. Este centro jesuita era una escuela primaria que educaba principalmente a muchachos hispanos de familias necesitadas. La estructura de la escuela, que ahora han reproducido por todo el país, era la siguiente: salones con pocos estudiantes, atención individualizada y programas para después de la escuela para niños de bajos recursos.
El primer día que puse pie en aquella escuela me encontré rodeado de una mezcla increíble de culturas latinas. Había muchachos de México, la República Dominicana, Puerto Rico, El Salvador, Guatemala, Ecuador, Perú… de toda América Latina.
Pero los estudiantes no fueron los únicos que me enseñaron acerca de estas culturas con las que no estaba familiarizado. Sus madres, padres y especialmente sus abuelitas estaban también allí, ayudando en la oficina del director de la escuela y en la cocina, donde cocinaban comidas riquísimas para sus hijos y nietos. La secretaria de la escuela, una apasionada mujer llamada Paulita, cocinaba almuerzos de arroz con pollo usando su sofrito casero. Aquel plato era tan memorable que le rogué que me diera la receta para poder cocinarlo yo cuando regresara al noviciado (y sí lo cociné, aunque nunca supo tan rico como el de ella). Paulita, quien era mi tutora informal de español y “espanglish” , me llamaba cariñosamente “Martincito” o “Padrecito”.
Fue una inmersión instantánea en las culturas latinas y una introducción muy diferente de la que había aprendido de los libros de texto de español en la secundaria. Las misas en español en la vecina parroquia de la Natividad estaban llenas de gente de todas las edades que entonaban alegres cantos que llegué a aprenderme bien. Hoy, cada vez que escucho “Pescador de hombres” o “De colores”, son aquellas misas las que inmediatamente me vienen a la cabeza. Las ruidosas fiestas de quinceañeras duraban hasta bien entrada la noche en el patio que estaba directamente debajo de la ventana de mi dormitorio en la residencia jesuita (he de admitir que mi afecto por las fiestas de quinceañeras era puesto a prueba cuando me mantenían despierto ¡hasta las tres de la madrugada!). Los días de fiesta que celebraban los católicos de cada país, como la fiesta en honor de Nuestra Señora de Altagracia de los dominicanos, eran celebraciones comunitarias a las que simplemente no podía faltar.
También fue en aquel entonces cuando descubrí a la Virgen de Guadalupe. Como me había criado en una parroquia de las afueras de Filadelfia nunca antes había tenido contacto alguno con su historia. Pero a los pies de la escalera de la entrada principal del Nativity Mission Center había una estatua de unos 60 centímetros de alto, de colores muy vivos, de nuestra Señora de Guadalupe. Estaba rodeada de una enorme aura del sol hecha de metal, cuyos rayos dorados eran tan puntiagudos que te podías pinchar fácilmente el dedo, lo que me ocurrió la primera vez que los toqué.
Nuestra Señora observaba pacientemente a todos: a los estudiantes que subían y bajaban corriendo las escaleras gritando y riendo, a las madres y abuelitas que subían laboriosamente a la cocina, al profesor que silencioso y con cara de reproche seguía escaleras abajo a un estudiante que se estaba portando mal e incluso me observaba a mí cuando me dirigía a realizar mi simple tarea de maestro asistente. Nuestra Señora de Guadalupe fue una presencia palpable durante mis cuatro meses en la escuela y con cada día que pasaba crecía mi amor por ella y por su historia.
Desde entonces la cultura latina se ha convertido en parte de mi vida. A lo largo de los años he servido a y con latinos en toda clase de contextos: parroquias, hospitales, centros de retiro e incluso como capellán en una cárcel. Pero aún sigo aprendiendo. Recientemente, por ejemplo, me han invitado frecuentemente a dar  conferencias en Los Ángeles, donde los feligreses hispanos dan a las parroquias de la ciudad un espíritu muy diferente del de la parroquia de mi infancia a las afueras de Filadelfia. Durante un viaje a Santa Fe un amigo me llevó al santuario de Chimayo, un destino de peregrinaciones al que a menudo llaman el “Lourdes de América” (la historia del Lourdes original, en Francia, la narro en un capítulo más adelante). Y hoy trabajo en una revista semanal donde el español es tan frecuente como el inglés entre el personal administrativo, así que puedo seguir practicando el español que aprendí en la escuela secundaria.
Por eso cuando pienso en mi primer encuentro con la cultura latina en aquella pequeña escuela de Nueva York, donde también “aprendí” de verdad el español, pienso en el gran don que todo aquello fue para mí. De hecho, pienso en ello de una manera más específica; lo hago con una frase de Thomas Merton, el monje trapense a quién conocerán en las páginas de este libro. Merton dijo que leer la historia de Santa Teresa de Lisieux, la monja carmelita francesa del siglo XIX, fue “un gran don en el ámbito de la gracia”. Así es como entiendo la bienvenida que me han dado a sus vidas, a lo largo de los años, mis muchos amigos de habla hispana.  Su bienvenida ha sido “un gran don en el ámbito de la gracia”.
Ahora me gustaría devolverles ese gran regalo que me dieron dándoles la bienvenida a este libro. Es, esencialmente, la historia de mi relación con mis santos favoritos. Algunos de ellos es posible que ustedes ya los conozcan, como San Pedro, San Francisco de Asís, Santa Juana de Arco y, por supuesto, la Virgen María y San José. Puede que algunos les resulten familiares. Y otros quizá sean totalmente nuevos. Pero sean quienes sean, me gustaría presentárselos, o volvérselos a presentar, contándoles sus historias y cómo han influido en mi vida, a menudo de maneras sorprendentes. De esta forma intentaré corresponder a todos mis amigos de habla hispana que me presentaron a lo largo de los años tantos aspectos de su cultura latina. Al darles a ustedes la bienvenida a mi vida espero corresponder a quienes me dieron la bienvenida a la suya.
A pesar de que comencé a estudiar español hace más de 30 años sigo siendo un aprendiz, lo que explica el porqué otra persona tradujo este libro. Y sigo siendo un aprendiz también en lo que se refiere a los santos. Parece como si cada día aprendiese acerca de un santo nuevo.
En cualquier caso, en lo que se refiere a Dios, todos somos aprendices. Estamos aprendiendo el “lenguaje” de Dios, el cual Dios ha comunicado de muchas maneras. Dios habló primero mediante las maravillas de la creación. Después, mediante los grandes hombres y mujeres del Antiguo Testamento. Dios habló de la forma más clara a través de la historia de Jesucristo y continúa hablando mediante el Espíritu Santo. Pero hay otra manera mediante la que Dios habla: a través de los santos. Y una manera de aprender el lenguaje de Dios es leyendo las historias de los santos. Las vidas de los santos nos comunican el lenguaje de su amor por nosotros.
Este lenguaje es por supuesto algo que ninguno de nosotros habla perfectamente. Cometemos errores, no lo practicamos lo suficiente e incluso se nos olvidan las cosas. Pero, como sucede con cualquier lenguaje o idioma, si escuchamos cuidadosamente a quienes lo hablan pronto nos daremos cuenta de que no es tan difícil de entender. Y al escuchar a estar personas nos damos cuenta de que nosotros lo podemos hablar con más facilidad.
Y ahora, amigos míos, escuchemos juntos el lenguaje de Dios de las voces de quienes lo hablan perfectamente: los santos.

