Las caras de la suerte (A Handbook to Luck)

Las caras de la suerte (A Handbook to Luck)

Las caras de la suerte (A Handbook to Luck)

Las caras de la suerte (A Handbook to Luck)

eBookSpanish-language Edition (Spanish-language Edition)

$9.99 

Available on Compatible NOOK Devices and the free NOOK Apps.
WANT A NOOK?  Explore Now

Related collections and offers


Overview

A fines de los años sesenta, tres adolescentes de varios rincones del planeta tratan de encontrar su lugar en el mundo: el cubano Enrique Florit, que vive en el sur de California con su padre, un mago extravagante; Marta Claros, que se las arregla para subsistir en un tugurio de San Salvador; Leila Rezvani, hija de una acomodada familia de un cirujano en Teherán. Los seguimos de cerca mientras sobreviven guerras, desilusiones y amores, a medida que sus vidas y sus caminos se entrecruzan. Con un reparto de personajes vivamente retratados, una forma agraciada de moverse por el tiempo y aquellos cambios psicológicos que se suscitan entre la niñez y la madurez, Las caras de la suerte es una novela hermosa, melancólica y profundamente emotiva escrita por la estimada narradora de historias, Cristina García.


Product Details

ISBN-13: 9780307486943
Publisher: VINTAGE ESPAÑOL
Publication date: 01/21/2009
Sold by: PENGUIN RANDOM HOUSE GRUPO EDITORIAL
Format: eBook
Pages: 320
File size: 2 MB
Language: Spanish

About the Author

Cristina García nació en La Habana y se crió en la ciudad de Nueva York. Es la autora de Soñar en cubano, obra finalista para el National Book Award; Las hermanas Agüero; y El cazador de monos. Sus libros han sido traducidos a una docena de idiomas. Cristina García ha recibido la distinción de ser un Guggenheim Fellow, un Hodder Fellow en la Universidad de Princeton y es la ganadora de un Whiting Writers’ Award. Vive en Napa Valley, California, con su hija y su esposo.

Read an Excerpt

Enrique Florit

Enrique Florit subió las escaleras a la azotea del edificio de apartamentos donde vivía, desde donde se podían ver las copas de las jacarandas en la calle. Había llovido esa tarde y unos charcos oscurecían el cemento y el cartón alquitranado que se despegaba del techo. Cuando Enrique abrió las puertas de tela de alambre de las jaulas, las palomas revolotearon y se le posaron en los hombros y en los brazos extendidos. Hacía cinco meses, él y su padre habían comprado las palomas y les habían teñido las plumas de un arco iris de colores pastel. Ahora Enrique les servía las semillas diarias, les refrescaba el agua, escuchaba los murmullos graves y melancólicos de sus gargantas.

Las palomas debutaron en el acto de su padre en la Nochevieja. Él daba presentaciones cada quince días en un bar de Marina del Rey y necesitaba las palomas para hacerle la competencia al loro montado en monociclo del mago que era la atracción principal. Papi intentó robarle la escena al loro al hacer que sus palomas se montaran en una motocicleta de pilas sobre una cuerda floja diminuta. Enrique asistió a la función de Nochevieja. Las palomas actuaron impredeciblemente, a veces montándose en el momento indicado, a veces zureando indiferentes desde la orilla del sombrero de copa de su padre. Un par de ellas incluso salió volando del cuarto.

Sin embargo, cada vez que Papi entraba con aire resuelto al escenario, vestido de esmoquin y con su capa de terciopelo color ciruela, a Enrique le daba un pequeño vuelco el corazón. Escuchó a una mujer con un peinado de salón decirle a sus acompañantes de mesa: ¡Uuuuuuy, es igualito a ese Ricky Ricardo! En California, nadie sabía gran cosa acerca de Cuba, a excepción de Ricky Ricardo, los secuestros a La Habana y, por supuesto, el Comandante mismo.

Armado de paciencia, Enrique logró que las palomas regresaran a su jaula, de una por una. El atardecer enrojeció el polvo flotante. Un avión de hélices despegó del aeropuerto al sur. Dio tumbos en lo alto sobre el mar antes de volver a tierra. Durante sus primeros meses en Los Ángeles, Papi había guardado una maleta lista en caso de que necesitaran regresar a Cuba a toda prisa. Escuchaba las estaciones de radio en español y tocaba boleros todas las noches antes de dormir. Leía El Diario en busca de noticias acerca de la caída del Comandante y mantenía su reloj adelantado tres horas, a la hora de La Habana. Después de un rato se acostumbraron a aguardar.

