Marianela

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Overview

Benito Perez Galdos was a Spanish author best known for realism.  Galdos was a prolific writer and is considered by most to be the most famous Spanish author after Cervantes.  This edition of Marianela includes a table of contents.

Product Details

ISBN-13: 9781508014065
Publisher: Charles River Editors
Publication date: 03/22/2018
Sold by: PUBLISHDRIVE KFT
Format: eBook
File size: 2 MB

About the Author

Galdós era el décimo hijo de un coronel del ejército, Sebastián Pérez, y de Dolores Galdós. En 1852 ingresó en el Colegio de San Agustín, que aplicaba una pedagogía muy avanzada para la época. Obtuvo el título de bachiller en Artes en 1862, en el Instituto de La Laguna, y empezó a publicar poemas satíricos, ensayos y cuentos en la prensa local. También se destacó por su interés por el dibujo y la pintura. En septiembre de 1862 Galdós se fue a vivir a Madrid y se matriculó en la universidad. Allí conoció al fundador de la Institución Libre de Enseñanza, Francisco Giner de los Ríos, que le alentó a escribir y le hizo conocer el krausismo. Por entonces frecuentó los teatros de Madrid y organizó la «Tertulia Canaria». En 1865 empezó a escribir en los periódicos La Nación y El Debate, y en la Revista del Movimiento Intelectual de Europa. Hacia 1867 hizo su primer viaje al extranjero, como corresponsal en París en la Exposición Universal. Galdós publicó en 1870 La Fontana de Oro, su primera novela. La Sombra fue publicada en noviembre de 1870 por entregas en La Revista de España. Y en 1873 comenzó a publicar la que se puede considerar su obra maestra, los Episodios nacionales, donde refleja la vida íntima de los españoles del siglo XIX y los acontecimientos de la historia nacional que marcaron el destino de España. La obra tiene cuarenta y seis episodios en cinco series de diez novelas cada una, salvo la última, inconclusa. Empiezan con la batalla de Trafalgar y terminan con la Restauración borbónica en España. Tuvo una hija natural en 1891 de una madre que se suicidó, Lorenza Cobián. Y se relacionó con la actriz Concha Morell y la novelista Emilia Pardo Bazán. Galdós murió en su casa de la calle Hilarión Eslava de Madrid el 4 de enero de 1920.

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Marianela


By Benito Pérez Galdós

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9953-559-3



CHAPTER 1

PERDIDO


Se puso el Sol. Tras el breve crepúsculo vino tranquila y oscura la noche, en cuyo negro seno murieron poco a poco los últimos rumores de la tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en su camino, apresurando su paso a medida que avanzaba la noche. Iba por angosta vereda, de esas que sobre el césped traza el constante pisar de hombres y brutos, y subía sin cansancio por un cerro en cuyas vertientes se alzaban pintorescos grupos de guinderos, hayas y robles. (Ya se ve que estamos en el Norte de España.)

Era un hombre de mediana edad, de complexión recia, buena talla, ancho de espaldas, resuelto de ademanes, firme de andadura, basto de facciones, de mirar osado y vivo, ligero a pesar de su regular obesidad, y (dígase de una vez aunque sea prematuro) excelente persona por doquiera que se le mirara. Vestía el traje propio de los señores acomodados que viajan en verano, con el redondo sombrerete, que debe a su fealdad el nombre de hongo, gemelos de campo pendientes de una correa, y grueso bastón que, entre paso y paso, le servía para apalear las zarzas cuando extendían sus ramas llenas de afiladas uñas para atraparle la ropa.

Detúvose, y mirando a todo el círculo del horizonte, parecía impaciente y desasosegado. Sin duda no tenía gran confianza en la exactitud de su itinerario y aguardaba el paso de algún aldeano que le diese buenos informes topográficos para llegar pronto y derechamente a su destino.

— No puedo equivocarme — murmuró —. Me dijeron que atravesara el río por la pasadera ... así lo hice. Después que marchara adelante, siempre adelante. En efecto, allá, detrás de mí queda esa apreciable villa, a quien yo llamaría Villafangosa por el buen surtido de lodos que hay en sus calles y caminos ... De modo que por aquí, adelante, siempre adelante ... (me gusta esta frase, y si yo tuviera escudo no le pondría otra divisa) he de llegar a las famosas minas de Socartes.