James Martin, SJ
Sábado Santo, 2009

 

1
El santo del cajón de calcetines
Una introducción

Cuando tenía nueve años, el placer más grande de mi vida era comprar cosas por correo. Todas las cajas de cereal que llenaban los estantes de nuestra cocina exhibían pequeños cupones en la parte de atrás; yo siempre los cortaba, los rellenaba con mi dirección y enviaba junto con uno o dos dólares. Unas semanas más tarde, dejaban en nuestro buzón un paquete envuelto en papel marrón a mi nombre. Nada me ilusionaba más.
Los anuncios más atractivos aparecían normalmente en revistas de historietas, pero rara vez guardaban similitud con lo que finalmente entregaba el cartero. El “Aterrador fantasma volador” que aparecía en la contratapa de una historieta del Hombre Araña resultaba ser una bola de plástico barata, una banda de goma y un trozo de papel de seda blanco. El “Vómito falso” no se parecía en nada a un vómito verdadero y la “Tarántula monstruosa” no era monstruosa en absoluto.
Lo peor de todo eran los “Sea Monkeys”. Los coloridos anuncios mostraban figuras acuáticas sonrientes (la más grande llevaba una corona dorada), brincando felizmente en una especie de ciudad acuática. Lamentablemente, mi espera de seis semanas tuvo un final decepcionante: los Sea Monkeys resultaron ser un paquete de huevos de renacuajo. Y aunque finalmente eclosionaron en una pecera, eran tan pequeños que resultaban casi invisibles y ninguno, hasta donde pude comprobar, llevaba corona. (La ciudad acuática de los Sea Monkeys estuvo a punto de ser destruida cuando estornudé accidentalmente sobre ella durante mi resfriado invernal de todos los años).
Otras compras resultaron más exitosas. Mi juguete del Tigre Tony nadador, cuya adquisición requirió que comiera varias cajas de cereales para poder juntar las tapas de cartón suficientes, sorprendió incluso a mis padres con sus habilidades natatorias. El tigre naranja y negro de plástico tenía brazos giratorios y patas que se movían locamente, y era capaz de avanzar en las aguas encrespadas del fregadero de la cocina. Un día, Tony, húmedo después de un baño, se escurrió entre mis dedos y cayó sobre el suelo de linóleo. Sus dos brazos se desprendieron, marcando el final de su corta carrera como nadador. Guardé al tigre sin brazos en la pecera de los Sea Monkeys, a quienes no pareció molestarles la compañía.
Pero, incluso teniendo en cuenta mi fascinación con las compras por correo, me resultaría difícil explicar qué me llevó a concentrar mis deseos infantiles en una estatua plástica de San Judas que había descubierto en una revista. No recuerdo de qué revista se trataba, ya que mis padres no tenían la costumbre de dejar abandonadas por la casa publicaciones católicas, pero, aparentemente, la fotografía de la imagen era lo suficientemente atractiva como para convencerme de poner $3,50 en un sobre. Esa suma no sólo representaba más de tres semanas de ahorro, sino que implicaba renunciar a una revista de historietas de “Archie”, un verdadero sacrificio en aquel momento.
Definitivamente no fue el interés de mi familia ni ningún conocimiento sobre San Judas lo que me atrajo hacia la imagen. No sabía nada sobre él, excepto lo que decía la revista: que era el santo patrono de las causas imposibles. Incluso si me hubiera interesado leer sobre él, no habría encontrado mucho material; a pesar de su popularidad, Judas sigue siendo una figura misteriosa. Aunque lo nombran como uno de los doce apóstoles de Jesús, sólo se lo menciona brevemente en todo el Nuevo Testamento. De hecho, hay dos listas de apóstoles que directamente lo excluyen; en su lugar, mencionan a un cierto “Tadeo”, lo que dio origen al nombre de “San Judas Tadeo”. Y para confundir aún más las cosas, también se nombra a un Judas como hermano de Jesús en el Evangelio de Marcos. Y aunque ciertas antiguas leyendas mencionan su trabajo en Mesopotamia, la Enciclopedia del Catolicismo declara con claridad: “No contamos con información confiable sobre esta oscura figura”.
Pero a mí no me importaba la historia de Judas. Lo que más me atraía era su posición como santo patrono de las causas imposibles. ¿Quién sabía la clase de ayuda que alguien como él podía prestarme? Una cosa era un tigre que podía nadar en el fregadero, y otra muy distinta un santo que podía ayudarme a conseguir todo lo que yo quisiera. Eso sin duda valía $3,50.
Pocas semanas más tarde, recibí un pequeño paquete que contenía una imagen de 23 centímetros color beige acompañada de un librito de oraciones para dirigirle a mi nuevo patrono. San Judas el Beige, que sostenía un garrote y llevaba una especie de escudo con un rostro grabado (supuestamente se trataba del rostro de Jesús, aunque no era fácil distinguirlo), recibió de inmediato el lugar de honor sobre el tocador de mi dormitorio.
En aquel tiempo, yo rezaba a Dios de vez en cuando, y sólo para pedirle cosas como “Por favor, concédeme un 10 en mi próximo examen”; “Haz que juegue bien en la Liga de béisbol este año”; “Que me desaparezca el acné antes de la fotografía escolar”. Consideraba que Dios era el Gran Solucionador de Problemas, el que arreglaba todo si yo rezaba lo suficiente, decía las oraciones correctas y rezaba de la manera adecuada. Pero cuando Dios no podía arreglar las cosas (lo que ocurría con más frecuencia de la que yo hubiese deseado), entonces recurría a San Judas. Me figuraba que si Dios no podía hacer nada al respecto, seguramente se trataba de una causa perdida y era el momento de llamar a San Judas.
Por fortuna, el librito que venía con la imagen de San Judas incluía numerosas oraciones adecuadas, e incluso una en latín que comenzaba con las palabras “Tantum ergo sacramentum..”. Esa oración la reservaba para las causas imposibles más importantes: exámenes finales y cosas por el estilo. Cuando realmente quería conseguir algo, rezaba tres veces “Tantum ergo sacramentum” de rodillas.
San Judas permaneció pacientemente sobre mi tocador hasta la escuela secundaria. Cuando mis amigos venían a casa, a menudo querían ver mi habitación (teníamos una extraordinaria curiosidad por saber cómo eran las habitaciones de los demás). Y, aunque para entonces ya le tenía mucho cariño a San Judas, no quería imaginar lo que pensarían mis amigos si descubrían la extraña imagen de plástico sobre mi tocador. Así que San Judas fue relegado al cajón de los calcetines y expuesto sólo en ocasiones especiales.
Mi fe fue otra de las cosas que, podríamos decir, fue relegada al cajón de los calcetines durante varios años. Durante la secundaria iba a misa más o menos todas las semanas; pero más tarde, en la universidad, lo hacía sólo de manera ocasional (aunque seguía rezándole al Gran Solucionador de Problemas). A medida que mi fe se volvía más y más débil, mi afinidad con San Judas comenzó a parecerme un poco infantil: tonta, supersticiosa y algo embarazosa.
Todo eso cambió cuando tenía veintiséis años. Insatisfecho con mi vida en el ambiente empresarial, empecé a pensar en hacer algo distinto (aunque en aquella época no tenía mucha idea de en qué podía consistir ser “algo distinto”). Lo único que sabía era que después de cinco años trabajando en el mundo empresarial estadounidense me sentía desgraciado y quería cambiar. A partir de ese sentimiento algo banal, sin embargo, Dios se puso manos a la obra. El Gran Solucionador de Problemas comenzó a trabajar con un problema que yo apenas percibía. En el momento apropiado, Dios me dio una respuesta para la pregunta que yo ni siquiera había formulado.
Una tarde, después de un largo día de trabajo, encendí la televisión al llegar a casa. La emisora local estaba pasando un documental acerca de un sacerdote católico llamado Thomas Merton. Aunque nunca lo había oído nombrar, en el programa aparecía toda clase de personas famosas contando la enorme influencia que Merton había tenido en sus vidas. A los pocos minutos de ver el programa, ya me había hecho la idea de que Thomas Merton había sido brillante, divertido, santo y completamente único. El documental fue tan interesante que me impulsó a buscar, comprar y leer su autobiografía, La montaña de los siete círculos, que cuenta la historia de su viaje, que lo llevó de joven sin rumbo a monje trapense. Me cautivó como pocos libros en toda mi vida.
Los siguientes dos años, cada vez que pensaba seriamente en mi futuro, la única opción que parecía tener sentido era entrar a una orden religiosa. Tuve, por supuesto, algunas dudas, algunos comienzos en falso, algunas indecisiones y preocupaciones de ponerme en ridículo; pero finalmente decidí renunciar a mi trabajo y, a los veintiocho años, entré a la Compañía de Jesús, una orden religiosa más conocida como los Jesuitas. Ha sido, por cierto, la mejor decisión que he tomado en mi vida.
