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El cielo es real
La asombrosa historia de un niño pequeño de su viaje al cielo de ida y vuelta
By Todd Burpo Lynn Vincent
Thomas Nelson
Copyright © 2011 Grupo Nelson
All right reserved.
ISBN: 978-1-60255-438-2
Chapter One
EL COLISEO DE LOS INSECTOS
El viaje familiar en el que comenzó nuestra pesadilla estaba originalmente planeado como una celebración. A principios de marzo de 2003, tenía que viajar a Greeley, Colorado, para una reunión distrital de la junta directiva de la Iglesia Wesleyana. Los meses anteriores a esto, desde agosto, habían sido difíciles para nuestra familia: siete meses de lesiones y enfermedades una detrás de otra, que incluyeron una pierna fracturada, dos cirugías y un posible cáncer. Esta combinación había vaciado nuestra cuenta bancaria al punto que casi oía el ruido de una aspiradora cada vez que llegaba el estado de cuenta por correo. Mi magro salario de pastor no se había visto afectado; sin embargo, nuestro principal sostén económico era la compañía de portones para garaje que poseíamos. Nuestros problemas médicos habían causado estragos a nuestras finanzas.
No obstante, ya en febrero parecía que habíamos dejado todo eso atrás. Como tenía que viajar, decidimos transformar mi viaje de trabajo en una especie de hito en nuestra vida familiar: un momento para divertirnos un poco, renovar la mente y el espíritu, y seguir adelante con nuevas esperanzas.
Sonja había escuchado que muy cerca de Denver había un lugar fantástico para los niños llamado Butterfly Pavilion, o "el pabellón de las mariposas". Publicitado como un "zoológico de invertebrados", el Butterfly Pavilion se había inaugurado en 1995 como un proyecto educativo para dar a conocer las maravillas del mundo de los insectos y de criaturas marinas que viven en lugares como las pozas de marea. Hoy día, una enorme y vistosa escultura de una mantis religiosa recibe a los niños que visitan el zoológico. Sin embargo, en el 2003 el insecto gigante aún no había ocupado su lugar, y la fachada del pequeño edificio de ladrillo a quince minutos del centro de Denver no gritaba "¡chicos entren!". De cualquier modo, detrás de esos muros había un mundo de maravillas a la espera de niños de la edad de Colton y Cassie.
Nuestra primera parada fue "El coliseo de los insectos", una sala llena de una gran variedad de criaturas terrestres que iban desde escarabajos hasta arañas y cucarachas. Una de las muestras, la Torre Tarántula, atrajo a Cassie y Colton como un imán. Esta pila de insectos —tal como lo anunciaban— era una torre con paredes de vidrio repleta de esas arañas peludas y de patas gruesas que tanto pueden fascinarte como espantarte.
Cassie y Colton se turnaron para subir a la escalera plegable de tres escalones que les permitía ver a los residentes de las plantas más altas de la Torre Tarántula. Una tarántula rubia mexicana acechaba desde un rincón, con el exoesqueleto cubierto de lo que un letrero describía como pelo de un "adorable" color claro. En otro hábitat había una tarántula roja y negra proveniente de la India. Uno de los residentes más temibles era una "tarántula esqueleto", llamada de esta manera porque tiene las patas negras con rayas blancas, lo que hace que la araña parezca una radiografía, pero al revés. Nos dijeron que la tarántula esqueleto que exhibían era un poco rebelde y que, en una ocasión, se había fugado de su hábitat para invadir el que tenía más cerca y comerse a su vecino como almuerzo.
Mientras Colton se subía de un salto a la escalerita para ver cómo era esa pícara tarántula, me dedicó una sonrisa que me derritió. Los músculos del cuello comenzaron a relajarse, y en alguna parte en mi interior se soltó una válvula de presión, el equivalente emocional de un largo suspiro. Por primera vez en meses, sentí que sencillamente podía disfrutar de mi familia.
"Guao, ¡mira aquella!", dijo Cassie señalando uno de los insectos. Mi hija, con sus seis años y algo desgarbada, tenía una inteligencia afilada como un cuchillo, cualidad heredada de su madre. Cassie señalaba el letrero de la exposición, que decía: "Tarántula Goliat ... las hembras pueden llegar a medir más de veintiocho centímetros de largo".
