Poemas
La regenta y Su hijo único son consideradas las dos grandes novelas naturalistas españolas del siglo. Estos libros retratan la sociedad provinciana de Vetusta, ciudad imaginaria semejante a Oviedo.
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La regenta y Su hijo único son consideradas las dos grandes novelas naturalistas españolas del siglo. Estos libros retratan la sociedad provinciana de Vetusta, ciudad imaginaria semejante a Oviedo.
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by Manuel Gutiïrrez Nïjera
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Overview

La regenta y Su hijo único son consideradas las dos grandes novelas naturalistas españolas del siglo. Estos libros retratan la sociedad provinciana de Vetusta, ciudad imaginaria semejante a Oviedo.

Product Details

ISBN-13: 9788499536958
Publisher: Linkgua Ediciones
Publication date: 01/01/2024
Series: Poes�a , #69
Pages: 92
Product dimensions: 5.60(w) x 8.60(h) x 1.10(d)
Language: Spanish

About the Author

Leopoldo Alas Clar�n (1852-1901). Espa�a. Su padre era gobernador civil en Zamora. Comenz� sus estudios en Le�n, en el colegio de los Jesuitas, y a los siete a�os march� a Oviedo. En 1871 ingres� en la Universidad de Madrid y continu� los estudios de Derecho y Filosof�a que hab�a iniciado en Oviedo. Hab�a vivido la revoluci�n del 68 y fund� con sus compa�eros Tom�s Tuero, P�o Rubin y Armando Palacio Vald�s la tertulia de la Cervecer�a Inglesa de la Carrera de san Jer�nimo, llamada tambi�n Bilis Club por la agudeza de las cr�ticas que en ella se hac�an. En 1875 us� por primera vez el pseud�nimo Clar�n para firmar en El Solfeo. Tambi�n escribi� en La Uni�n, El Progreso, Gil Blas y La Espa�a Moderna. Hizo un periodismo �gil y atrevido, en art�culos que llamaba paliches. En 1882 fue nombrado catedr�tico de la Universidad de Zaragoza y al a�o siguiente vivi� en Oviedo, ciudad en la que provoc� gran esc�ndalo la publicaci�n de la novela La Regenta (1885), la cual, junto con Su �nico hijo son consideradas las dos grandes novelas naturalistas espa�olas del siglo. Estos libros retratan con dureza la sociedad provinciana de Vetusta, ciudad imaginaria semejante a Oviedo. Clar�n muri� en 1901.

Read an Excerpt

La Regenta II


By Leopoldo Alas Clarín

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9953-695-8


CHAPTER 1

Con octubre muere en Vetusta el buen tiempo. Al mediar noviembre suele lucir el Sol una semana, pero como si fuera ya otro Sol, que tiene prisa y hace sus visitas de despedida preocupado con los preparativos del viaje del invierno. Puede decirse que es una ironía de buen tiempo lo que se llama el veranillo de San Martín. Los vetustenses no se fían de aquellos halagos de luz y calor y se abrigan y buscan su manera peculiar de pasar la vida a nado durante la estación odiosa que se prolonga hasta fines de abril próximamente. Son anfibios que se preparan a vivir debajo del agua la temporada que su destino les condena a este elemento. Unos protestan todos los años haciéndose de nuevas y diciendo: «¡Pero ve usted qué tiempo!». Otros, más filósofos, se consuelan pensando que a las muchas lluvias se debe la fertilidad y hermosura del suelo. «O el cielo o el suelo, todo no puede ser.»

Ana Ozores no era de los que se resignaban. Todos los años, al oír las campanas doblar tristemente el día de los Santos, por la tarde, sentía una angustia nerviosa que encontraba pábulo en los objetos exteriores, y sobre todo en la perspectiva ideal de un invierno, de otro invierno húmedo, monótono, interminable, que empezaba con el clamor de aquellos bronces.

Aquel año la tristeza había aparecido a la hora de siempre.