Al iniciar mi noviciado con los jesuitas, me sorprendió descubrir que la mayoría de mis compañeros novicios tenían fuertes “devociones”, como solían llamarlas, a un santo u otro. Hablaban con evidente cariño de sus santos preferidos, casi como si los conocieran personalmente. Un novicio, por ejemplo, tenía mucho cariño por Dorothy Day, y la citaba libremente en nuestras reuniones comunitarias semanales. Otro mencionaba mucho a Santa Teresa de Lisieux. Pero aunque mis hermanos novicios eran sinceros en su devoción, y me relataban pacientemente las vidas de sus héroes y heroínas, la idea de rezar a los santos me parecía absolutamente supersticiosa. ¿Por qué hacerlo? Si Dios escucha nuestras oraciones, ¿para qué necesitamos rezar a los santos?
Esas preguntas fueron respondidas cuando descubrí una colección de biografías de santos que llenaba los chirriantes estantes de madera de la biblioteca de los novicios.
Hice mi primera elección como consecuencia de las serias recomendaciones de un novicio: “Tienes que leer Historia de un alma”, me decía (más bien, me presionaba). “Entonces entenderás por qué me gusta tanto Santa Teresita”.
En aquel momento sabía muy poco sobre la “pequeña flor”, como se la conoce, y la imaginaba como una violeta marchita: tímida, nerviosa y aburrida. Así que me sorprendí mucho cuando su biografía me reveló a una mujer llena de vida, inteligente y tenaz, alguien a quien me hubiera gustado conocer. Leer su historia me llevó a buscar otras biografías de santos, algunos muy conocidos, otros no tanto: San Estanislao Kostka, quien, a pesar de las encendidas protestas de su familia, caminó 720 kilómetros para entrar al noviciado jesuita. Santo Tomás Moore, cuyo magnífico intelecto y amor por su país no lo cegaron a la centralidad de Dios en su vida. Santa Teresa de Ávila, que decidió, para sorpresa de la mayoría y disgusto de muchos, reformar la Orden Carmelita. Y el papa Juan XXIII, quien, me complació descubrir, no era sólo compasivo e innovador, sino también ingenioso.
Poco a poco comencé a sentir cariño y ternura por esos santos. Comencé a verlos como modelos de santidad importantes para los creyentes de nuestro tiempo y a comprender la manera extraordinaria en que Dios actúa en la vida de las personas. Cada santo lo fue a su manera, lo que nos revela cómo Dios celebra la individualidad. Como escribe C. S. Lewis en Mero cristianismo: “Cuán monótonamente iguales han sido todos los grandes tiranos y conquistadores; cuán gloriosamente diferentes han sido todos los santos”.
Eso me proporcionó un enorme consuelo, porque me di cuenta de que ninguno de nosotros está llamado a ser otra Teresa de Lisieux, otro Juan XXIII u otro Tomás Moro. Estamos llamados a ser nosotros mismos, y a permitir que Dios trabaje en y a través de nuestra propia individualidad, nuestra propia humanidad. Como dijo Santo Tomás de Aquino: la gracia supone la naturaleza.
Además, entre los santos encontré compañeros, amigos a los que recurrir cuando necesitaba ayuda. Mi director de noviciado me dijo que él consideraba a los santos como hermanos mayores a los que podía acudir cuando necesitaba consejo. En su libro The Meaning of Saints [El significado de los santos], el teólogo católico Lawrence S. Cunningham sugiere que los santos también actúan como nuestros “testigos proféticos”, animándonos a vivir más plenamente como discípulos cristianos. Por supuesto, algunos podrán afirmar (y lo hacen) que sólo necesitamos a Jesús. Y eso es cierto: Jesús lo es todo, y los santos entendieron eso mejor que nadie.
Pero Dios, en su sabiduría, también nos dio a estos compañeros de Jesús para que caminen con nosotros; así que, ¿por qué no aceptar el regalo de su amistad y su aliento? Y no hay razones para sentir que nuestra devoción a los santos nos distrae de la devoción a Jesús: todo lo que los santos dicen y hacen está centrado en Jesús y nos encaminan en su dirección. Un día, durante la misa en la capilla del noviciado, escuché (como si fuera la primera vez) una plegaria de acción de gracias a Dios por los santos: “Tú renuevas a la Iglesia en cada edad, suscitando hombres y mujeres santos, testigos vivos de tu amor inmutable. Ellos nos inspiran con sus vidas heroicas y nos ayudan con sus constantes oraciones a ser el signo viviente de tu poder salvador”. Y pensé: Sí.
Al leer las vidas de los santos también descubrí que en sus historias muchas veces podía reconocerme o reconocer partes mías. Ése es el aspecto de sus vidas que más me gusta: ellos lucharon con las mismas debilidades humanas que tenemos todos. Saber eso, a su vez, me anima a pedirles ayuda en determinados momentos y para determinadas necesidades. Sé que Thomas Merton luchó intensamente contra el orgullo y el egoísmo, así que, cuando yo también los combato, pido su intercesión. Cuando estoy enfermo suelo rezarle a Teresa de Lisieux; ella entendía lo que era batallar con la autocompasión y el aburrimiento en la enfermedad. Para conseguir valor le rezo a Juana de Arco. Para la compasión, a Luis Gonzaga. Para tener mejor sentido del humor y poder apreciar las tonterías de la vida, le rezo al papa Juan XXIII.
Sorprendentemente, pasé de ser una persona que se avergonzaba por su cariño a los santos a otra que los considera una de las alegrías de la vida. Incluso después del noviciado, mientras continuaba con mi formación como jesuita, seguía leyendo sobre los santos y disfrutaba cuando descubría uno nuevo. Los buenos amigos nunca son demasiados.
Ahora estoy presentando a mis santos favoritos y, así, me presento a mí mismo. Es curioso, pero la manera en que descubrimos a un santo a menudo es similar a cómo descubrimos un nuevo amigo. Quizás escuchamos un comentario admirable acerca de alguien y pensamos: Me gustaría conocer a esa persona, como me ocurrió cuando comencé a leer sobre la historia católica inglesa y supe que quería conocer a Tomás Moro. Quizás alguien que sabe que disfrutaremos con la compañía de determinada persona nos la presente, como hizo aquel novicio con Teresita. O quizás nos encontremos con alguien totalmente al azar durante nuestra vida cotidiana. Leí las Confesiones de San Agustín recién durante mis estudios de filosofía como jesuita, y me enamoré de sus escritos y su manera de hablar sobre Dios.
Eso es este libro: una introducción personal a algunos de mis santos favoritos, personas y compañeros santos (técnicamente, un “santo” es alguien que ha sido canonizado o reconocido oficialmente por la Iglesia como una persona que ha llevado una vida santa, que disfruta de la vida eterna en el paraíso con Dios y que es digna de ser venerada públicamente por los fieles). En los últimos años, cada vez que me sentí particularmente cerca de un santo, dediqué un tiempo a escribir sobre las cosas que me atraían de él. Algunos de estos ensayos reflejan una devoción basada en las acciones públicas y en los escritos conocidos de un santo; otros surgen de una reacción más personal frente a la parte menos conocida de sus vidas: un suceso pequeño, casi desapercibido de sus vidas que me afectó profundamente.
Este libro está organizado cronológicamente: presento a los santos siguiendo más o menos el orden en que los encontré. De esta manera espero que, mientras lean sus vidas, puedan seguir el progreso de mi propio viaje espiritual. Un sólo capítulo puede abarcar años e incluso décadas. Por ejemplo, conocí a Santa Bernardita durante el noviciado, pero fue recién quince años más tarde, durante una peregrinación a Lourdes, cuando profundicé más íntimamente en su historia.
Estas reflexiones no pretenden ser biografías completas y eruditas de estos héroes espirituales. Son, más bien, meditaciones sobre la manera en que un cristiano se relaciona con estas personas santas: cómo los conocí, qué es lo que me inspira de sus historias y qué repercusión han tenido en mi propia vida.
Al comienzo de este ensayo dije que no estaba seguro de qué motivó mi afinidad con San Judas. Pero, cuanto más lo pienso, sé que fue Dios quién la causó. Dios actúa de muchas maneras extrañas, y motivar a un niño para que comience una vida de devoción a los santos a través del anuncio en una revista es sólo una de ellas. Pero la gracia es gracia y cuando reflexiono sobre mi vida, doy gracias por haberme encontrado con tantos santos maravillosos que rezan por mí, me consuelan, me dan ejemplos de discipulado y me ayudan a lo largo del camino.
Todo esto, me gusta pensar, se lo debo a San Judas, que durante todos aquellos años, guardado dentro del cajón de los calcetines, rezó por un niño que ni siguiera sabía que rezaban por él.