Aquella tarántula no medía más de quince centímetros pero tenía un cuerpo tan grueso como la muñeca de Colton. Nuestro hijo miraba a través del vidrio con los ojos bien abiertos. Sonja, por su parte, fruncía la nariz.
Supongo que uno de los cuidadores voluntarios del zoológico también vio la expresión de Sonja porque intervino rápidamente en defensa del arácnido. "La Goliat es originaria de Sudamérica", dijo en un tono de voz amistoso y educativo que insinuaba no son tan repulsivas como crees. "Las tarántulas de América del Norte y del Sur son muy dóciles. Si alguien quiere, puede sostener a una allí", dijo señalando a otro cuidador que tenía una tarántula más pequeña en la mano para que un grupo de niños pudieran verla más de cerca.
Cassie atravesó el salón a toda velocidad para ver de qué se trataba todo aquello. Sonja, Colton y yo la seguimos. En un rincón del salón que estaba decorado como si fuera una cabaña de bambú, el cuidador mostraba a la estrella indiscutida del coliseo de los insectos: la araña Rosie. Se trataba de una tarántula de pelo rosado proveniente de Sudamérica, con el cuerpo del tamaño de una ciruela y patas de quince centímetros de largo, gruesas como un lápiz. Pero lo mejor de Rosie —desde el punto de vista de un niño— era que si tenías la valentía necesaria para sostenerla, aunque fuera por un momento, el cuidador te regalaba una pegatina como premio.
Si tienes niños, ya debes saber que hay momentos en los que ellos prefieren una pegatina a un puñado de billetes. Además, esta era especial: era blanca con un dibujo de la tarántula en amarillo y decía: "¡Sostuve a Rosie!"
No era una pegatina cualquiera ... ¡era una medalla de valentía!
Cassie se inclinó sobre la mano del guardián. Colton me miró con sus ojos azules bien abiertos. "¿Puedo tener una pegatina, papi?"
"Tienes que sostener a Rosie para que te den una pegatina, amiguito".
A esa edad, Colton tenía una manera de hablar preciosa en la que se mezclaban la seriedad y el asombro. Era un niño inteligente y gracioso que veía la vida en blanco y negro. Las cosas podían ser divertidas (los LEGO) o no (las Barbies). Había comidas que le gustaban (la carne) o que odiaba (la col). Estaban los buenos y los malos, y sus juguetes preferidos eran las figuras de acción de los buenos. Los superhéroes eran lo máximo para Colton. Llevaba a todas partes sus muñecos del Hombre Araña, Batman y Buzz Lightyear. De esa manera, ya fuera que estuviese en el asiento trasero de la Expedition, en una sala de espera o en el piso de la iglesia, podía crear historias en las que los buenos salvaban el mundo. Por lo general, esto incluía espadas, el arma preferida de Colton a la hora de acabar con el mal. En casa, él mismo podía ser el superhéroe. A menudo cuando llegaba, encontraba a Colton armado hasta los dientes, con una espada de juguete atravesada a cada lado del cinturón y sendas espadas en las manos. "¡Estoy jugando al Zorro, papi!", me decía. "¿Quieres jugar?"
Colton miraba a la araña en la mano del cuidador, y se me ocurrió que mi hijo deseaba tener una espada a mano, al menos como apoyo moral. Intenté imaginar cuán grande debía de parecer esa araña para un chiquillo que no medía más de un metro veinte. Nuestro hijo era todo un varoncito, un niño rudo que había tenido relaciones personales y cercanas con montones de hormigas, escarabajos y otras criaturas similares. Pero ninguno de esos insectos era tan grande como su propio rostro o tenía pelos tan largos como los suyos.
Cassie se irguió y le sonrió a Sonja.
—Yo la sostendré, mami. ¿Puedo sostener a Rosie?"
—Sí, pero tendrás que esperar tu turno —le dijo Sonja.
Cassie se puso en la fila detrás de otros niños. Los ojos de Colton no se apartaron de Rosie, mientras un niño primero y una niña después sostenían a la enorme araña y recibían del cuidador la preciada pegatina. Pronto llegó la hora de la verdad para Cassie. Colton se abrazó a mis piernas y se apretó contra mis rodillas; estaba lo suficientemente cerca como para ver a su hermana pero era como si a la vez quisiera salir corriendo. Cassie abrió la mano y todos vimos cómo Rosie, una experta en tratar con seres humanos pequeños y curiosos, levantaba de a una pata peluda por vez y corría de la mano de su cuidador a la de Cassie, y de regreso a la mano del cuidador.
