Tiempo de abrazar (A Time to Embrace)

Tiempo de abrazar (A Time to Embrace)

by Karen Kingsbury
Tiempo de abrazar (A Time to Embrace)

Tiempo de abrazar (A Time to Embrace)

by Karen Kingsbury

eBookSpanish-language Edition (Spanish-language Edition)

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Overview

La vida entera de ellos fue una sucesión de milagros. ¿Pueden acaso esperar otro más? Y cuando la tragedia divide sus vidas, ¿podrán de alguna forma conseguir ese tiempo importante para abrazarse?

Después de 20 años, John y Abby Reynolds vuelven a unirse y a sentirse como recién casados. Juntos, están convencidos de que pueden lidiar con las cuestiones de su pasado, las preguntas de sus hijos y mucho más pero ocurre un desastre... el tipo de tragedia que John y Abby no esperaban.

El chirrido de los frenos y el crujir del metal lo cambiaron todo. De pronto, las lágrimas asolaron el corazón de su familia y de su existencia. En el proceso, sus hijos vacilaron en la fe y la culpa matizó su futuro. Buscando el perdón y esperando un milagro, John y Abby tuvieron que recordar qué era lo importante para aferrarse a ello por encima de todo. "Juntos" decidieron seguir adelante con sus vidas, pero ¿es eso suficiente para enfrentar un futuro incierto?


Product Details

ISBN-13: 9781602556874
Publisher: Grupo Nelson
Publication date: 05/30/2011
Series: Timeless Love Series , #2
Sold by: HarperCollins Publishing
Format: eBook
Pages: 320
File size: 589 KB
Language: Spanish

About the Author

About The Author

Karen Kingsbury es autora de mas de treinta títulos, incluyendo algunos EXITOS de venta, uno de los cuales se uso para la película de la semana de CBS. Es una de las atoras favoritas de novelas inspiradoras.Se han impreso mas de dos millones de ejemplares de sus libros. Kingsbury reside en el estado de Washington con Don, su esposo, y sus seis hijos, tres de los cuales los adotatron en Haití.

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Tiempo de abrazar

SERIE AMOR ETERNO
By Karen Kingsbury

Thomas Nelson

Copyright © 2011 Grupo Nelson
All right reserved.

ISBN: 978-1-60255-687-4


Chapter One

El muchacho puso nervioso al entrenador John Reynolds. El chico era alto y delgado, y había estado garabateando en la libreta desde el inicio de la clase en el sexto período de higiene y salud. A punto de terminar la hora, John pudo ver lo que el joven dibujaba.

Una calavera sobre dos huesos.

El diseño se parecía al estampado de la camiseta negra del muchacho, y también al remiendo zurcido en sus holgados pantalones oscuros. Tenía el cabello teñido de color negro azabache, y alrededor del cuello y las muñecas usaba collares de cuero negro con púas.

No había duda de que a Nathan Pike le fascinaba lo tenebroso. Era un bárbaro, pertenecía a un grupito de muchachos en el Colegio Marion con un apego ritual a lo funesto.

Eso no fue lo que fastidió a John.

Lo que lo mortificó fue algo pequeño que el joven había garabateado debajo del negro simbolismo. Una de las palabras parecía decir muerte. John no podía descifrar el trazo desde el frente del aula, así que recorrió el salón de clases.

Igual que hacía todos los viernes por la noche a lo largo de las gradas del estadio como entrenador del equipo de fútbol americano del instituto, John recorrió de arriba a abajo las filas de estudiantes, revisándoles los trabajos y ayudando con instrucciones o críticas donde era necesario.

Al acercarse al escritorio de Nathan volvió a echarle un vistazo a la libreta. Las palabras garabateadas allí le helaron la sangre. ¿Escribió Nathan eso en serio? En esos días el profesor no podía hacer nada más que suponer que el alumno quería decir exactamente lo que había escrito. El entrenador entrecerró los ojos, solo para asegurarse de haber interpretado correctamente las palabras.

Lo había hecho.

Debajo de la calavera sobre dos huesos el muchacho había escrito esta frase: Muerte a los deportistas.

John aún estaba observando cuando Nathan alzó la vista y sus miradas se encontraron. El chico se quedó paralizado y lívido, sin parpadear, con la intención de intimidar. Tal vez Nathan estaba acostumbrado a que las personas echaran un vistazo y voltearan a ver hacia otro lado, pero John había pasado toda una vida alrededor de jóvenes como este. En vez de volverse, el profesor titubeó, usando la mirada para manifestarle lo que posiblemente no podía decirle en ese momento. Que el muchacho estaba confundido, que era un adicto, que lo que había dibujado y las palabras que había escrito no eran apropiadas ni serían toleradas.