 

2
Hija de Dios
Juana de Arco

P. ¿Cómo sabe que son Santa Margarita y Santa Catalina las que le hablan?
R. Ya les he dicho muchas veces que son Santa Margarita y Santa Catalina. Créanme si les parece.
Transcripción del
juicio de Juana de Arco

Alos doce años tuve que tomar una importante decisión: ¿francés o español? En nuestro colegio, el programa de idiomas comenzaba en séptimo grado; la idea era que los estudiantes continuaran con su formación durante la secundaria y que adquirieran una fluidez que les permitiera cambiar su puesto en el consejo de estudiantes por otro en las Naciones Unidas. En la actualidad, la decisión sería más fácil, pero en la década de los setenta el español aún no se había convertido en el segundo idioma de los Estados Unidos. Fue muy complicado, mi primera decisión “adulta” y una que, pensaba, tendría posiblemente consecuencias drásticas que podrían incluso llegar a cambiar mi vida.
“Lo que tú quieras”, dijo mi madre, ex profesora de francés que solía cantarnos canciones francesas a mi hermana y a mí mientras cocinaba (yo sabía de qué lado estaba). Mi padre, por otro lado, hablaba español con fluidez y en la época de mi gran decisión comenzó a mencionar a todas las personas de su oficina con las que conversaba en español.
Me gustaría decir que elegí francés porque parecía más misterioso, o más elegante, o más internacional, o, mejor aún, porque tenía la intuición de que muchos de los santos que llegaría a amar serían franceses, y que incluso de adolescente albergaba esperanzas de poder viajar algún día a Lourdes o leer la autobiografía de Teresa de Lisieux en su idioma materno. Pero todo eso sería una mentira. Elegí francés porque vi uno de los libros de texto de ese idioma y me pareció más delgado, y por lo tanto más fácil, que el de español.
Así que pasé los siguientes tres años en Plymouth Junior High School con el señor Sherman, nuestro ultra delgado y elegantísimo profesor de francés, que llevaba barba de chivo e insistía en que siempre lo llamáramos “monsieur Sherman”.
El primer día de clase los alumnos de séptimo grado recibimos nuestros nombres franceses. Monsieur Sherman recorrió los pasillos preguntando nuestros nombres y bautizándonos con nombres nuevos. La mayoría eran traducciones directas: yo me convertí en Jacques Martin y mi amiga Peggy en Marguerite. Mi amiga Jeanne conservó su nombre, pero con una pronunciación más agradable: Shaann, en lugar de Sheenee.
Aprender un nuevo idioma era un placer. Atornillar mis labios para pronunciar u y tragarme la lengua para la r era novedoso, diferente y divertido. Y a los doce años, mi mente todavía era capaz de memorizar largas columnas de vocabulaire y páginas repletas de conjugaciones verbales. Mis compañeros y yo pasamos los siguientes tres años con monsieur Sherman, haciendo dictados, mejorando nuestro vocabulaire, completando oraciones, analizando ensayos, representando pequeñas obras, dando discursos y mirando películas antiguas (de 1950) sobre Francia y la cultura francesa.
Los libros de texto y películas, sin embargo, hacían que me preguntara por qué los franceses tenían conversaciones como la siguiente:

