Presunto inocente

Presunto inocente

by Scott Turow

Narrated by Mario Díaz Mercado

Unabridged — 22 hours, 4 minutes

Presunto inocente

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by Scott Turow

Narrated by Mario Díaz Mercado

Unabridged — 22 hours, 4 minutes

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Overview

Un thriller judicial apasionante sobre la delgada línea que separa el bien y el mal.

Una novela que muestra los mecanismos, la psicología, la lógica del mundo de la justicia con tanta verosimilitud que enganchará a sus lectores.

¿Quién mató a Carolyn Polhemus? La enérgica, fascinante, sensual y ambiciosa ayudante del fiscal general, Raymond Horgan, ha sido violada y asesinada casi al final de la campaña de su jefe por la reelección. Horgan necesita que el crimen sea esclarecido lo antes posible y para conseguirlo confía las investigaciones del caso a Rusty Sabich, un reputado miembro de su oficina.

Lo que Horgan desconoce es que, pocos meses antes del asesinato, Carolyn y Rusty eran amantes. Sabich es un hombre melancólico, apasionado y, sobre todo, solitario. En la frontera de los cuarenta, se ha dado cuenta de que su matrimonio y su carrera se han estancado, y ha volcado sus sentimientos en su hijo Nat, y en la angustiosa fantasía vivida con Carolyn, un romance que ella rompió sin dar explicaciones. El desarrollo de las investigaciones llena a Sabich de recuerdos y obsesiones, y, lejos de descubrirle al asesino, le envuelve en una nebulosa donde nadie es del todo inocente.

Scott Turow refleja en esta novela un mundo tan similar al nuestro que su recuerdo seguirá obsesionando al lector incluso después de resuelto el misterio.

Reseña:
«Después de dos días de leer sin parar, acabé la novela de Scott Turow sintiéndome agotado, estimulado y triste por haberla terminado. Presunto inocente es una de las novelas más cautivadoras que he leído desde hace mucho tiempo.»
Pat Conroy


Product Details

BN ID: 2940159296245
Publisher: Penguin Random House Grupo Editorial
Publication date: 09/21/2023
Series: Best Seller
Edition description: Unabridged
Language: Spanish

Read an Excerpt

Primavera

1

—Tendría que sentirme más dolido —dice Raymond Horgan.

En un principio, pienso que se refiere al panegírico que va a pronunciar. Ha estado revisando sus notas otra vez y, en este momento, está poniendo dos hojas de la agenda en el bolsillo interior de su chaqueta de estameña azul. Pero, al observar su expresión, me doy cuenta de que su comentario es de carácter personal. Desde el asiento trasero del Buick oficial, observa a través de la ventanilla el tráfico que se va intensificando a medida que nos aproximamos al South End. Su mirada ha adquirido un aire meditabundo. Observándole, se me ocurre pensar que esta actitud podría haber sido de gran efectividad en los carteles de su campaña electoral de este año: Un Raymond cuyos marcados rasgos apuntan un aire de solemnidad, arrojo y un punto de dolor. Hay algo en él que refleja el aire estoico de esta metrópoli a veces triste, como los sucios ladrillos y los tejados alquitranados de esta parte de la ciudad.

Se ha convertido en un tópico, entre los que trabajamos con Raymond, comentar el mal aspecto que tiene. Hace veinte meses se separó de Ann, su mujer durante treinta años. Ha engordado y tiene una perpetua expresión sombría que sugiere haber alcanzado ese momento de la vida en el que uno se convence de que muchas cosas dolorosas no mejorarán. Hace un año se hacían apuestas a que Raymond no volvería a presentarse, por falta de nervio o de interés, y él esperó hasta cuatro meses antes de las primarias para anunciar finalmente su candidatura. Hay quien dice que fue la adicción al poder y a la vida pública lo que le decidió. Yo creo que su principal estímulo fue el aborrecimiento que siente por su oponente, Nico Della Guardia, quien, hasta el año pasado, era también ayudante del fiscal general de nuestra oficina. Cualesquiera que fuesen sus motivaciones, ha resultado ser una campaña dura. Mientras duró el dinero, utilizaron los servicios de agencias y asesorías de opinión pública. Tres hombres jóvenes, de dudosa sexualidad, tuvieron la última palabra sobre diversas cuestiones, como por ejemplo, la foto de la campaña. Y la imagen de Raymond que recorre la ciudad en la parte trasera de uno de cada cuatro autobuses municipales tiene una sonrisa persuasiva que pretende ser reflejo de una voluntad tenaz. Según mi opinión, en la foto tiene aspecto de bobo. Es otra señal más de que Raymond ha perdido comba. Quizá eso es lo que quiso decir cuando habló de sentirse más dolido, queriendo indicar que los acontecimientos, una vez más, están escapándosele de las manos.

Continúa hablando de la muerte de Carolyn Polhemus, ocurrida tres noches atrás, el primero de abril:

—Es como si no pudiera abarcarlo todo. Por un lado, tengo a Nico, que intenta hacerme pasar por el responsable del asesinato. Por otro, a todos los cretinos del mundo con credenciales de prensa, que quieren saber cuándo vamos a atrapar al asesino. Y las secretarias que lloran en la oficina. Y, para colmo, esa mujer en la que tenemos que pensar. La conocí cuando ella era auxiliar, antes de que acabara sus estudios de derecho. Trabajó a mis órdenes; me gustaba. Una chica lista y sexy. Una abogada como la copa de un pino. Cuando me pongo a pensar en el hecho en sí... me siento hastiado. Pero ¡Dios!, un imbécil fuerza la puerta de su c asa y ¿así acaba su vida?, ¿es ese su adiós definitivo? Una sabandija demente que le rompe el cráneo y se la tira... ¡Dios! —vuelve a decir Raymond—, no puede uno sentirse lo bastante triste.