Estaba Ana sola en el comedor. Sobre la mesa quedaban la cafetera de estaño, la taza y la copa en que había tomado café y anís don Víctor, que ya estaba en el Casino jugando al ajedrez. Sobre el platillo de la taza yacía medio puro apagado, cuya ceniza formaba repugnante amasijo impregnado del café frío derramado. Todo esto miraba la Regenta con pena, como si fuesen ruinas de un mundo. La insignificancia de aquellos objetos que contemplaba le partía el alma; se le figuraba que eran símbolo del universo, que era así, ceniza, frialdad, un cigarro abandonado a la mitad por el hastío del fumador. Además, pensaba en el marido incapaz de fumar un puro entero y de querer por entero a una mujer. Ella era también como aquel cigarro, una cosa que no había servido para uno y que ya no podía servir para otro.

Todas estas locuras las pensaba, sin querer, con mucha formalidad. Las campanas comenzaron a sonar con la terrible promesa de no callarse en toda la tarde ni en toda la noche. Ana se estremeció. Aquellos martillazos estaban destinados a ella; aquella maldad impune, irresponsable, mecánica del bronce repercutiendo con tenacidad irritante, sin por qué ni para qué, solo por la razón universal de molestar, creíala descargada sobre su cabeza. No eran fúnebres lamentos, las campanadas como decía Trifón Cármenes en aquellos versos del Lábaro del día, que la doncella acababa de poner sobre el regazo de su ama; no eran fúnebres lamentos, no hablaban de los muertos, sino de la tristeza de los vivos, del letargo de todo; ¡tan, tan, tan! ¡cuántos! ¡cuántos! ¡y los que faltaban! ¿qué contaban aquellos tañidos? tal vez las gotas de lluvia que iban a caer en aquel otro invierno.

La Regenta quiso distraerse, olvidar el ruido inexorable, y miró El Lábaro. Venía con orla de luto. El primer fondo, que, sin saber lo que hacía, comenzó a leer, hablaba de la brevedad de la existencia y de los acendrados sentimientos católicos de la redacción. «¿Qué eran los placeres de este mundo? ¿Qué la gloria, la riqueza, el amor?» En opinión del articulista, nada; palabras, palabras, palabras, como había dicho Shakespeare. Solo la virtud era cosa sólida. En este mundo no había que buscar la felicidad, la tierra no era el centro de las almas decididamente. Por todo lo cual lo más acertado era morirse; y así, el redactor, que había comenzado lamentando lo solos que se quedaban los muertos, concluía por envidiar su buena suerte. Ellos ya sabían lo que había más allá, ya habían resuelto el gran problema de Hamlet: to be or not to be. ¿Qué era el más allá? Misterio. De todos modos el articulista deseaba a los difuntos el descanso y la gloria eterna. Y firmaba: «Trifón Cármenes». Todas aquellas necedades ensartadas en lugares comunes; aquella retórica fiambre, sin pizca de sinceridad, aumentó la tristeza de la Regenta; esto era peor que las campanas, más mecánico, más fatal; era la fatalidad de la estupidez; y también ¡qué triste era ver ideas grandes, tal vez ciertas, y frases, en su original sublimes, allí manoseadas, pisoteadas y por milagros de la necedad convertidas en materia liviana, en lodo de vulgaridad y manchadas por las inmundicias de los tontos! ... «¡Aquello era también un símbolo del mundo; las cosas grandes, las ideas puras y bellas, andaban confundidas con la prosa y la falsedad y la maldad, y no había modo de separarlas!» Después Cármenes se presentaba en el cementerio y cantaba una elegía de tres columnas, en tercetos entreverados de silva. Ana veía los renglones desiguales como si estuvieran en chino; sin saber por qué, no podía leer; no entendía nada; aunque la inercia la obligaba a pasar por allí los ojos, la atención retrocedía, y tres veces leyó los cinco primeros versos, sin saber lo que querían decir ... Y de repente recordó que ella también había escrito versos, y pensó que podían ser muy malos también. «¿Si habría sido ella una Trifona? Probablemente; ¡y qué desconsolador era tener que echar sobre sí misma el desdén que mereciera todo! ¡Y con qué entusiasmo había escrito muchas de aquellas poesías religiosas, místicas, que ahora le aparecían amaneradas, rapsodias serviles de fray Luis de León y San Juan de la Cruz! Y lo peor no era que los versos fueran malos, insignificantes, vulgares, vacíos ... ¿y los sentimientos que los habían inspirado? ¿Aquella piedad lírica? ¿Había valido algo? No mucho cuando ahora, a pesar de los esfuerzos que hacía por volver a sentir una reacción de religiosidad ... ¿Si en el fondo no sería ella más que una literata vergonzante, a pesar de no escribir ya versos ni prosa? ¡Sí, sí, le había quedado el espíritu falso, torcido de la poetisa, que por algo el buen sentido vulgar desprecia!»