Marie-Anne: Hola.
Le professeur: Hola.
Marie-Anne: ¿Cómo está?
Le professeur: Bien, gracias.
Marie-Anne: ¿Dónde está el libro?
Le professeur: El libro está en la biblioteca.
Marie-Anne: Gracias.
Le professeur: De nada.
Marie-Anne: Adiós.
Le professeur: Adiós.

Francia parecía un lugar aburrido. Aparentemente, los franceses no tenían mucho de que hablar. “¿Dónde está el libro?” no es una pregunta que estimule una conversación. No me sorprendía que Marie-Anne decidiera marcharse. A propósito, Marie-Anne era la estrella de nuestro libro de texto, Je Parle Français [Yo hablo francés], y pasaba la mayor parte de sus días pidiendo libros, haciendo extensos comentarios acerca del clima y enumerando a sus amigos con todo detalle cada una de las prendas que planeaba llevar para las vacaciones. “¡Aquí está mi camisa!” solía exclamar. “¡Y aquí está mi sombrero!”
Como les sucede a muchos estudiantes de idiomas extranjeros, todavía recuerdo casi perfectamente una sorprendente cantidad de conversaciones artificiales de los libros y películas, ya que fueron las primeras en dejar huella en mi mente de doce años.
Al terminar el primer año, monsieur Sherman nos mostró su preciada colección de diapositivas, con fotografías que había sacado durante su último viaje a su amada Francia. Por lo que recuerdo, había pasado mucho tiempo cerca del Louvre y entrando y saliendo del metro de París. Una de las diapositivas mostraba a una joven a lomos de un reluciente caballo en otra ciudad francesa.
—Jeanne d’Arc —dijo. Pero antes de que pudiera preguntarle quién era… click, estábamos en Chartres.
Después de los tres años con monsieur Sherman, mis compañeros y yo pasamos al colegio secundario, y la misma cohorte tuvo clases con madame Paulos y madame Ramsey. Madame Paulos tenía un particular interés en la filosofía francesa, así que sus alumnos de décimo curso leían mucho a Jean-Paul Sartre; es probable que hayamos sido los únicos existencialistas de quince años en toda la región. Gracias a sus esfuerzos, cuando comencé la universidad no sólo podía conjugar el plus-que-parfait (algo que no era capaz de hacer en inglés), sino que también pude, cuando mi compañero de habitación me dijo orgullosamente que estaba leyendo a Sartre, exclamar con arrogancia pero con sinceridad: “Sí, yo lo leí en décimo curso. ¡La versión original!”
En la universidad estudié economía en la facultad Wharton. Y aunque nos quedaba poco tiempo para materias optativas, sabía que quería continuar con francés. Durante el primer año me anoté en un curso de “Gramática francesa intermedia”. Pero como las clases incluían temas que yo ya había aprendido en la secundaria, decidí que quería desafíos más grandes. Así que me anoté en “Conversación avanzada en francés”, seguro de que podría mantener conversaciones sobre algo más que libros, bibliotecas y prendas de vestir.
Por desgracia, no me di cuenta de que en una clase de conversación francesa en una universidad grande es más que probable que los participantes no hayan aprendido el idioma en su colegio suburbano de Filadelfia, como yo, sino en Francia, donde crecieron. Mi clase estaba completamente poblada por nativos franceses cuya conversación resultó en verdad avanzada.
Después de todo aquel francés, ardía de impaciencia por probarlo más allá de un salón de clases. Así que, después de mi graduación, decidí viajar a Europa.