Después de andar largo trecho, añadió:

— Me he perdido, no hay duda de que me he perdido ... Aquí tienes, Teodoro Golfín, el resultado de tu adelante, siempre adelante. Estos palurdos no conocen el valor de las palabras. O han querido burlarse de ti, o ellos mismos ignoran dónde están las minas de Socartes. Un gran establecimiento minero ha de anunciarse con edificios, chimeneas, ruido de arrastres, resoplido de hornos, relincho de caballos, trepidación de máquinas, y yo no veo, ni huelo, ni oigo nada ... Parece que estoy en un desierto ... ¡qué soledad! Si yo creyera en brujas, pensaría que mi destino me proporcionaba esta noche el honor de ser presentado a ellas ... ¡Demonio!, ¿pero no hay gente en estos lugares? ... Aún falta media hora para la salida de la Luna. ¡Ah!, bribona, tú tienes la culpa de mi extravío ... Si al menos pudiera conocer el sitio donde me encuentro ... ¿Pero qué más da? (Al decir esto, hizo un gesto propio del hombre esforzado que desprecia los peligros). Golfín, tú que has dado la vuelta al mundo, ¿te acobardarás ahora? ... ¡Ah!, los aldeanos tenían razón: adelante, siempre adelante. La ley universal de la locomoción no puede fallar en este momento.

Y puesta denodadamente en ejecución aquella osada ley, recorrió un kilómetro, siguiendo a capricho las veredas que le salían al paso y se cruzaban y se quebraban en ángulos mil, cual si quisiesen engañarle y confundirle más. Por grande que fuera su resolución e intrepidez, al fin tuvo que pararse. Las veredas, que al principio subían, luego empezaron a bajar, enlazándose; y al fin bajaron tanto, que nuestro viajero hallose en un talud, por el cual solo habría podido descender echándose a rodar.

— ¡Bonita situación! — exclamó sonriendo y buscando en su buen humor lenitivo a la enojosa contrariedad —. ¿En dónde estás, querido Golfín? Esto parece un abismo. ¿Ves algo allá abajo? Nada, absolutamente nada ... pero el césped ha desaparecido, el terreno está removido. Todo es aquí pedruscos y tierra sin vegetación, teñida por el óxido de hierro ... Sin duda estoy en las minas ... pero ni alma viviente, ni chimeneas humeantes, ni ruido, ni un tren que murmure a lo lejos, ni siquiera un perro que ladre ... ¿Qué haré?, hay por aquí una vereda que vuelve a subir. ¿Seguirela? ¿Desandaré lo andado? ... ¡Retroceder! ¡Qué absurdo! O yo dejo de ser quien soy, o llegaré esta noche a las famosas minas de Socartes y abrazaré a mi querido hermano. Adelante, siempre adelante.

Dio un paso y hundiose en la frágil tierra movediza.

— ¿Esas tenemos, señor planeta? ... ¿Con que quiere usted tragarme? ... Si ese holgazán satélite quisiera alumbrar un poco, ya nos veríamos las caras usted y yo ... Y a fe que por aquí abajo no hemos de ir a ningún paraíso. Parece esto el cráter de un volcán apagado ... Hay que andar suavemente por tan delicioso precipicio. ¿Qué es esto? ¡Ah! Una piedra; magnífico asiento para echar un cigarro, esperando a que salga la Luna.

El discreto Golfín se sentó tranquilamente como podría haberlo hecho en el banco de un paseo; y ya se disponía a fumar, cuando sintió una voz ... sí, indudablemente era una voz humana que lejos sonaba, un quejido patético, mejor dicho, melancólico canto, formado de una sola frase, cuya última cadencia se prolongaba apianándose en la forma que los músicos llamaban morendo, y que se apagaba al fin en el plácido silencio de la noche, sin que el oído pudiera apreciar su vibración postrera.