Su apartamento sobre la calle diecisiete daba a un callejón en el que se imponía una bugambilia rebelde. Vivían a una escasa milla de la playa, y el aire marino enmohecía las paredes y los pisos de linóleo. A Enrique le gustaba ir en patineta al muelle de Santa Mónica y mirar la rueda de la fortuna y a los mexicanos con sus cañas de pescar y sus cubetas vacías, llenas de esperanza. Papi dormía en el único dormitorio y Enrique se acurrucaba en el sofá de la sala por las noches. El rosario de coral de Mamá colgaba de un clavo encima del televisor, junto a un cartel del circo de Varadero. En el cartel, un elefante con un tocado incrustado de piedras preciosas se paraba en ancas mirando con recelo al maestro de ceremonias. Un tigre anaranjado rugía al fondo.

Enrique compartía el estrecho clóset del dormitorio con su padre. Los esmóquines raídos de Papi colgaban de manera ordenada, enormes y desamparados al verse despojados de sus abundantes carnes. Sus zapatos tenían un aspecto igualmente abatido, estacionados en doble fila junto a los tenis extra de Enrique. Sólo las camisas blancas de volantes, almidonadas y en posición de firmes, proyectaban un aire optimista.

Papi había sido famoso una vez por todo el Caribe. Se había presentado con regularidad en la República Dominicana y en Panamá y hasta la costa de Colombia al sur. El Mago Gallego. Ése había sido su nombre artístico en aquel entonces. Por supuesto, eso fue mucho antes de que muriera la madre de Enrique, mucho antes de que la Revolución Cubana se estropeara, mucho antes de que ellos abandonaran su casa de Cárdenas con sus pisos de mármol y sus contraventanas que iban del techo al piso y un ganso pinto llamado Pato que cuidaba del jardín.

Cuando Mamá aún vivía, Enrique, vestido en un pijama chino bordado y fingiendo regar un girasol que crecía lentamente, a veces acompañaba a sus padres en el escenario. Durante un año después de que ella murió, Enrique apenas pronunció palabra. Dormía en la habitación de su tía Adela, donde una luz implacable brillaba a través de las cortinas y la colcha estaba bordada con colibríes. Afuera de la ventana, unos racimos de plátanos maduraban ante sus ojos.

Su tía puso una campanita junto a su cama para que Enrique pudiera llamarla cuando así lo deseara. Ella le traía horchata y pasteles en miniatura con mermelada de piña. Además lo mimaba, abrigándolo con varias capas de suéteres y una bufanda de lana para mantenerlo caliente. La tía Adela creía que todas las aflicciones del cuerpo podían curarse con el calor. En las mañanas Enrique se despertaba escupiendo y sin aliento, convencido de que se ahogaba. Su tía lo llevó a ver al Dr. Ignacio Sebrango, un especialista pulmonar de brazos carbúnculos, quien afirmó que la condición de Enrique era psicológica y no tenía nada que ver con la excelente salud de sus pulmones.

El temor más grande de Enrique era que pudiera llegar a olvidar a su madre por completo. Ella había muerto cuando él tenía seis y eso había sido hacía tres años enteros. Él revivía los recuerdos de ella una y otra vez hasta que éstos parecían más como una película vieja que algo real. Todo el mundo le había dicho que él era el vivo retrato de Mamá. Ambos eran de cuerpo menudo, cabello negro fino y piel color canela. Sólo sus ojos, color avellana tirando a azul, se parecían a los de su padre.

A veces Enrique jugaba con la esclava de plata de su madre con su nombre grabado, la cual él había sacado a escondidas de Cuba en su maletín de viaje, o la lanzaba sobre una de las botellas de perfume vacías de ella como en un juego de la feria. O desplegaba su abanico de Panamá, pintado meticulosamente con una imagen de la diosa hindú del amor. También había algunas fotografías. La que él más atesoraba, mostraba a Mamá sentada en la veranda de casa a la sombra de una acacia leyendo Pasaje a la India, su libro favorito. Más que nada Enrique extrañaba su aroma, una mezcla delicada de jazmín y sudor.