A pesar de mis gastos universitarios, había logrado ahorrar algo de dinero. Y para cerrar el trato, mis padres me hicieron el regalo de graduación perfecto: el dinero necesario para comprar un Eurailpass de un mes. Y, felizmente, una de mis amigas del colegio secundario, Jeanne, o Shaann, quiso unirse al recorrido por el Viejo Continente.
Fue un viaje despreocupado (la primera vez que viajaba al extranjero) que nos llevó a Londres, París, Roma, Florencia, Venecia, Viena y nuevamente a Londres. Visitamos todos los lugares tradicionales, incluyendo un gran número de catedrales. Jeanne había sido criada como cuáquera en Filadelfia, así que yo pude actuar como si lo supiera todo sobre iglesias católicas (lo que por supuesto no era verdad). Durante nuestra estancia en Florencia me puse furioso cuando nos impidieron entrar a la magnífica catedral renacentista debido a nuestro atuendo inapropiado: pantalones vaqueros cortos y camisetas. Lleno de injusta indignación, le dije a Jeanne (con palabras que recuerdo avergonzado):
—Le doy un dólar a la Iglesia cada vez que voy a misa. ¡Merezco que me dejen entrar!
A pesar de nuestros años de francés, a Jeanne y a mí nos costó hacernos entender en París. En un café, reunimos nuestra mejor pronunciación, con muchas r y u que habrían hecho sentir orgulloso a monsieur Sherman, y pedimos un plato de fruits (frutas): en lugar de eso, obtuvimos un pato de grasosas frites (papas fritas). Pero fuimos capaces de movernos por la ciudad y disfrutar de los lugares más importantes. En Notre Dame pasé tanto tiempo en la tienda de recuerdos como en la misma catedral, comprando un costoso rosario de cuentas negras.
En un momento dado, pasamos frente a una estatua dorada de Santa Juana de Arco, montada a caballo, reluciente en la luz matinal de la Place des Pyramides.
—Tu santa patrona —le dije a Jeanne.
Irónicamente, nos hizo acordarnos de nuestro hogar: hay una copia de la misma estatua en Filadelfia, no lejos del museo de arte de la ciudad. Allí se ve a la orgullosa y resuelta Juana sobre su corcel dorado, sosteniendo desafiante un estandarte en medio de los automóviles y autobuses que pasan velozmente a su lado, camino a la ciudad.
Mientras sacábamos fotos de la estatua, Jeanne me preguntó qué sabía de Juana de Arco. Avergonzado, admití que no mucho. Recordaba vagamente que monsieur Sherman la había mencionado en la clase de francés. Era una mujer joven (¿qué tan joven?), que oía voces (¿de quién?), que dirigió al ejercito francés a la victoria (¿contra quiénes?), murió quemada en la hoguera (¿por qué exactamente?) y fue declarada santa (¿cuándo?).
De vuelta en casa, decidí que regresaría a Europa. Quería ver muchas más cosas. Ya había gastado todos mis ahorros, pero decidí que volvería en cuanto juntara el dinero necesario en mi nuevo trabajo en General Electric.
Tres años más tarde y más rico, invité a viajar a otra amiga de la secundaria, Peggy, o Marguerite. En aquel momento, Peggy y yo estábamos absortos en la literatura de la Primera Guerra Mundial. Éramos admiradores del libro The Great War and Modern Memory [La gran guerra y la memoria moderna], escrito por Paul Fussell, uno de nuestros profesores en Penn. Su libro, un estudio de cómo aquella guerra influenció a toda una generación de escritores, me había lanzado en un recorrido literario que incluía la autobiográfica Adiós a todo eso, de Robert Graves, Memorias de un oficial de infantería, de Siegfried Sassoon, y la poesía de Edmund Blunden, Rupert Brooke y Wilfred Owen.
La verdad es que no era un interés que Peggy y yo pudiéramos compartir fácilmente con muchos otros: la literatura de la Primera Guerra Mundial no es la clase de tema que surge en cócteles y fiestas.
Peggy sugirió que hiciéramos un viaje de dos semanas para visitar los principales campos de batalla de la Primera Guerra Mundial en Bélgica, el norte de Francia, Ypres, Passendale y Verdún.
Discutimos nuestros planes una noche, en casa de mis padres, con un viejo mapa Michelin desplegado sobre la mesa de la cocina. Pero cuanto más hablábamos de nuestros planes, más morbosa parecía nuestra pequeña odisea. Y cuanto más analizábamos nuestro recorrido por los fantasmales campos de batalla (que, después de todo, eran cementerios), más atraída se veía nuestra atención por otros lugares cercanos muy diferentes: Chartres y Reims, la región de Champagne en Francia y, sobre todo, los castillos del valle del Loira.
Y ahí fue donde terminamos. Cambiamos nuestro interés de conocer más sobre los horrores de la Primera Guerra Mundial por otro igualmente apasionado de ver la belleza de los antiguos viñedos, las catedrales medievales y los châteaux renacentistas de Francia.
Al igual que en el primer viaje, disfrutamos de unas semanas maravillosas. Alquilamos un auto en París y nos dirigimos hacia el sur, de ciudad en ciudad y castillo en castillo, deteniéndonos dónde y cuándo nos parecía. Nuestra destreza con el francés pareció regresar milagrosamente y los habitantes del valle de Loira fueron más compasivos que los parisinos con nuestra pronunciación de la secundaria.
Pero todavía se producían errores en el sistema. Una tarde, yo decidí que viajaría a Chartres en tren, mientras Peggy lo haría en auto desde París. Cuando salía de la ciudad, se perdió y se detuvo para pedir indicaciones.
Por desgracia, confundió el verbo chercher (buscar) con trouver (encontrar). Condujo por París, bajando la ventanilla del auto cada pocos minutos para decir: “Je trouve la rue de Chartres” (“Encuentro la carretera a Chartres”). No hace falta decir que la mayoría de los parisinos recibieron la noticia del descubrimiento de Peggy con un indiferente encogimiento de hombros. Un hombre le dijo: “Felicitaciones”.
—Monsieur Sherman se habría horrorizado —me dijo al día siguiente.
Hacia la mitad de nuestro viaje, el 1.° de noviembre, Fiesta de Todos los Santos, Peggy y yo llegamos a Orleáns. La ciudad se alzaba en medio de castillos que nos interesaban: Chenonceaux, Chambord y Chinon. Agotados, llegamos a última hora de la tarde y buscamos habitaciones y una buena cena en una pequeña pensión llamada Hotel de Berry, cerca del centro de la ciudad. Planeábamos pasar el día siguiente recorriendo los castillos cercanos antes de seguir viaje rumbo a Reims.
A la mañana siguiente abrimos nuestra guía y leímos la sección dedicada a Orléans. Yo no sabía prácticamente nada sobre la ciudad, excepto que tenía alguna vaga conexión con Juana de Arco. La guía contaba su historia.

Nacida durante la Guerra de los Cien Años, en una época de conflicto entre las casas de Orleáns y Borgoña, la joven campesina Juana oía las voces de tres santos (Miguel, Margarita y Catalina) que la instaban a salvar Francia. Al principio, pocos prestaron atención a las afirmaciones de Juana acerca de su misión. Pero después de predecir con éxito ciertas derrotas, ser recibida por el príncipe heredero (conocido como “el Delfín”) y ser cuidadosamente examinada por un grupo de importantes teólogos, se decidió que debía unirse a la batalla contra los ingleses.
En abril de 1429, Juana pidió y recibió apoyo militar para liberar la capturada Orleáns, sitiada por los ingleses desde octubre del año anterior. Después de convencer al Delfín de que le proporcionara tropas, ella misma dirigió el ejército, enfundada en una armadura blanca y blandiendo un estandarte con la imagen de la Trinidad y la leyenda “Jesús, María”. A pesar de que ella fue alcanzada en el hombro por una flecha inglesa, el ejército de Juana liberó a la ciudad el 8 de mayo. Las tropas inglesas abandonaron la ciudad y los fuertes ingleses cercanos fueron capturados. Desde 1430, se conmemora la victoria en Orleáns. Y de ahí viene el título de Juana: “Doncella de Orleáns”.
Después de otra campaña militar, Juana fue orgullosa testigo de la coronación del Delfín como Carlos VII, Rey de Francia, en la catedral de Reims. A ella, sin embargo, la hicieron a un lado de manera grosera los cortesanos reales y los cada vez más celosos miembros del ejército (todos varones). En una batalla siguiente, la Doncella fue capturada por tropas borgoñesas que la vendieron a sus aliados británicos. El nuevo Rey, sugestivamente, no intervino. Juana fue enviada a prisión durante un año e interrogada por una corte eclesial que simpatizaba con sus enemigos, y una corte eclesial inglesa intentó condenarla por los cargos de brujería y herejía. (Su negativa a vestir ropas de mujer enfurecía a los jueces).
El 21 de febrero de 1431, Juana compareció ante una corte eclesial presidida por el obispo de Beauvais, un hombre llamado Cauchon, que obedecía a los ingleses. Después de un extenso interrogatorio en Rouen que abarcó seis audiencias públicas y nueve privadas, se confeccionó un inexacto resumen de las declaraciones de Juana y se presentó a los jueces y funcionarios de la Universidad de París. Juana se había reafirmado en su historia sobre las voces y la guía divina pero, como escribe Richard McBrien en su Lives of the Saints [Vidas de los santos], “su falta de sofisticación teológica la llevó a cometer errores perjudiciales”. Fue denunciada como hereje.
Aunque amenazada con la tortura, Juana se negó a retractar ninguna de sus declaraciones. Pero más tarde, enfrentada a una enorme multitud para ser sentenciada, se sintió intimidada e hizo una especie de retractación (cuyos detalles todavía se debaten). De regreso en su celda, sin embargo, recuperó la confianza y revocó su declaración: volvió a aparecer desafiantemente vestida con ropas de hombre y declaró su convicción de que era Dios quién la enviaba. El 29 de mayo fue condenada como hereje reincidente y entregada a las autoridades seculares. Juana fue quemada en la hoguera al día siguiente. Sus últimas palabras fueron “Jesús, Jesús”.
Sus cenizas, como se indica en el Vidas de los santos de Butler, “fueron arrojadas con desprecio al río Sena”.
Después de leer la escueta historia en la guía, de pasar tiempo en la ciudad que ella había liberado y de observar la simple estatua de bronce en la plaza frente al Hotel Groslot en Orleáns (Juana está con la cabeza inclinada, con una mirada afligida en su rostro mechado por la herrumbre), me sentí ansioso por saber más sobre ella.