— Vamos — dijo el viajero lleno de gozo —, humanidad tenemos. Ese es el canto de una muchacha; sí, es voz de mujer, y voz preciosísima. Me gusta la música popular de este país ... Ahora calla ... Oigamos, que pronto ha de volver a empezar ... Ya, ya suena otra vez. ¡Qué voz tan bella, qué melodía tan conmovedora! Creeríase que sale de las profundidades de la tierra y que el señor de Golfín, el hombre más serio y menos supersticioso del mundo, va a andar en tratos ahora con los silfos, ondinas, gnomos, hadas y toda la chusma emparentada con la loca de la casa ... Pero, si no me engaña el oído, la voz se aleja ... La graciosa cantora se va ... ¡Eh! Muchacha, aguarda, detén el paso.

La voz, que durante breve rato había regalado con encantadora música el oído del hombre extraviado, se iba perdiendo en la inmensidad tenebrosa, y a los gritos de Golfín, el canto extinguiose por completo. Sin duda la misteriosa entidad gnómica, que entretenía su soledad subterránea cantando tristes amores, se había asustado de la brusca interrupción del hombre, huyendo a las más hondas entrañas de la tierra, donde moran, avaras de sus propios fulgores, las piedras preciosas.

— Esta es una situación divina — murmuró Golfín, considerando que no podía hacer mejor cosa que dar lumbre a su cigarro —. No hay mal que cien años dure. Aguardemos fumando. Me he lucido con querer venir solo y a pie a las minas de Socartes. Mi equipaje habrá llegado primero, lo que prueba de un modo irrebatible las ventajas del adelante, siempre adelante."

Moviose entonces ligero vientecillo, y Teodoro creyó sentir pasos lejanos en el fondo de aquel desconocido o supuesto abismo que ante sí tenía. Puso atención y no tardó en adquirir la certeza de que alguien andaba por allí. Levantándose, gritó:

— Muchacha, hombre, o quien quiera que seas, ¿se puede ir por aquí a las minas de Socartes?

No había concluido, cuando oyose el violento ladrar de un perro, y después una voz de hombre, que dijo:

— Choto, Choto, ven aquí.

— ¡Eh! — gritó el viajero —. Buen amigo, muchacho de todos los demonios, o lo que quiera que seas, sujeta pronto ese perro, que yo soy hombre de paz!

— ¡Choto, Choto!

Golfín vio que se le acercaba un perro negro y grande; mas el animal, después de gruñir junto a él, retrocedió llamado por su amo. En tal punto y momento, el viajero pudo distinguir una figura, un hombre, que inmóvil y sin expresión, cual muñeco de piedra, estaba en pie a distancia como de diez varas más abajo de él, en una vereda trasversal que aparecía irregularmente trazada por todo lo largo del talud. Este sendero y la humana figura detenida en él llamaron vivamente la atención de Golfín, que dirigiendo gozosa mirada al cielo, exclamó:

— ¡Gracias a Dios!, al fin salió esa loca. Ya podemos saber dónde estamos. No sospechaba yo que tan cerca de mí existiera esta senda ... Pero si es un camino ... ¡Hola!, amiguito, ¿puede usted decirme si estoy en las minas de Socartes?

— Sí, señor, estas son las minas de Socartes, aunque estamos un poco lejos del establecimiento.

La voz que esto decía era juvenil y agradable, y resonaba con las simpáticas inflexiones que indican una disposición a prestar servicios con buena voluntad y cortesía. Mucho gustó al doctor oírla, y más aún observar la dulce claridad que, difundiéndose por los espacios antes oscuros, hacía revivir cielo y tierra, cual si se los sacara de la nada.

— Fiat lux — dijo descendiendo —. Me parece que acabo de salir del caos primitivo. Ya estamos en la realidad ... Bien, amiguito, doy a usted gracias por las noticias que me ha dado y las que aún ha de darme ... Salí de Villamojada al ponerse el Sol. Dijéronme que adelante, siempre adelante ...

— ¿Va usted al establecimiento? — preguntó el misterioso joven, permaneciendo inmóvil y rígido, sin mirar al doctor, que ya estaba cerca.

— Sí, señor; pero sin duda equivoqué el camino.