Como otras veces, Ana fue tan lejos en este vejamen de sí misma, que la exageración la obligó a retroceder y no paró hasta echar la culpa de todos sus males a Vetusta, a sus tías, a don Víctor, a Frígilis, y concluyó por tenerse aquella lástima tierna y profunda que la hacía tan indulgente a ratos para con los propios defectos y culpas.

Se asomó al balcón. Por la plaza pasaba todo el vecindario de la Encimada camino del cementerio, que estaba hacia el Oeste, más allá del Espolón sobre un cerro. Llevaban los vetustenses los trajes de cristianar; criadas, nodrizas, soldados y enjambres de chiquillos eran la mayoría de los transeúntes; hablaban a gritos, gesticulaban alegres; de fijo no pensaban en los muertos. Niños y mujeres del pueblo pasaban también, cargados de coronas fúnebres baratas, de cirios flacos y otros adornos de sepultura. De vez en cuando un lacayo de librea, un mozo de cordel atravesaban la plaza abrumados por el peso de colosal corona de siemprevivas, de blandones como columnas, y catafalcos portátiles. Era el luto oficial de los ricos que sin ánimo o tiempo para visitar a sus muertos les mandaban aquella especie de besa-la-mano. Las personas decentes no llegaban al cementerio; las señoritas emperifolladas no tenían valor para entrar allí y se quedaban en el Espolón paseando, luciendo los trapos y dejándose ver, como los demás días del año. Tampoco se acordaban de los difuntos; pero lo disimulaban; los trajes eran oscuros, las conversaciones menos estrepitosas que de costumbre, el gesto algo más compuesto ... Se paseaba en el Espolón como se está en una visita de duelo en los momentos en que no está delante ningún pariente cercano del difunto. Reinaba una especie de discreta alegría contenida. Si en algo se pensaba alusivo a la solemnidad del día era en la ventaja positiva de no contarse entre los muertos. Al más filósofo vetustense se le ocurría que no somos nada, que muchos de sus conciudadanos que se paseaban tan tranquilos, estarían el año que viene con los otros; cualquiera menos él.

Ana aquella tarde aborrecía más que otros días a los vetustenses; aquellas costumbres tradicionales, respetadas sin conciencia de lo que se hacía, sin fe ni entusiasmo, repetidas con mecánica igualdad como el rítmico volver de las frases o los gestos de un loco; aquella tristeza ambiente que no tenía grandeza, que no se refería a la suerte incierta de los muertos, sino al aburrimiento seguro de los vivos, se le ponían a la Regenta sobre el corazón, y hasta creía sentir la atmósfera cargada de hastío, de un hastío sin remedio, eterno. Si ella contara lo que sentía a cualquier vetustense, la llamaría romántica; a su marido no había que mentarle semejantes penas; en seguida se alborotaba y hablaba de régimen, y de programa y de cambiar de vida. Todo menos apiadarse de los nervios o lo que fuera.