Cuando regresé a casa, decidí leer más sobre su vida. Como consecuencia de esa decisión, Juana fue la primera santa que se convirtió en algo más que en una imagen en una vidriera de colores o un nombre sobre la puerta de una iglesia. Después de investigar un poco, adquirí un ejemplar de Santa Juana de Arco, la biografía bellamente escrita por Vita Sackville-West en 1936, que ofrece una perspectiva comprensiva de la santa y de los complicados tiempos en los que vivió.
Poco después de terminar de leer el libro, me enteré de que daban por televisión Juana de Arco, la película de Victor Fleming. Después de verla, mi imagen mental de una Juana de rostro triste en medio de la plaza de Orleáns fue reemplazada por Ingrid Bergman: vestida con una brillante armadura plateada, montada en su caballo blanco, su silueta recortada contra un cielo de un azul imposible característico de los escenarios de Hollywood. O arrodillada frente al Delfín, representado por José Ferrer, que observa a la estrella con arrogancia por sobre su portentosa nariz. O atada con cuerdas en la hoguera, mientras le acercan a los labios una delgada cruz de madera para un último beso. Esa Juana era hermosa, luminosa, romántica.
Lo más probable es que se trate de una imagen idealizada. Después de analizar las evidencias, Vita Sackville-West escribe en su biografía: “Podemos suponer, por lo tanto, que se trataba de una joven fuerte, saludable, sencilla y robusta”. Esa simpleza, podemos adivinar leyendo entre líneas, fue posiblemente una de las características que evitó que Juana fuera objeto del inevitable deseo sexual de sus compañeros soldados durante las largas campañas. No hace mucho, el descubrimiento de la armadura de Juana (perforada en los lugares correspondientes a sus heridas) dejó en claro que, aunque probablemente robusta, era una mujer pequeña. Después de todo, sólo tenía dieciséis años cuando se presentó ante el Delfín. Ciertamente, no se parecía a Ingrid Bergman. Quizás por su estatura se pareciera más a la Santa Juana de Jean Seberg.
En el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York se encuentra un cuadro de Juana, pintado a finales del siglo XIX por Jules Bastien-Lepage. El museo se encontraba a pocas manzanas de mi nuevo apartamento en Manhattan y después de mi viaje a Orleáns comencé a visitarlo con frecuencia.
Me sentí cada vez más atraído por este hermoso cuadro. Juana escucha atentamente las voces de los santos, que aparecen como entretejidos en el denso follaje de árboles en el jardín de la casa de sus padres en Domrémy. San Miguel, con su armadura, flota sobre un árbol y sostiene su espada. Santa Catalina, con una guirnalda de flores blancas en sus cabellos, reza. Santa Margarita es apenas visible. Juana aparece en el lado derecho del cuadro, con sus enormes ojos grises brillando y su brazo izquierdo extendido, como si esperara órdenes. Esta Juana de cabellos oscuros es escultural, terrena y esplendorosa.
Pero no eran tanto estas potentes imágenes visuales como la maravillosa falta de lógica de su historia lo que me atraía. Jehanne la Pucelle, una joven campesina (que no sabía ni leer ni escribir y, más tarde, no pudo firmar su confesión: en lugar de eso, garabateó una cruz), oye las voces no de uno sino de tres santos que le ordenan que comande al ejército francés para obtener la victoria sobre los ingleses. Los santos le dicen que se vista como un hombre, como un soldado. Ella lo hace. Viaja para conocer al Delfín y, enfrentada a una irritante demostración de frivolidad real, lo reconoce entre todos los cortesanos, se arrodilla a sus pies y le cuenta cierto secreto, un secreto tan importante (y todavía desconocido) que convence de inmediato al joven y débil príncipe sobre la rectitud de la causa de Juana. Después (agregado como una ocurrencia de último momento en algunos displicentes relatos sobre su vida), conduce al ejército a la victoria. Reza a Santa Catalina para que cambie el viento durante la batalla en Orleáns. El viento cambia. El Delfín es coronado como el rey Carlos VII en Reims. Todo como Juana había dicho.
Pero el viento vuelve a cambiar. El nuevo rey resulta inconstante y decide no prolongar la increíble cadena de victorias militares de Juana. Como recompensa por sus logros es excomulgada por la Iglesia, que siempre había sospechado de su confianza en “voces”. Los ingleses queman a la Doncella como si fuera una bruja (la leyenda dice que, sin embargo, su fuerte corazón no fue consumido por las llamas).
Cada santo tiene un atractivo particular para los creyentes. ¿Cuál es el de Juana? ¿Su juventud? ¿Su valor militar? ¿Su valentía al enfrentarse a sus críticos y verdugos? Para muchos, es su voluntad de ser, según las palabras de San Pablo, una tonta por Cristo. A pesar de las muchas veces que hayamos oído su historia, la audacia de su plan, basado en indicaciones de voces celestiales, sigue siendo impresionante siglos más tarde.

