Vida de Carlos III

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by Carlos Gutiérrez de los Ríos
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"Después de haber superado gloriosamente nuestro Monarca, el Sr. D. Felipe V, todos los obstáculos que se opusieron a sus justos derechos a la Corona de España, y de haber asegurado la sucesión a esta monarquía con dos hijos, Luis y Fernando, nacidos de una princesa de Saboya que, por sus virtudes, talento y conducta debiera haber sido inmortal, quiso la Providencia probar la constancia y resignación de este gran monarca arrebatándola de su lado.No obstante el justo dolor que ocasionó a este Soberano su pérdida, haciendo nuevamente uso de aquella firmeza que tenía tan acreditada a la nación entera en las fatigas de una larga y penosa guerra, creyó no deberla exponer nuevamente a otra igual, dejando abandonada la sucesión de la Corona a las vidas de sólo dos tiernos hijos, y resolvió contraer nuevo matrimonio con la Princesa heredera de Parma, doña Isabel Faunesco, reuniendo por este medio a los derechos que la Corona de España tenía a la de Portugal los de la augusta casa de Faunesco, superiores aún a los de Felipe II y a los de la casa reinante de Saboya."

Product Details

ISBN-13: 9788498976380
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Historia , #180
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 308
File size: 471 KB
Language: Spanish

About the Author

Carlos José Gutiérrez de los Ríos y Rohán Chabot, VI Conde de Fernán Núñez (11 de julio de 1742-Madrid, 1795). España. Nació en Cartagena y se casó en 1778 con doña María de la Esclavitud Sarmiento de Sotomayor y Cáceres, marquesa de Castelmoncayo. Fue embajador de España en Lisboa y París y allí fue testigo de la revolución francesa. Además de escribir libros compuso una obra musical religiosa titulada Stabat Mater.

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Vida de Carlos III


By Carlos Gutiérrez de los Ríos

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-638-0



CHAPTER 1

Desde su nacimiento hasta la conquista de los Reinos de Nápoles y Sicilia.

Después de haber superado gloriosamente nuestro monarca, el señor don Felipe V, todos los obstáculos que se opusieron a sus justos derechos a la Corona de España, y de haber asegurado la sucesión a esta monarquía con dos hijos, Luis y Fernando, nacidos de una princesa de Saboya que, por sus virtudes, talento y conducta debiera haber sido inmortal, quiso la Providencia probar la constancia y resignación de este gran monarca arrebatándola de su lado.

No obstante el justo dolor que ocasionó a este Soberano su pérdida, haciendo nuevamente uso de aquella firmeza que tenía tan acreditada a la nación entera en las fatigas de una larga y penosa guerra, creyó no deberla exponer nuevamente a otra igual, dejando abandonada la sucesión de la Corona a las vidas de solo dos tiernos hijos, y resolvió contraer nuevo matrimonio con la princesa heredera de Parma, doña Isabel Faunesco, reuniendo por este medio a los derechos que la Corona de España tenía a la de Portugal los de la augusta casa de Faunesco, superiores aún a los de Felipe II y a los de la casa reinante de Saboya.

El tiempo acreditó la justa previsión y prudencia de esta determinación, pues, aunque los dos hijos primeros del señor Felipe V tomaron estado y reinaron con la denominación de Luis I y de Fernando el VI, ni uno ni otro dejaron sucesión alguna, y por su falta se hubieran seguido nuevamente a la España los mayores males. Aunque los hijos de los reyes son por lo común una carga al Estado, ésta puede disminuirse en beneficio suyo, empleándolos en su servicio, lo cual no debe temer en el día un gobierno prudente y firme, a quien será imposible evitar las malas resultas de la falta de sucesión.

Quiso, pues, la divina providencia precaverlas, concediendo una sucesión numerosa a nuestra segunda reina, doña Isabel Faunesco, cuyo primogénito el señor Infante don Carlos, había destinado el cielo para defendernos de tantos males, para restablecer un Reino extinguido después de doscientos años, y para reinar y hacer felices por el espacio de cincuenta y cuatro los pueblos de Italia, España y América, que vivieron bajo su justa y benéfica dominación.