Pero por sobre todo, John esperaba que su mirada transmitiera que él estaba allí con Nathan Pike. Igual que había estado con otros como él, del modo que siempre estaría al lado de sus estudiantes.

Nathan apartó primero la mirada y la volvió a enfocar en la libreta.

John intentó tranquilizar su acelerado corazón. Haciendo lo mejor por parecer sereno, volvió al frente del salón de clases. Sus alumnos tendrían otros diez minutos de labores antes de que él concluyera la clase.

Se sentó en el escritorio, tomó un bolígrafo y agarró el bloc de notas más cercano.

¿Muerte a los deportistas?

Era obvio que John debía informar a la administración lo que había visto; sin embargo, ¿qué haría él, supuestamente, como profesor? ¿Y si Nathan estuviera hablando en serio?

Desde los trágicos tiroteos en algunos colegios de la nación, la mayoría de los distritos escolares habían instituido cierta clase de «plan de advertencia». El Colegio Marion no era la excepción. El plan requería que todos los profesores y empleados vigilaran los salones de clase que supervisaban. Si alguna situación o un estudiante parecían problemáticos o extraños, se suponía que el educador o empleado haría de inmediato el reporte del caso. Una vez al mes se realizaban reuniones en que discutían qué alumnos podrían estar metiéndose en problemas. Las señales indicadoras eran obvias: un estudiante amedrentado por otros, deprimido, desanimado, marginado, enojado o fascinado con la muerte. Y particularmente alumnos que hacían amenazas de violencia.

Nathan Pike reunía todos los requisitos.

Pero también los reunían cinco por ciento de los asistentes al colegio. Sin evidencia específica, profesores o administradores podían hacer muy poco. El manual sobre chicos problemáticos recomendaba a los educadores apaciguar las burlas o involucrar a los estudiantes en la vida escolar.

«Hablen con los alumnos, averigüen más sobre ellos, interésense por sus aficiones y pasatiempos», había aconsejado el rector a John y a los demás profesores cuando analizaron el manual. «Quizás hasta recomiéndenles ayuda sicológica».

Todo eso estaba muy bien. El problema era que muchachos como Nathan Pike no siempre divulgaban sus planes. El chico era estudiante de último curso. John recordaba la primera vez que Nathan llegó al Colegio Marion; en sus primeros años usaba ropa conservadora y era reservado.

Su cambio de imagen no ocurrió sino hasta el último año.

El mismo en que las Águilas del Colegio Marion ganaran su segundo campeonato estatal de fútbol americano.

John echó una rápida mirada a Nathan. El muchacho garabateaba otra vez. No sabe que yo vi la libreta. De lo contrario, ¿no se habría recostado en la silla y habría tapado la calavera sobre huesos, ocultando las horribles palabras? Esta no era la primera vez que John sospechara que Nathan podría ser un problema. Dada la imagen cambiada del muchacho, el profesor lo había vigilado de cerca desde el inicio del año escolar. John se paseaba por el escritorio del joven al menos una vez cada día y se le acercaba para hablarle, o lo miraba fijamente durante la clase. Sospechaba que en el corazón del muchacho ardía una profunda ira, pero hoy era la primera vez que había una prueba.

El profesor se quedó callado pero dejó que su mirada vagara por el salón. ¿Qué hacía que hoy las cosas fueran diferentes? ¿Por qué Nathan decidió ahora escribir algo tan detestable?

Entonces comprendió.

Jake Daniels no estaba en clase.

De repente toda la situación cobró sentido. Cuando Jake estaba allí, donde quiera que estuviera sentado, hallaba el modo de volver contra Nathan a sus compañeros de clase.

Monstruo ... afeminado ... doctor muerte ... idiota ... perdedor.

Apodos todos susurrados y lanzados indirectamente en dirección a Nathan. Cuando los susurros llegaban al frente del salón de clases, John miraba con el ceño fruncido a Jake y los demás jugadores de fútbol americano en el aula.

«Basta», decía.

La advertencia era por lo general todo lo que John tenía que decir. Y por un poco de tiempo cesaban las burlas. Pero las imprudentes bromas y las crueles palabras siempre daban en el blanco. John estaba seguro de eso.

No que Nathan dejara que Jake y los demás vieran alguna vez su dolor. El chico hacía caso omiso a todas las burlas, tratándolas como si no existieran, lo que tal vez era el mejor modo de vengarse de los alumnos deportistas que se metían con él. Lo que más fastidiaba a los actuales futbolistas de John era que no les prestaran atención.