—¡Lo lograste! —dijo el guardián, mientras Sonja y yo aplaudíamos y vitoreábamos a nuestra hija—. ¡Buen trabajo!
Acto seguido, el cuidador se irguió, sacó una pegatina blanca y amarilla de un gran rollo y se la entregó a Cassie.
Esto, por supuesto, empeoró las cosas para Colton, que no sólo había perdido protagonismo a manos de su hermana, sino que además era el único niño de la familia Burpo sin pegatina. Echó una mirada llena de añoranza al premio de Cassie y luego miró a Rosie. Yo veía cómo intentaba vencer el miedo. Finalmente, frunció los labios, quitó la vista de Rosie y la depositó sobre mí.
—No quiero sostenerla —dijo.
—De acuerdo —contesté.
—Pero, ¿puedo tener una pegatina?
—No. Sólo conseguirás una pegatina si sostienes a Rosie. Cassie lo hizo. Tú también puedes hacerlo si lo deseas. ¿Quieres intentarlo? Es sólo un segundo.
Colton volvió a mirar a la araña y luego a su hermana, y yo podía ver cómo le trabajaba el cerebro.
Cassie lo hizo. La araña no la mordió.
Negó firmemente con la cabeza.
—¡No! Pero igual quiero la pegatina! —insistió.
A Colton le faltaban dos meses para cumplir cuatro años, y era experto en mantenerse firme en su postura.
—Sólo te darán una pegatina si sostienes a Rosie" —dijo Sonja—. ¿Estás seguro de que no quieres sostenerla?
A modo de respuesta, Colton tomó la mano de Sonja e intentó arrastrarla lejos del cuidador.
—No, quiero ir a ver la estrella de mar.
—¿Estás seguro? —preguntó Sonja.
Con un vigoroso movimiento afirmativo de cabeza, Colton se encaminó hacia la puerta del coliseo de los insectos.
Chapter Two
EL PASTOR JOB
En el salón contiguo, encontramos una serie de acuarios y "pozas de marea" bajo techo. Los recorrimos para admirar estrellas de mar, moluscos y anémonas que parecían flores subacuáticas. Cassie y Colton dejaban escapar suspiros de admiración mientras sumergían las manos en pozas de marea artificiales y tocaban criaturas que nunca antes habían visto.
Luego salimos a un atrio enorme, rebosante de follaje selvático, enredaderas colgantes y ramas que trepaban hasta el cielo. Observé las palmeras y las flores exóticas; parecían salidas de uno de los libros de cuentos de Colton. A nuestro alrededor, revoloteaban y se arremolinaban nubes de mariposas.
Mientras los niños exploraban, dejé que mi mente vagara hasta el verano anterior, cuando Sonja y yo —como todos los años—, jugamos en una liga mixta de sóftbol. Por lo general, terminábamos entre los primeros cinco, aun cuando jugábamos en el equipo de los "viejos" —léase, personas mayores de treinta años— contra equipos de chicos que todavía no entraban a la universidad. Ahora percibo la ironía de que el calvario de siete meses que enfrentó nuestra familia comenzara con una lesión en el último juego del último torneo de la temporada 2002. Yo jugaba de jardinero central, y Sonja como defensora. Para ese entonces, Sonja había obtenido una maestría en ciencias bibliotecarias, y me parecía más hermosa que cuando me llamó la atención por primera vez, cuando era una estudiante de primer año de la entonces Universidad Wesleyana de Bartlesville y la descubrí cruzando el patio.
Si bien estaba terminando el verano, los días eran muy calientes y el calor penetrante hacía echar de menos la lluvia. Habíamos recorrido los treinta kilómetros que separan a Imperial de Wauneta para jugar un partido de campeonato de doble eliminación. Casi era medianoche, y luchábamos por avanzar en la eliminatoria bajo el azul blanquecino de las luces del campo.
No recuerdo cómo iba el marcador, pero sí que el encuentro estaba a punto de terminar y teníamos posibilidades de vencer. Yo había bateado un doble y esperaba en segunda base. Nuestro siguiente bateador le dio a la bola, que aterrizó en el jardín central. Era mi oportunidad. Mientras un defensor corría por la bola, salí disparado hacia tercera base.