1716. Nació el Infante don Carlos en Madrid, el día 20 de enero de 1716, y educado con el cuidado y esmero correspondiente, se mantuvo al lado de sus padres, acompañólos en el viaje que hicieron a Badajoz para efectuar en el río Caya, en una casa de madera construida sobre él a este fin, los desposorios del señor don Fernando el VI, su hermano, entonces príncipe de Asturias, con la serenísima señora doña Bárbara de Portugal, hija del rey don Juan V. Este monarca con toda su corte se transfirió igualmente a aquel punto de reunión del Caya en que ambas familias R.ls de España y Portugal se vieron unidas por la primera vez, después de tantos años de enemistad y desconfianza. Parece que el cielo destinó al Infante don Carlos para presenciar desde sus primeros años objetos análogos a la bondad de su corazón y al constante deseo que tuvo toda su vida de reunir el género humano, considerándole como un solo individuo, para amarle y anhelar su felicidad.

Para mayor conocimiento del corazón humano, que es el objeto primario de todas las historias, y para imponerse en la delicadeza de las cortes, conviene referir aquí una anécdota particular, de aquellas que no suelen hallarse sino en los manuscritos.

El marqués de Abrantes, embajador extraordinario de Portugal en España, comisionado como tal para esta ceremonia, vino desde Madrid acompañando a SS. MM. y AA. hasta la frontera. Luego que llegó la Corte a Badajoz, pasó el marqués a la plaza de Yelves, donde estaban esperando SS. MM. FF. y toda su Real Familia.

Ufano de su comisión el marqués, que merecía la mayor aceptación y confianza de su Soberano, le dijo: «Aquí traigo a V. M. el León fiero de Castilla que le espera en Badajoz». Chocada de esta frase la altivez de don Juan V, cuyos primos segundos venían sirviendo al Monarca español, le respondió con enfado: «¿Pues no vengo yo aquí también? ¿Qué mucho que él venga?». Desde este punto trató al marqués siempre con despego y como quien le habla ofendido.

Prescindiendo de lo que distan entre sí ambas monarquías por su poder y antigüedad, pasemos a comparar el mérito personal de estos dos Monarcas. Felipe V, nieto del mayor Monarca de la Europa, por su valor y su conducta, había sabido ganarse el Reino y el corazón y amor de todos sus vasallos, empleándose constantemente en defenderlos y hacerlos felices.

don Juan V, nacido en un reino reducido, no había tenido ocasión de adquirirse una reputación pública, pues, aunque estaba dotado de cualidades de Monarca por su generosidad y grandeza de ánimo, faltas éstas de objetos dignos de ellas, se habían empleado en amores escandalosos de todas clases, sin perdonar las religiosas, y en generosidades vanas e indiscretas; y cuando creyó hacerlas menos perjudiciales, o por mejor decir, capaces de borrar delante de Dios y de los hombres sus primeros errores y escándalos, fundó una Patriarcal que sería magnífica para todas las Américas. Logró con ella, a costa de millones que hizo pasar a Roma, edificar un establecimiento con que disminuyó las rentas de los obispos y catedrales del reino. Creó un Patriarca, que es un mal remedo del papa, a cuyas ceremonias arregla las suyas; veinte y cuatro plazas con el título de Principales y paga de 120.000 reales para doce segundos jóvenes (que logro, no de balde, vestir de cardenales, como los chicos se visten gratis de frailecitos), que buscan el modo más alegre de comérselos en Lisboa; setenta y dos plazas de Monseñores, que también imitan a los de Roma, con 40.000 reales cada uno, que procuran disfrutar a imitación de sus principales, y, a proporción, un número competente de canónigos racioneros, etc.

Fundó también un magnífico convento, llamado Mafra, a seis leguas de Lisboa, para poner en él cien frailes descalzos de San Francisco, de la Reforma de San Pedro de Alcántara, cuyo fundador, si los viera en aquel suntuoso edificio, tan ajeno de la humildad de su instituto, se agarraría a dos de las columnas magníficas de aquel templo para dejarle caer como Sansón, o los arrojarla fuera, como Cristo a los mercaderes que estaban en el Templo. Otra locura de magnificencia hizo también en un paraje llamado Ventas Novas, a diez leguas de Lisboa, donde en pocos días edificó un magnífico palacio, solo para pasar una noche cuando fue a la raya a efectuar el matrimonio de que se trata. Estas son las tres grandes y mejores memorias de éste rey, que hizo a costa de muchas vejaciones Y tropelías, de modo que no hay portugués sensato que no las desapruebe, y uno de ellos me decía un día: que eran tres guerras que había hecho a Portugal, y cuyas malas resultas durarían mucho tiempo.