Eso era cierto, especialmente con Jake Daniels.

No importaba que los integrantes del equipo de este año no hubieran recibido los elogios acostumbrados. A Jake y sus compañeros les importaba un comino que el rendimiento del equipo fuera el peor de todas las temporadas recientes. Ellos se creían especiales y pretendían obligar a todos en el colegio a que los trataran como correspondía.

John pensaba en el equipo de este año. La situación en realidad era extraña. Todos tenían talento, quizás más que cualquier otro grupo de jóvenes que hubiera pasado por el Colegio Marion. En la institución se comentaba que estos incluso eran más valiosos que los del equipo del año pasado cuando el propio hijo de John, Kade, llevara a las Águilas a ganar el campeonato estatal. No obstante, los actuales jugadores eran arrogantes y presuntuosos, sin ninguna preocupación por protocolo o carácter. John nunca había tenido un grupo más difícil en todos sus años como entrenador.

Con razón el equipo no estaba ganando. El talento de los chicos era inútil teniendo en cuenta sus actitudes.

Y muchos de los padres de ellos eran peores. En especial desde que Marion perdiera dos de sus cuatro primeros partidos.

Los padres se quejaban constantemente de la hora de juego, de las rutinas de entrenamiento y, por supuesto, de las derrotas. A menudo eran groseros y arrogantes, y amenazaban con hacer despedir a John si no mejoraban los resultados.

«¿Qué le pasa al historial invicto del Colegio Marion?», le preguntaban. «Un buen entrenador mantendría la tendencia hacia arriba».

«Tal vez el entrenador Reynolds no sabe lo que hace», solían decir. «Cualquiera podría dirigir el talento en el Colegio Marion y salir airoso en una temporada. Pero ¿solo derrotas?»

Argüían en voz alta qué clase de descomunal fracaso era John Reynolds al llevar a la cancha a un equipo de futbolistas de las Águilas y salir derrotado. Eso era inimaginable para los padres en el Colegio Marion. Injusto. ¡Cómo se atrevía el entrenador Reynolds a perder dos partidos a inicios de temporada!

Y a veces las victorias eran peores.

«Ese adversario de la semana pasada era un merengue, Reynolds», dirían los padres.

Si ganaban por dos anotaciones, los padres insistirían en que debieron haber sido cuatro por lo menos.

Luego vociferaban la frase que más le gustaba a John: «Vaya, si mi hijo hubiera jugado más tiempo ...»

Los padres cuchicheaban por detrás y socavaban la autoridad que el profesor tenía en la cancha. No les importaba que las Águilas acabaran de ganar un campeonato. No les importaba que John fuera uno de los instructores más victoriosos del estado. No les importaba que más de la mitad de los integrantes del equipo de la temporada pasada se hubieran graduado, dejando a John en lo que obviamente era un año de reincorporación.

Lo que importaba era que a los hijos de los detractores de John se los estuviera usando en las que ellos creían ser las posiciones adecuadas, y durante suficientes minutos en cada partido. Lo que les importaba era que tuviera en cuenta a sus hijos en los momentos adecuados para los grandes partidos y cómo aparecían en el papel de las estadísticas individuales.

Era simplemente un fatal desatino que la más grande controversia sobre el equipo estuviera haciendo miserable, de manera velada, la vida de Nathan. Dos mariscales de campo habían ingresado a los entrenamientos de verano, cada uno listo para la posición inicial: Casey Parker y Jake Daniels.

Casey era el candidato perfecto, el estudiante de último año, el que fuera suplente de Kade hasta el año pasado. Toda su carrera de futbolista colegial se había reducido a esta, su temporada final con las Águilas; se había presentado en agosto y esperaba obtener la posición inicial.

Lo que el muchacho no había esperado era que Jake Daniels apareciera con las mismas aspiraciones.

Jake era alumno de tercer año, generalmente un buen chico e hijo de una familia que una ocasión viviera en la misma calle de John y su esposa Abby. Pero hace dos años los Daniels se divorciaron. Jake se fue con su madre y ambos se mudaron a un apartamento. El padre del muchacho consiguió un empleo en New Jersey como presentador de un programa radial deportivo. El divorcio fue horrible.

Jake fue una de las víctimas.

John se estremeció. ¿Cuán cerca habían estado él y Abby de hacer lo mismo? Esa época quedó atrás, gracias a Dios. Pero seguía siendo muy real para Jake Daniels.