Había sobras de comida china y cuatro cabezas de lechuga marchita en el refrigerador, vestigios del breve intento de Papi por mejorar su dieta. Enrique tomó el envase de leche y se sirvió un vaso. Luego se sentó a la mesa de la cocina e intentó hacer su tarea de ciencias sociales. Le confundía la variedad de tribus indígenas norteamericanas. La historia de los indígenas de Cuba era sencilla a comparación: antes hubo taínos; ahora no había ninguno. Enrique sospechaba que su maestro del cuarto grado, el Sr. Wonder, pronunciaba mal su nombre adrede. Hacía que “Florit” sonara como una especie de hongo tropical.

Después de un año y medio en Los Ángeles, Enrique hablaba el inglés a la perfección. Su madre, quien había crecido en Panamá y era la hija del comisionado del agua de dicho país, le había enseñado a Enrique el poco inglés que sabía. Él le llevaba esa ventaja a su padre, pero eso no explicaba las tremendas dificultades que Papi tenía con el idioma. Su padre torturaba cada oración, metía a fuerzas el inglés dentro del staccato rápido del español cubano. Llamaba a las cosas he y she, en vez de it, y pronunciaba la j inglesa como una y. Contaba con un buen vocabulario, pero su velocidad y su pronunciación hacían que fuera imposible que alguien le entendiera.

Según Papi su acento era culpable de que su carrera se hubiera estancado. La prestidigitación de un mago, le dijo a Enrique, dependía por completo de su habilidad de enfocar la atención del público. Si la gente no podía entender lo que él decía —“¡En inglés!” algún borracho invariablemente le gritaba durante sus actuaciones— ¿cómo manipularla? Papi decía que la magia era en gran parte una cuestión de hacer que las cosas ordinarias parecieran extraordinarias por medio de un toque de humo e ilusionismo.

Enrique deseó que se hubieran quedado en Miami con los demás cubanos. Su padre al menos podría haber ejecutado sus trucos para ellos en español, no que los exiliados estuvieran de mucho humor para la magia hoy en día. Para ellos, el concepto de la diversión hubiera sido ver al Comandante colgado de una farola en La Habana. Pero todo el mundo les había dicho que California era el lugar idóneo para abrirse camino en el mundo del espectáculo. Papi le había insistido nuevamente que se integrara a su espectáculo de magia, pero Enrique se había negado. Le consolaba imaginarse que Mamá velaba por él desde los márgenes, exhortándolo a que dijera “no”.

Últimamente, su padre hablaba de la posibilidad de mudarse a Las Vegas. Conocía a algunos cubanos de los casinos de la isla que trabajaban en “el Strip”, la conocida franja de hoteles y centros nocturnos allá, como jefes de mesa en los casinos, crupieres de veintiuna o gerentes de los centros nocturnos. Papi también conocía a varios mafiosos norteamericanos que habían trasladado allí sus operaciones de juegos de azar, después de que los cubanos los echaran de La Habana. Las Vegas crecía muy deprisa, decía él, y muy pronto se convertiría en la capital mundial de la magia. ¿En qué otro lugar podía un hombre comenzar el día con cincuenta dólares en el bolsillo y acabar como un millonario al anochecer?

Enrique prendió el televisor, forzando el grueso botón selector de una estación a otra. Estaban pasando programas repetidos de Abbott y Costello por el Canal 9, pero no le llamaban la atención. Sólo lo hacían reír cuando estaba enfermo. Tenía una tos leve y le dolía la garganta. Con suerte, pescaría una gripe y faltaría a clases por una semana. Le dolían las costillas después de una pelea en el patio de recreo. No había sido gran cosa, sólo el intercambio desigual de moquetes acostumbrado con ese buscapleitos de Ocean Park. No era fácil ser el niño nuevo (casi todos los demás se conocían desde el jardín de niños), tener la piel morena y ser el segundo más bajito de la clase.

El noticiero de las seis no cambiaba mucho. Siempre que Enrique veía al presidente Johnson por la televisión, recordaba a los turistas norteamericanos que acostumbraban ir a la playa de Varadero antes de la revolución y tenían la mala costumbre de llamar “boy” a todos los hombres. Cada día morían más soldados estadounidenses en Vietnam luchando contra los comunistas. Enrique ya había perdido la cuenta de cuántos miles hasta ahora. ¿Por qué los norteamericanos no luchaban contra los comunistas en Cuba? ¿Cuál era la diferencia? ¿Y qué habría sido de los hombres que lucharon en la Bahía de Cochinos? ¿Por qué ya nadie los mencionaba? Enrique sospechaba de los hechos. A su manera de ver, nadie podía fiarse de nada con excepción de los números o de algo que pudieras sujetar entre ambas manos.

From the B&N Reads Blog

Customer Reviews