Compárese ahora el merito de uno y otro Monarca y se conocerá mejor la ceguedad del corazón humano, la dificultad del conocimiento propio, y los efectos del natural orgullo en quien no sabe corregirlo, que es el fin que me he propuesto en esta digresión.

Volviendo, pues, de nuevo al principal objeto de este escrito, diré que, después de haber asistido SS. MM. a los desposorios del príncipe de Asturias, que se verificaron en el día 19 de enero de 1729, continuo toda la Real Familia su viaje a Sevilla. Allí se embarcó para Sanlúcar a bordo de las galeras que mandaba mi padre, y fue por tierra a Cádiz, donde permaneció algún tiempo.

Reunía la reina Isabel Faunesco y su línea el derecho a la herencia de los Estados de Parma y Toscana (que se hallaban sin sucesión), como sobrina del duque don Antonio de Parma y nieta de Ranucio, segundo hijo de Margarita de Médicis. La reina madre, que vela que su hijo primogénito era el tercero de Felipe V, su marido, pensó desde luego colocarle en aquellos Estados, para asegurarle una suerte independiente, en lo posible, de sus medios hermanos. Para conseguirlo, aconsejada por el ábate Alberoni, hizo hacer un desembarco en Cerdeña y Sicilia, perteneciente entonces al duque de Saboya, cuya línea posee hoy el trono de Cerdeña, a fin de estar en disposición de apoderarse de los puertos de Toscana; pero los austriacos, auxiliados por los ingleses, como garantes del tratado de Utrecht, atacaron y batieron nuestra escuadra en los mares de Mesina, e impidieron el fruto de esta empresa. La Sicilia pasó a poder del emperador, y se concluyó en Londres, en 1718, el Tratado de la Cuádruple alianza, a que al fin accedió Felipe V, a favor de cuyo hijo don Carlos ofrecía la Corte de Viena la posesión futura de los Estados de Parma y Toscana, con tal que se reconociesen por feudo del Imperio y se le diese la investidura como tal. Este artículo, que hacía a la Casa de Austria dueña de la Italia, y que ésta apoyaba diciendo ser necesario para contrarrestar la preponderancia que la Casa de Borbón tendría en ella, poseída por sus príncipes, ofreció muchas dificultades, y, para ventilarlas, se celebró en 1721 el Congreso de Cambray.

Tratóse en este tiempo el matrimonio del Infante Carlos con la princesa de Beaujolois, hija del duque de Orleans, Regente de Francia en la menor edad de Luis XV, dando, en cambio, para esposa de este príncipe a la Infanta doña Mariana Victoria, hermana del Infante don Carlos, que fue después reina de Portugal. Convenidos los matrimonios, pasaron estas princesas a sus destinos, para que, educadas en ellos desde sus tiernos años, les fuesen menos extrañas las costumbres; cuya política convendría observar, en cuanto fuese posible, para los matrimonios de los Soberanos. Este tratado aumentó la desconfianza de las Cortes de Viena o Inglaterra sobre el engrandecimiento y poder de la Casa de Borbón en Italia, y las negociaciones del Congreso de Cambray, que desde el principio habían sido un tejido de intereses complicados que no producían sino intrigas y retardos, tuvieron un nuevo motivo de aumentar uno y otro. Para inutilizarlas, trataba entre tanto, directa y reservadamente, Felipe V (subido por la segunda vez al Trono, por muerte de su hijo Luis I, durante cuyo reinado se había retirado a San Ildefonso, después de haber abdicado a su favor la Corona) con los Duques reinantes de Parma y Toscana, para arreglar el punto de la sucesión de su hijo Carlos. Por otro lado, éste, muerto su hermano Luis I, se hallaba ya el segundo para la herencia de la Corona de España, lo cual aumentaba en los españoles el interés de conservarle en el reino, y en las potencias extranjeras el de impedir si reuniesen de nuevo los Estados de Italia a la dominación española.