Aquel programa famoso de distracciones y placeres formado entre Quintanar y Visitación, había empezado a caer en desuso a los pocos días, y apenas se cumplía ya ninguna de sus partes. Al principio Ana se había dejado llevar a paseo, a todos los paseos, al teatro, a la tertulia de Vegallana, a las excursiones campestres; pero pronto se declaró cansada y opuso una resistencia pasiva que no pudieron vencer don Víctor y la del Banco.

Visita encogía los hombros. «No se explicaba aquello. ¡Qué mujer era Ana! Ella estaba segura de que Álvaro le parecía retebién, Álvaro seguía su persecución con gran maña, lo había notado, ella le ayudaba, Paquito le ayudaba, el bendito don Víctor ayudaba también sin querer ... y nada. Mesía preocupado, triste, bilioso, daba a entender, a su pesar, que no adelantaba un paso. ¿Andaría el Magistral en el ajo?» Visita se impuso la obligación de espiar la capilla del Magistral; se enteró bien de las tardes que se sentaba en el confesonario, y se daba una vuelta por allí, mirando por entre las rejas con disimulo para ver si estaba la otra. Después averiguó que la habían visto confesando por la mañana a las siete. «¡Hola! allí había gato.» No presumía la del Banco las atrocidades que se le habían pasado por la imaginación a Mesía; no pensaba, Dios la librara, que Ana fuera capaz de enamorarse de un cura como la escandalosa Obdulia o la de Páez, tonta y maniática que despreciaba las buenas proporciones y cuando chica comía tierra; Ana era también romántica (todo lo que no era parecerse a ella lo llamaba Visita romanticismo), pero de otro modo; no, no había que temer, sobre todo tan pronto, una pasión sacrílega; pero lo que ella temía era que el Provisor, por hacer guerra al otro — las razones de pura moralidad no se le ocurrían a la del Banco — empleara su grandísimo talento en convertir a la Regenta y hacerla beata. ¡Qué horror! Era preciso evitarlo. Ella, Visita, no quería renunciar al placer de ver a su amiga caer donde ella había caído; por lo menos verla padecer con la tentación. Nunca se le había ocurrido que aquel espectáculo era fuente de placeres secretos intensos, vivos como pasión fuerte; pero ya que lo había descubierto, quería gozar aquellos extraños sabores picantes de la nueva golosina. Cuando observaba a Mesía en acecho, cazando, o preparando las redes por lo menos, en el coto de Quintanar, Visitación sentía la garganta apretada, la boca seca, candelillas en los ojos, fuego en las mejillas, asperezas en los labios. «Él dirá lo que quiera, pero está chiflado», pensaba con un secreto dolor que tenía en el fondo una voluptuosidad como la produce una esencia muy fuerte; aquellos pinchazos que sentía en el orgullo, y en algo más guardado, más de las entrañas, los necesitaba ya, como el vicioso el vicio que le mata, que le lastima al gozarlo; era el único placer intenso que Visitación se permitía en aquella vida tan gastada, tan vulgar, de emociones repetidas. El dulce no la empalagaba, pero ya le sabía poco a dulce; aquella nueva pasioncilla era cosa más vehemente. Quería ver a la Regenta, a la impecable, en brazos de don Álvaro; y también le gustaba ver a don Álvaro humillado ahora, por más que deseara su victoria, no por él, sino por la caída de la otra. Inventó muchos medios para hacerles verse y hablarse sin que ellos lo buscasen, al menos sin que lo buscase Ana. Paco, sin la mala intención de Visita, la ayudaba mucho en tal empresa. Aunque en la primer ocasión oportuna don Álvaro se había hecho ofrecer por el mismo Quintanar el caserón de los Ozores, y ya había aventurado algunas visitas, comprendió que por entonces no debía ser aquel el teatro de sus tentativas, y donde se insinuaba era en el Espolón, con miradas y otros artificios de poco resultado, o en casa de Vegallana y en las excursiones al Vivero con más audacia, aunque no mucha, pero con escasa fortuna. Ana ponía todas las fuerzas de su voluntad en demostrar a don Álvaro que no le temía. Le esperaba siempre, desafiaba sus malas artes; sin jactancia le daba a entender que le tenía por inofensivo.