— Esta no es la entrada de las minas. La entrada es por la pasadera de Rabagones, donde está el camino y el ferrocarril en construcción. Por allá hubiera usted llegado en diez minutos al establecimiento. Por aquí tardaremos más, porque hay bastante distancia y muy mal camino. Estamos en la última zona de explotación, y hemos de atravesar algunas galerías y túneles, bajar escaleras, pasar trincheras, remontar taludes, descender el plano inclinado; en fin, recorrer todas las minas de Socartes desde un extremo, que es este, hasta el otro extremo, donde están los talleres, los hornos, las máquinas, el laboratorio y las oficinas.

— Pues a fe mía que ha sido floja mi equivocación — dijo Golfín riendo.

— Yo le guiaré a usted con mucho gusto, porque conozco estos sitios perfectamente.

Golfín, hundiendo los pies en la tierra, resbalando aquí y bailoteando más allá, tocó al fin el benéfico suelo de la vereda, y su primera acción fue examinar al bondadoso joven. Breve rato estuvo el doctor dominado por la sorpresa.

— Usted ... — murmuró.

— Soy ciego, sí, señor — añadió el joven —; pero sin vista sé recorrer de un cabo a otro las minas de Socartes. El palo que uso me impide tropezar, y Choto me acompaña, cuando no lo hace la Nela, que es mi lazarillo. Con que sígame usted y déjese llevar.

CHAPTER 2

GUIADO


— ¿Ciego de nacimiento? — dijo Golfín con vivo interés que no era solo inspirado por la compasión.

— Sí, señor, de nacimiento — repuso el ciego con naturalidad —. No conozco el mundo más que por el pensamiento, el tacto y el oído. He podido comprender que la parte más maravillosa del universo es esa que me está vedada. Yo sé que los ojos de los demás no son como estos míos, sino que por sí conocen las cosas; pero este don me parece tan extraordinario, que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo.

— Quién sabe ... — manifestó Teodoro — ¿pero qué es esto que veo, amigo mío, qué sorprendente espectáculo es este?

El viajero, que había andado algunos pasos junto a su guía, se detuvo asombrado de la fantástica perspectiva que se ofrecía ante sus ojos. Hallábase en un lugar hondo, semejante al cráter de un volcán, de suelo irregular, de paredes más irregulares aún. En los bordes y en el centro de la enorme caldera, cuya magnitud era aumentada por el engañosoA claro-oscuro de la noche, se elevaban figuras colosales, hombres disformes, monstruos volcados y patas arriba, brazos inmensos desperezándose, pies truncados, desparramadas figuras semejantes a las que forma el caprichoso andar de las nubes en el cielo; pero quietas, inmobles, endurecidas. Era su color el de las momias, un color terroso tirando a rojo; su actitud la del movimiento febril sorprendido y atajado por la muerte. Parecía la petrificación de una orgía de gigantescos demonios; y sus manotadas, los burlones movimientos de sus desproporcionadas cabezas habían quedado fijos como las inalterables actitudes de la escultura. El silencio que llenaba el ámbito del supuesto cráter era un silencio que daba miedo. Creeríase que mil voces y aullidos habían quedado también hechos piedra, y piedra eran desde siglos de siglos.

— ¿En dónde estamos, buen amigo? — dijo Golfín —. Esto es una pesadilla.

— Esta zona de la mina se llama la Terrible — repuso el ciego indiferente al estupor de su compañero de camino —. Ha estado en explotación hasta que hace dos años se agotó el mineral de calamina. Hoy los trabajos se hacen en otras zonas que hay más arriba. Lo que a usted le maravilla son los bloques de piedra que llaman cretácea y de arcilla ferruginosa endurecida que han quedado después de sacado el mineral. Dicen que esto presenta un golpe de vista sublime, sobre todo a la luz de la Luna. Yo de nada de eso entiendo.

— Espectáculo asombroso, sí — dijo el forastero deteniéndose en contemplarlo —, pero que a mí antes me causa espanto que placer, porque lo asocio al recuerdo de mis neuralgias. ¿Sabe usted lo que me parece? Me parece que estoy viajando por el interior de un cerebro atacado de violentísima jaqueca. Estas figuras son como las formas perceptibles que afecta el dolor cefalálgico, confundiéndose con los terroríficos bultos y sombrajos que engendra la fiebre.