En 1725 pasó a Viena el barón (después duque) de Riperdá para concluir la paz, directa y reservadamente, con el emperador Carlos VI, a quien era ya gravosa la mediación de la Inglaterra, como a la España la de la Francia, y en 30 de abril de 1725 se firmó el Tratado con arreglo al de Londres, excepto que en el artículo en que se trataba de la sucesión de Toscana y Parma se quitó la introducción de la guarnición. Quedó con todo lo de la investidura Cesárea, que rescató luego la España en virtud de 200.000 doblones dados por una vez, y quedó convenido el matrimonio del Infante don Carlos con la hija menor del emperador.

De esta novedad inesperada resultó, como era regular, una mutación total y un aumento de recelos y desconfianzas. Su primero y preciso efecto fue el regreso a Madrid de la Infanta de España doña Mariana Victoria, que se hallaba en París, y el de la princesa de Beaujolois a Francia. Esta potencia, enemiga natural de la Inglaterra, se reunió a ella, a la Holanda y a la Prusia. Los españoles atacaron a Gibraltar, a las órdenes del conde de las Torres, hombre singular e ignorante en su profesión. Con todo, conducidos por un pastor, lograron las tropas españolas subir a lo alto del monte por una senda llamada del Pastor; pero fueron rechazados. Los ingleses bloquearon a Portobelo. Los manejos secretos del cardenal de Fleuri hicieron entibiar la empresa de esta nueva alianza, y logró se firmase en 1729 el tratado de Sevilla, en que Francia y la Inglaterra se obligaban a hacer recibir por fuerza al emperador guarniciones en los presidios de Toscana; pero este Tratado no tuvo más efecto que los que le habían precedido.

A vista de tantas dilaciones, se resolvió don José Patiño, ministro de Estado de España, a escribir al gran duque don Juan Gastón admitiese en sus Estados al Infante don Carlos, haciéndole reconocer como príncipe heredero de ellos. Convino en ello el duque, en virtud de un Tratado que se firmó en Florencia en 25 de julio de 1731.

En estas circunstancias, murió el duque de Parma, don Antonio, cuya mujer se creyó quedaba preñada. Declaró por heredero en su testamento a lo que naciese, y, en su falta, al Infante don Carlos. El conde Carlo Stampa pasó con 6.000 alemanes a tomar posesión de los Estados del duque por el emperador Carlos VI. Pero desvanecido el preñado, se deshizo el matrimonio, tratado por Riperdá, entre el Infante don Carlos y la primogénita de dicho emperador. Este ponía en una justa desconfianza a todas las potencias de Europa, y, sobre todo, a la Francia, por ver si podía verificarse (como se hubiera verificado) la reunión de los Estados de España a los de la Casa de Austria, y así, por un acuerdo hecho en Viena en 30 de septiembre, se tomó nueva posesión del Estado de Parma, en nombre del Infante don Carlos, que quedó desde entonces reconocido por el duque de Parma y Plasencia, bajo la tutela de la duquesa viuda Dorotea de Neubourg, y por heredero inmediato de la Casa de Médicis, como se declaraba en el Tratado de 25 de julio arriba citado.

Reunióse en Barcelona una escuadra inglesa a la española, mandada la primera por el marqués Mari la segunda por el almirante Wager. Componíase de 25 navíos de línea, 7 galeras y 17 buques ingleses, y llevaban a su bordo 6.000 hombres de desembarco, que llegaron a Liorna el 26 de octubre de dicho año de 31, y tomó su mando el conde de Charni. El día 11 de septiembre había depositado el gran duque en el archivo de Pisa una protestación contra la feodalidad del Imperio. Incorporáronse a esta escuadra tres galeras del gran duque de Toscana, a pesar de las representaciones del ministro del emperador, conde de Estampa, cuya Corte veía de mala gana, y forzada solo de las circunstancias, a un príncipe español en posesión de aquellos Estados de Italia. Se dirigió la escuadra a Antibo para cubrir el paso del Infante don Carlos, que se despidió de su padre en Sevilla el 20 de octubre, y llegó a Liorna la tarde del 27 de diciembre, después de haber sufrido muy mal tiempo en esta travesía.