Las excursiones al Vivero se habían repetido con frecuencia durante todo octubre. Ana veía a Edelmira y a Obdulia, que se había declarado maestra de la niña colorada y fuerte, correr como locas por el bosque de robles seculares perseguidas por Paco Vegallana, Joaquín Orgaz y otros íntimos; veíalas arrojarse intrépidas al pozo que estaba cegado y embutido con hierba seca, y en estas y otras escenas de bucólica picante llenas de alegría, misteriosos gritos, sorpresas, sustos, saltos, roces y contactos, no había encontrado más que una tentación grosera, fuerte al acercarse a ella, al tocarla, pero repugnante de lejos, vista a sangre fría. Don Álvaro había notado que por este camino poco se podría adelantar, por ahora, con la Regenta.

— Nada más ridículo en Vetusta que el romanticismo. Y se llamaba romántico todo lo que no fuese vulgar, pedestre, prosaico, callejero. Visita era el papa de aquel dogma antirromántico. Mirar a la Luna medio minuto seguido era romanticismo puro; contemplar en silencio la puesta del Sol ... ídem; respirar con delicia el ambiente embalsamado del campo a la hora de la brisa ... ídem; decir algo de las estrellas ... ídem; encontrar expresión amorosa en las miradas, sin necesidad de ponerse al habla ... ídem; tener lástima de los niños pobres ... ídem; comer poco ... ¡oh! esto era el colmo del romanticismo.

— La de Páez no come garbanzos — decía Visita — porque eso no es romántico.

La repugnancia que por los juegos locos del Vivero sentía Anita, era romanticismo refinado en opinión de la del Banco. Se lo decía ella a don Álvaro:

— Mira, chico, eso es hacer la tonta, la literata, la mujer superior, la platónica ... Que yo me escame y no deje acercarse a esos mocosos que luego se van dando pisto al Casino con sus demasías, no tiene nada de particular, porque ... en fin, yo me entiendo; pero ella no tiene motivo para desconfiar, porque ni Paco ni Joaquín se van a atrever a tocarle el pelo de la ropa ... Todo eso es romanticismo, pero a mí no me la da; por aquello de «pulvisés».

En eso confiaba Mesía, en el pulvisés de Visita; pero se impacientaba ante aquel romanticismo de la Regenta. Él creía firmemente que «no había más amor que uno, el material, el de los sentidos; que a él había de venir a parar aquello, tarde o temprano, pero temía que iba a ser tarde; la Regenta tenía la cabeza a pájaros, y no había que aventurar ni un mal pisotón, so pena de exponerse a echarlo a rodar todo».

«Además pensaba don Álvaro, el día que yo me atreva, por tener ya preparado el terreno, a intentar un ataque franco, personal (era la palabra técnica en su arte de conquistador), no ha de ser en el campo, aunque parece que es el lugar más a propósito. He notado que esta mujer enfrente de la naturaleza, de la bóveda estrellada, de los montes lejanos, al aire libre, en suma, se pone seria como un colchón, calla, y se sublimiza, allá a sus solas. Está hermosísima así, pero no hay que tocar en ella.» Más de una vez, en medio del bosque del Vivero, a solas con Ana, don Álvaro se había sentido en ridículo; se le había figurado que aquella señora, a quien estaba seguro de gustar en el salón del Marqués, allí le despreciaba. Veíala mirarle de hito en hito, levantar después los ojos a las copas de los añosos robles, y se había dicho: «Esta mujer me está midiendo; me está comparando con los árboles y me encuentra pequeño; ¡ya lo creo!».


(Continues...)

Excerpted from La Regenta II by Leopoldo Alas Clarín. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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