Veinte años después de mi descubrimiento de Juana, comencé a dirigir un club mensual de lectura para jóvenes en una parroquia jesuita en la ciudad de Nueva York. El grupo estaba formado por jóvenes de veintitantos años, varones y mujeres, que se reunían para discutir libros de interés para jóvenes católicos. Una tarde por semana nos reuníamos para comer una pizza y luego pasábamos una hora hablando sobre lo que habíamos leído durante ese mes.
Me aficioné rápidamente a estas reuniones. Eran una manera sencilla para que los jóvenes de la parroquia conocieran toda clase de libros y autores. Leímos obras de espiritualidad, teología, ficción, biografías, historia y autobiografías; y, cada Navidad, uno de los cuatro Evangelios. A lo largo de los años vimos a Thomas Merton, Walker Percy, Willa Cather, Flannery O’Connor, Henri Nouwen, Dorothy Day, Andre Dubus, Ron Hansen y Kathleen Norris y también escritores menos conocidos pero con no menos talento. Y en una ciudad a menudo solitaria, las reuniones también eran un lugar en el que los jóvenes podían encontrar una comunidad de forma natural. A mí me complacía estar con el grupo, y ofrecía ocasionalmente mis propias perspectivas sobre los libros pero sobre todo escuchaba sus discusiones acerca de lo que significaba ser católico para ellos mismos.
Las reuniones también eran fuente de un humor involuntario. Después de una larga discusión acerca del Evangelio de Marcos, noté que una joven, normalmente muy conversadora, permanecía en silencio. Cuando le pregunté qué le había parecido el evangelio de Marcos, me contestó que prefería no contestar porque temía ofenderme.
Aunque le aseguré que muy pocas cosas que pudiera decir me ofenderían, no cambio de opinión.
—No te preocupes —le dije—. Estoy seguro de que a esta altura ya lo he oído todo. ¿Qué te pareció el Evangelio?
—Bueno —dijo ella—. ¡No me gustó mucho Jesús!
Todos se echaron a reír (algunos escandalizados). Pero cuando le aseguré que era normal tener reacciones fuertes frente a Jesús (le había parecido excesivamente duro en algunos pasajes), sus tajantes comentarios desembocaron en una honesta discusión acerca de las reacciones que los contemporáneos de Jesús pudieron haber tenido con él.
Un mes, seleccioné la pequeña biografía Juana de Arco escrita por la novelista católica Mary Gordon. Su libro presenta a Juana como una especie de santa feminista. Para muchos de los participantes, aquella fue la primera introducción seria a Juana. Imaginé que sabían tan poco de ella como yo cuando contemplé por primera vez su estatua en París.
Durante la discusión, la misma joven parecía inquieta. Finalmente habló.
—Me gustaría que me aclarara algo —dijo—. Juana de Arco fue un soldado que dirigió batallas. ¿Por qué entonces es una santa?
Su pregunta merecía una cuidadosa respuesta. Quería explicarle que Juana estaba entregada a Jesucristo, a la oración, a los sacramentos, a la Iglesia y a sus santos. Que creía en Dios incluso cuando Dios le pidió que llevara a cabo algo aparentemente imposible. Que perseveró durante circunstancias extremas y, finalmente, logró lo imposible. Que inspiró la confianza de príncipes, soldados y campesinos por igual. Que sufrió privaciones físicas en nombre de su causa: liberar a los cautivos. Que siguió amando a la Iglesia incluso cuando era perseguida por ella. Que fue lo suficientemente humana como para vacilar delante de sus jueces, pero lo suficientemente fuerte (y humilde) como para retractarse. Que murió mártir con el nombre de Jesús en los labios.
Antes de que pudiera ofrecer mi explicación, uno de los jóvenes dio una explicación diferente, más simple y sabia. Una respuesta que satisfizo a quien había hecho la pregunta y me silenció como imagino que Juana debió haber silenciado a sus jueces hace cinco siglos.
—Juana era santa —contestó— porqué confió.
Una respuesta excelente. Pero, para mí, Juana es una santa cuyo misterioso atractivo va más allá de su notable confianza. A menudo me pregunto por qué me siento tan atraído por ella. Puede que una de las razones sea que es la primera santa que realmente “conocí”, y su historia quedó grabada de manera imborrable en mi alma, como aquellas palabras francesas que aprendí en séptimo curso quedaron en mi memoria. Y como mi introducción al idioma francés en el colegio, la historia de Juana también me introdujo a un nuevo lenguaje: el lenguaje especial de los santos, compuesto por verbos tales como creer, rezar, atestiguar y los sustantivos de sus acciones: humildad, caridad, ardor. Juana de Arco tiene un lugar único en mi vida espiritual por ser la primera santa que conocí. A menudo, lo que aprendemos primero es lo que mejor recordamos.
Sin embargo, Juana me confunde tanto como me atrae. Actúa como una joven loca, oye voces, deja a su familia, va a la guerra y muere en nombre de alguien a quien no puede ver. Su historia es más profundamente distinta que la historia de casi cualquier otro santo en este libro (y eso ya es bastante decir, como verán). Incluso San Francisco de Asís iría mejor con el mundo de hoy que Juana. Para mucha gente, Francisco parecería mucho más atractivo e irresistible, como la Madre Teresa. A Juana, sin embargo, probablemente se la consideraría loca.
Pero mi deseo de seguir a Dios estaba recién comenzando a tomar forma cuando vi la estatua de Juana en Orleáns. En aquel momento, iba a misa habitualmente y prestaba atención a los evangelios. Mi vida parecía un poco loca, y yo me sentía un poco como Juana: no oía voces, por supuesto, pero mi atracción por la religión era algo loco en lo que tenía que confiar de todos modos. La fe era algo razonable y absurdo al mismo tiempo. Juana encontró su camino hacia Dios oyendo un lenguaje que nadie más podía oír, y por eso es el modelo perfecto para alguien que se encuentra al comienzo de un viaje de fe. Ella no tenía idea de qué camino debía tomar para llegar a su destino, y yo tampoco lo tenía entonces.
Pero, como mi amiga Peggy descubrió cuando se perdió rumbo a Chartres, el camino que buscamos es, a menudo, el camino que ya hemos encontrado.
 

Table of Contents

Indice

        El lenguaje de los santos..............    xiii
        Introducción a la edición en español

    1.    El santo del cajón de los calcetines    1
        Una introducción
    2.    Hija de Dios    11
        Juana de Arco
    3.    Drama interior    27
        Teresa de Lisieux
    4.    El verdadero ser    41
        Thomas Merton
    5.    Ad Majorem Dei Gloriam    71
        Ignacio de Loyola
    6.    Más que nunca    101
        Pedro Arrupe
    7.    En la gruta de Massabieille    123
        Bernardita Soubirous
    8.    Compartan esta alegría con todos los que encuentren    149
        Madre Teresa de Calcuta
    9.    Vicario de Cristo    175
        Papa Juan XXIII
    10.    Vivir en su mundo    205
        Dorothy Day
    11.    Porque soy un pecador    225
        Pedro
    12.    Fides Quaerens Intellectum    249
        Tomás de Aquino
    13.    Locos por Cristo    267
        Francisco de Asís
    14.    Vidas ocultas    293
        José
    15.    Quien en Dios confía    309
        Mártires de Uganda
    16.    Mi posesión más querida    327
        Luis Gonzaga
    17.    Llena de gracia    341
        María
    18.    Santos de manera diferente    367
        Conclusión

        Sugerencia de lecturas    387
        Agradecimientos    401
 

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