Pasaron a Italia, con S. A., el conde de Santistéban, después duque, en calidad de ayo y mayordomo mayor; don Joseph Miranda, después duque de Losada, y el marqués de Villafuerte, como gentil hombre; don Manuel de Larrea, don Francisco Chacoro y don Juan de Garicochea, con ayudas de cámara y caballerizos de campo, y otros varios españoles. De éstos, los cinco últimos volvieron a España en 59 con el rey Carlos cuando vino a tomar posesión del reino, y el duque de Losada fue nombrado su Sumiller de Corps. El de Santistéban regresó después que S. M. tomo estado.

La presencia hermosa del Infante, su edad de diez y seis años, su viveza, y su agrado y humanidad le ganaron todos los corazones, y añadiéndose a sus cualidades personales las de la magnificencia, esplendidez y política generosidad de su Corte, nada dejaba que apetecer la llegada de un sucesor semejante. Las ventajas que los comerciantes de Liorna preveían en esta nueva unión con la España, fue un nuevo motivo para desearla y celebrar el verla realizada.

Cuando S. A. se preparaba a pasar a Pisa, le acometieron las viruelas, lo cual retardó el viaje, que se efectuó después de bien pasado el término de la convalecencia. En dicha ciudad conoció a Bernardo Tanuci, lector de derecho público en Florencia, y le hizo auditor del ejército con motivo de haber defendido una causa de inmunidad de un soldado español. Logró ganar se después de tal modo la confianza del Infante, que fue su ministro favorito en Nápoles hasta su regreso a España, y aun después, durante la menor edad del rey don Fernando, su hijo.

El 9 de marzo de 1732 hizo S. A., a caballo, su entrada pública en Florencia, y, con todas las aclamaciones y honores de un príncipe heredero de aquellos Estados, fue conducido al palacio Pitti. En el cuarto que le estaba preparado le esperaba la Electriz Palatina viuda, Ana Luisa María, hermana del gran duque reinante Juan Gastón. Esta princesa, después de demostrarle la satisfacción que tenía en verle, le condujo al cuarto del duque. Este, aunque postrado en cama tres años hacia por su suma debilidad, abrazó con el mayor gusto y ternura a este hijo adoptivo.

El 24 de junio, día de San Juan, fue S. A., en nombre del duque Juan Gastón, y como su sucesor inmediato, a recibir el homenaje de los castillos, etc., según la costumbre anual de aquellos Estados, con lo cual quedó aún más asegurado en sus derechos. Este paso desagradó mucho a la Corte de Viena, que procuró por todos los medios impedir su efecto, pero sin poderlo lograr.


(Continues...)

Excerpted from Vida de Carlos III by Carlos Gutiérrez de los Ríos. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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Table of Contents

Contents

CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 9,
PRÓLOGO, 11,
INTRODUCCIÓN, 21,
PRIMERA PARTE, 27,
CAPÍTULO I, 29,
CAPÍTULO II. REINADO DEL REY CARLOS EN NÁPOLES, 43,
NOTAS DE LA PARTE PRIMERA DE LA VIDA DE CARLOS III, 79,
SEGUNDA PARTE,
QUE COMPRENDE DESDE SU LLEGADA A ESPAÑA HASTA SU MUERTE, 97,
CAPÍTULO I. DESDE LA LLEGADA DEL REY A ESPAÑA (1759) HASTA LA PAZ DE 1763, 99,
CAPÍTULO II. DESDE LA PAZ DE 63 HASTA LA, CONCLUSIÓN DE LA PRIMERA EXPEDICIÓN, DE ARGEL, 120,
CAPÍTULO III. DESDE LA CONCLUSIÓN DE LA EXPEDICIÓN DE ARGEL HASTA LA GUERRA DE 1779, 160,
CAPÍTULO IV. QUE COMPRENDE DESDE LA GUERRA, EMPEZADA EN 79, HASTA LA PAZ, CONCLUIDA EN 1783, 176,
CAPÍTULO ÚLTIMO. DE LAS CALIDADES Y VIDA INTERIOR DEL REY CARLOS, 262,
NOTAS DE LA VIDA DE CARLOS III, 274,
LIBROS A LA CARTA, 307,

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