Al principio Jake había recurrido a John, una figura paterna que no se hallaba a medio país de distancia. John nunca olvidaría algo que el muchacho le preguntara: «¿Cree usted que papá todavía me ama?»

El chico era de más de un metro ochenta de alto, casi un hombre. Pero en ese instante volvía a tener siete años, desesperado por alguna evidencia de que aún le importara al padre con quien había contado toda la vida, el hombre que se había mudado lejos y que ahora lo había abandonado.

John hizo todo lo posible por consolar a Jake, pero con el paso del tiempo el chico se había vuelto más silencioso y resentido. Pasaba más horas a solas en el gimnasio y afuera en la cancha, mejorando sus destrezas de lanzador.

Al llegar los entrenamientos de verano no hubo duda de quién sería el mariscal de campo inicial. Jake ganó fácilmente la prueba. En cuanto eso ocurrió, el padre de Casey Parker, Chuck, solicitó reunirse con John.

—Oiga, entrenador —exclamó mientras le sobresalían las venas de las sienes—. Me contaron que mi hijo perdió la posición inicial.

—Es verdad —contestó John tratando de mantener la calma.

El hombre soltó varias ofensas y exigió una explicación. La respuesta de John fue simple. Casey era un buen mariscal de campo pero tenía mala actitud. Jake era más joven, pero más talentoso y obediente, y por tanto la mejor elección.

—¡Mi hijo no puede ser suplente! —gritó el padre de Casey, iracundo y con el rostro enrojecido—. ¡Hemos estado planeando esto toda su vida! Él es estudiante de último año y no estará sentado en el banco. Si el muchacho tiene mala actitud se debe únicamente a que es intenso. Aguántelo.

Por suerte John había llevado a la reunión a uno de sus asistentes. Debido a la manera en que revoloteaban las acusaciones y las habladurías, el profesor había decidido tener mucho cuidado. Así que él y su asistente se hallaban sentados allí, esperando que Parker continuara.

—Lo que estoy diciendo es ... —balbuceó Chuck Parker inclinándose hacia adelante, con la mirada fija—. Tengo tres entrenadores respirándome en la nuca. Estamos pensando en una transferencia; ir donde mi muchacho tenga un trato justo.

John contuvo una señal de exasperación.

—Su hijo tiene un problema de actitud, Chuck. Muy grande. Si otros entrenadores colegiales del área lo quieren reclutar es porque no han trabajado con él —declaró John mirando directamente al hombre a los ojos—. ¿Qué es exactamente lo que le preocupa?

—Le diré lo que me preocupa, entrenador —resaltó Chuck señalando a John con un dedo estirado—. Usted no es leal con sus jugadores. Ese es el problema. La lealtad es todo en los deportes.

Esto expresaba un hombre cuyo hijo quería lanzar la toalla y cambiar de colegio. Al final, Casey Parker se quedó. Respondía bruscamente a los defensas, a los volantes, y maldecía a Jake como mariscal de campo. Pero las críticas del padre de Casey continuaban cada semana, avergonzando a Casey y haciendo que el muchacho se esforzara más para llevarse bien con Jake, su rival en la cancha. Jake pareció agradecido al ser aceptado por un estudiante de último año como Casey, por lo que los dos empezaron a pasar juntos la mayor parte de las horas libres. No mucho tiempo después se empezaron a notar cambios en Jake. Desapareció el chico tímido y serio que entraba dos veces por semana al aula de John solo para relacionarse. Desaparecido el muchacho que antes fuera amable con Nathan Pike. Ahora Jake no era distinto de la mayoría de los jugadores que se pavoneaban en las instalaciones del Colegio Marion.

Y de este modo la controversia entre los mariscales de campo solo había hecho más miserable la vida de Nathan. Aun cuando una vez Nathan fuera respetado al menos por uno de los futbolistas, ahora no tenía un solo aliado en el equipo.

Recientemente John había escuchado a dos profesores hablando.

—¿Cuántos futbolistas de Marion se necesitan para atornillar un bombillo? —Me rindo.

—Uno ... sosteniendo el bombillo mientras el mundo gira alrededor de él.

Hubo noches en que John se preguntaba por qué estaba desperdiciando el tiempo. En especial cuando las actitudes de sus jugadores elitistas dividían el recinto colegial y alejaban a estudiantes como Nathan Pike. Eran alumnos que algunas veces respondían groseramente y hacían que todo el instituto pagara las consecuencias de su baja ubicación en el orden jerárquico social.

(Continues...)



Excerpted from Tiempo de abrazar by Karen Kingsbury Copyright © 2011 by Grupo Nelson. Excerpted by permission of Thomas Nelson. All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
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