—Nadie forzó la puerta —digo yo después de un rato.

Mi tono tajante me sorprende incluso a mí. Raymond, que momentáneamente ha centrado su atención en un fajo de papeles que traía de la oficina, vuelve la cabeza y fija en mí sus astutos ojos grises.

—¿De dónde has sacado eso?

Demoro la contestación.

—La pobre mujer fue violada y atada —dice Raymond—. Vamos, que yo no empezaría a investigar entre sus amigos y admiradores.

—No había ventanas rotas —replicó— ni puertas forzadas.

En ese momento, Cody, el policía que, después de treinta años de servicio, pasa sus últimos días en activo conduciendo el coche oficial de Ray, irrumpe en nuestra conversación desde el asient delantero. Hoy ha estado inusualmente silencioso, ahorrándonos sus acostumbradas evocaciones de los tratos entre maleantes y los robos sustanciosos que presenció en casi todas las calles de la ciudad.  A diferencia de lo que le ocurre a Ray, o incluso a mí, él no tiene ninguna dificultad en mostrarse afectado. Parece no ahber dormido, lo que da a su semblante un aire de dolor. Mi comentario sobre el estado en que encontraron el apartamento de Carolyn le ha hecho saltar, por alguna razón.

–Había dejado todas las puertas y las ventanas sin cerrar —dice—. Le gustaba tenerlas así. La tía vivía en el país de las maravillas.

—Yo creo que alguien se las dio de listo —intervengo yo—. Opino que eso no llevaría por un camino equivocado.

—¡Venga, Rusty! —exclama Raymond—. Estamos buscando a un delincuente. No necesitamos al maldito Sherlock Holmes. No quieras correr más que los detectives. Limítate a bajar la cabeza y a caminar en línea rercta... ¿De acuerdo? Atrapa al culpable y así salvarásmi devaluado pellejo —ahora, me sonríe con calor y desparpajo.

Quiere que sepa que se está animando. Pero no necesita do vil, aprovechado e implacable: «El comportamiento laxo del fiscal general, a la hora de hacer cumplir la ley en los últimos doce años, le ha hecho cómplice de los elementos criminales de esta ciudad. Ni tan siquiera los miembros de su propia oficina se encuentran a salvo, como esa ragedia ilustra». Nico no se ha molestado en explicar cómo el hecho de haber estado trabajando diez años seguidos en esa oficina, encaja con estas supuestas relaciones de Raymond con los fuera de la ley. Per explicar no es tarea del político. Y además, Nico simpre ha sido un cínico en su vida pública. Esa es una de las cualidades que lo han hecho apto para la carrera política.

Apto o no, Nico tiene todas las probabilidades de perder las primarias, para las que solo faltan dieciocho días. Desde hace más de una década, Raymond Horgan ha arrasado entre el millón y medio de votantes inscritos en el censo del condado de Kindle. Este año todavía le queda por obtener la confmación del partido, pero eso se debe en gran medida a una vieja disidencia con el alcalde. Los asesores de Raymond en estas cuestiones, grupo al que jamás he pertenecido, creen que cuando se hagan públicos los primeros sondeos oficiales dentro de una semana y media, los otros líderes del partido podrán obligar al alcalde a cambiar de criterio, y que Raymond estará a salvo durnate otro cuatrienio. En esta ciudad unipartidista, la vitoria en las primarias equivale al a elección.

Cody vuelve la cabeza y comenta que es cerca de la una. Ray asiente distraído. Rudy lo toma por una anuencia y palpa bajo el salpicadero para hacer sonar la sirena. Lo hace en dos breves ráfagas, como puntuando el tráfico, pero es suficiente para que coches y camiones se hagan a un lado y el oscuro Buick avance orgullosamente entre ellos. Aquí, el vecindario todavía es marginal. Viejas casas, de paredes de guijarros y porches astillados. Los niños, de una palidez lechosa, juegan a la pelota y a la comba al borde de la acera. Yo me crié a tres manzanas de aquí, en un piso que estaba sobre la panadería de mi padre. Recuerdo aquel tiempo como años oscuros. Durante el día, mi madre y a veces yo, cuando no iba a la escuela, ayudábamos a m is padre en la tienda. Por la noche nos encerrábamos en una habitación mientras él bebía. No había más niños. Los actuales vecinos no son muy distintos; todavía hay muchos como mi padre: serbios, como él, ucranianos, italianos, polacos, gurpos étnicos que guardan silencio y miran al mundo con ojos pesimistas.

Nos detenemos, inmersos en el intenso tráfico del viernes por la tarde. Cody se ha parado detrás de un autobús que emite sus nocivos humos con un rumor intestinal. En su trasera hay un cartel electoral de Horgan, y un Raymond de metro y medio de ancho mira por encima de nuestras cabezas con la expresión desventurada de un invitado a un debate telvisivo o de un presentador de comida enlatada para gatos. Y yo no lo puedo evitar. Raymond es mi futuro y mi pasado. Llevo con él una docena de años; años llenos de auténtica lealtad y admiración. Yo soy su segundo de a bordo y su caída sería la mía. Pero no hay manera de acallar la voz del descontento: tiene sus propios imperativos. Y ahora, de repente, se pone a hablarle a la imagen de allí arriba con un tono firme.

—Bobo —le dice—. Eres un bobo.

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