— ¡Choto, Choto, aquí! — dijo el ciego —. Caballero, mucho cuidado ahora, que vamos a entrar en una galería.

En efecto, Golfín vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se dirigía hacia una puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres gruesas vigas.

El perro entró primero olfateando la negra cavidad. Siguole el ciego con la impavidez de quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue detrás, no sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la importuna excursión bajo la tierra.

— Es pasmoso — dijo — que usted entre y salga por aquí sin tropiezo.

— Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aquí se siente frío; abríguese usted si tiene con qué. No tardaremos mucho en salir.

Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas perpendiculares. Después dijo:

— Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por aquí se arrastra el mineral de las pertenencias de arriba. ¿Tiene usted frío?

— Diga usted, buen amigo — interrogó el doctor festivamente —. ¿Está usted seguro de que no nos ha tragado la tierra? Este pasadizo es un esófago. Somos pobres bichos que hemos caído en el estómago de un gran insectívoro. ¿Y usted, joven, se pasea mucho por estas amenidades?

— Mucho paseo por aquí a todas horas, y me agrada extraordinariamente. Ya hemos entrado en la parte más seca. Esto es arena pura ... Ahora vuelve la piedra ... Aquí hay filtraciones de agua sulfurosa; por aquí una capa de tierra, en que se encuentran conchitas de piedra ... También hay capas de pizarra: esto llaman esquistos ... ¿Oye usted cómo canta el sapo? Ya estamos cerca de la boca. Allí se pone ese holgazán todas las noches. Le conozco; tiene una voz ronca y pausada.

— ¿Quién, el sapo?

— Sí, señor. Ya nos acercamos al fin.

— En efecto; allá veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la boca.

Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor, fue el canto melancólico que había oído antes. Oyolo también el ciego; volviose bruscamente y dijo sonriendo con placer y orgullo:

— ¿La oye usted?

— Antes oí esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta? ...

En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de sus pulmones, gritó:

— ¡Nela! ... ¡Nela!

Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel nombre.

El ciego, poniéndose las manos en la boca en forma de bocina, gritó:

— No vengas, que voy allá. ¡Espérame en la herrería ... en la herrería!

Después, volviéndose al doctor, le dijo:

— La Nela es una muchacha que me acompaña; es mi lazarillo. Al anochecer volvíamos juntos del prado grande ... hacía un poco de fresco. Como mi padre me ha prohibido que ande de noche sin abrigo, metime en la cabaña de Romolinos, y la Nela corrió a mi casa a buscarme el gabán. Al poco rato de estar en la cabaña, acordeme de que un amigo había quedado en esperarme en casa; no tuve paciencia para aguardar a la Nela, y salí con Choto. Pasaba por la Terrible, cuando le encontré a usted ... Pronto llegaremos a la herrería. Allí nos separaremos, porque mi padre se enoja cuando entro tarde en casa, y ella le acompañará a usted hasta las oficinas.

— Muchas gracias, amigo mío.


(Continues...)

Excerpted from Marianela by Benito Pérez Galdós. Copyright © 2015 Red ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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Table of Contents

IntroduccionI
Juicios Sobre El Autor Y La ObraXIX
CronologiaXXVIII
BibliografiaXXX
Cap. 1.Perdido5
Cap. 2.Guiado12
Cap. 3.Un dialogo de exposicion23
Cap. 4.La familia de piedra32
Cap. 5.Trabajo. Paisaje. Figura44
Cap. 6.Tonterias53
Cap. 7.Mas tonterias61
Cap. 8.Prosiguen las tonterias70
Cap. 9.Los Golfines81
Cap. 10.Historia de dos hijos del pueblo95
Cap. 11.El patriarca de Aldeacorba100
Cap. 12.El doctor Celipin110
Cap. 13.Entre dos cestas116
Cap. 14.De como la Virgen Maria se aparecio a la Nela121
Cap. 15.Los tres131
Cap. 16.La promesa138
Cap. 17.Fugitiva y meditabunda144
Cap. 18.La Nela se decide a partir154
Cap. 19.Domesticacion161
Cap. 20.El nuevo mundo176
Cap. 21.Los ojos matan186
Cap. 22.!Adios!205
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