La bola volaba hacia el campo interno.
Nuestro entrenador de tercera base me hacía señas, frenético: "¡Tírate! ¡Tírate!"
Con la adrenalina en aumento, me arrojé al piso y sentí la tierra roja crujiendo debajo de mi cadera izquierda. El jugador de tercera base del otro equipo estiró la mano con el guante para atrapar la bola y ...
¡Crack!
El ruido que hizo mi pierna al quebrarse fue tan fuerte que creí que la bola había venido zumbando desde el campo exterior y me había golpeado con toda su fuerza. Sentía fuego en la espinilla y el tobillo. Me dejé caer de espaldas, adopté posición fetal y me llevé la rodilla al estómago. El dolor era punzante, y recuerdo que el campo a mi alrededor se transformó en un embrollo de piernas y rostros preocupados mientras dos de mis compañeros, ambos técnicos en emergencias médicas, corrían en mi auxilio.
Tengo un leve recuerdo de Sonja corriendo hacia mí para ver qué sucedía. Por su expresión, me di cuenta de que mi pierna estaba doblada de una manera que no parecía natural. Sonja dio un paso atrás para dejar que nuestros amigos expertos en emergencias hicieran su trabajo. Treinta kilómetros después, los rayos X del hospital mostraron un par de fracturas serias. La tibia —el hueso más largo de la mitad inferior de la pierna—, había sufrido lo que los doctores llaman "fractura espiroidal", lo que quiere decir que ambos extremos de la fractura se veían como el patrón en espiral de las brocas de un taladro. Además, tenía el tobillo partido en dos. Posiblemente, el crujido que escuché había sido esa fractura. Luego me enteré de que el ruido había sido tan fuerte que el público sentado en las gradas de primera base lo había escuchado.
Volví a oír ese sonido en mi mente mientras Sonja y yo observábamos a Cassie y Colton corretear delante de nosotros en el atrio del Pabellón de las Mariposas. Los niños se detuvieron sobre un pequeño puente y miraron el estanque con carpas japonesas que tenían debajo, mientras hablaban y señalaban. Nubes de mariposas flotaban alrededor, y eché un vistazo al folleto que había comprado al entrar para ver si podía identificar alguna. Había "mariposas azules" con alas de un profundo color aguamarina, "mariposas de papel de arroz" con alas en blanco y negro que volaban lenta y suavemente como recortes de periódico flotando en el aire, y "mariposas amarillas", una variedad de mariposas tropicales con alas del color del mango fresco.
A esa altura, estaba contento por poder caminar nuevamente sin cojera. Además del dolor punzante ocasionado por la fractura en espiral, el efecto más inmediato del accidente fue financiero. Es bastante difícil subir y bajar escaleras de mano para instalar portones de garaje cuando tienes una rodilla que no puedes flexionar y una pierna enyesada que pesa cinco kilogramos más de lo normal. Nuestro saldo bancario cayó en picada de manera repentina. Con un salario de pastor digno de un obrero, todas nuestras reservas se evaporaron en cuestión de semanas. Además, nuestros ingresos habituales se redujeron a la mitad.
Sin embargo, los inconvenientes que trajo la fractura fueron más allá del dinero. Yo era bombero voluntario y entrenador de lucha grecorromana en la escuela secundaria, y ambos compromisos sufrieron a causa de mi pierna maltrecha. Los domingos también se convirtieron en un desafío. Soy de esos pastores que caminan de un lado al otro durante el sermón. No soy un pastor apocalíptico que demuestra su fervor extático con gritos o rodando por el suelo, pero tampoco un ministro con vestiduras que realiza las lecturas litúrgicas en voz dulce y suave. Soy un narrador, y para narrar mis historias necesito moverme un poco. Pero ahora debía predicar sentado, con la pierna fracturada —que sobresalía como el foque de un velero— apoyada sobre una segunda silla. Pedirme que me sentara para dar mi mensaje dominical era como pedirle a un italiano que hablara sin usar las manos. Mientras luchaba contra la incomodidad de mi lesión, no se me ocurría pensar que ésa era apenas la primera ficha que caería del dominó.
(Continues...)
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