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Hoy ha sido el peor día de mi vida. La señorita Mac se fue del Aula 26 de la escuela Longfellow.
Para siempre. Y eso sí que es malo.
Y lo que es peor: la señora Brisbane ha regresado. Hasta el día de hoy, yo ni siquiera sabía que existía una señora Brisbane. Por suerte.
Y ahora me pregunto: ¿qué es lo que pensaba la señorita Mac? Ella tenía que saber que pronto se iría sin mí. Y que la señora Brisbane regresaría al Aula 26, y yo no tendría escapatoria posible.
A mí todavía me gusta; bueno, a decir verdad, quiero a la señorita Mac más que a ningún otro humano o hámster en la tierra, pero me sigo preguntando: ¿en qué estaba pensando?
“Uno puede llegar a conocerse mejor si cuida a otras especies”, me dijo, de camino a casa, el día que me compró. “Estoy segura de que los chicos aprenderán más de una cosa de ti.”
Eso fue la que ella pensó. Pero no creo que lo pensara muy bien.
Nunca le volveré a hablar, aunque es probable que no la vuelva a ver, porque SE FUE-SE FUE-SE FUE... , pero si algún día regresara, ni siquiera la miraría.
(Sé que lo que he dicho no tiene mucho sentido, pero es difícil pensar lógicamente cuando tu corazón está partido.)
Por otra parte, hasta que la señorita Mac apareció, yo no tenía futuro en Mascotalandia. Me pasaba los días enteros sentado, mirando a los otros seres peludos encerrados en jaulas como yo. No me quejo; nos trataban bien: tres comidas diarias, una jaula limpia y música de fondo todo el día.
A pesar de la música, Carlos, el dependiente, siempre contestaba el teléfono: “Abiertos de nueve a nueve, siete días a la semana. Esquina a la Quinta Avenida y calle Alder, al lado de La Vaca Lechera”.
Por aquel entonces, yo ni siquiera pensaba ver la Quinta Avenida o la calle Alder, y mucho menos La Vaca Lechera. A veces veía unos ojos o una nariz humana (no muy limpia, por cierto) mirando por el escaparate, pero aparte de eso, no ocurría nada. Los niños se alegraban al verme; sin embargo, sus padres pensaban de otra manera.
“Ven aquí, Cornelia, mira qué lindos pececitos de colores. Y son más fáciles de cuidar que un hámster”, solía decir la madre.
O, “Deja eso, Norberto. Mira qué cachorritos tan lindos hay aquí. Recuerda que no hay mejor amigo que un perro”.
Esa era la triste realidad: los hámsteres, los jerbos o los curieles no llegábamos a la altura de los peces, los gatos o los perros. Me veía el resto de mi vida dando vueltas en mi rueda.
Pero el día, hace solo seis semanas, que la señorita Mac me sacó por la puerta, mi vida cambió DE REPENTE. Vi la Quinta Avenida, la calle Alder y La Vaca Lechera, con delantal puesto y todo.
Cuando ella entró a Mascotalandia, yo estaba medio dormido, como acostumbro a hacer durante el día, ya que los hámsteres somos más activos por la noche.
—Hola.
Me despertó el sonido de una voz cálida. Cuando abrí los ojos, me topé con una mata de pelo negro rizado, una amplia sonrisa y unos enormes ojos negros. Olía a manzana. Fue amor a primera vista.
—¡Qué ojos tan bonitos tienes! —dijo ella.
—Y usted lo mismo —contesté yo. Desde luego sonó más a chillido que a un cumplido.
La señorita Mac abrió su bolso con flores azules y rosas.
—Me lo llevo —le dijo a Carlos—. A simple vista, se sabe que es el hámster más guapo e inteligente de toda la tienda.
Carlos respondió con un gruñido. Entonces, la señorita Mac seleccionó una jaula bastante respetable; no era la pagoda de tres pisos que a mí me gustaba, pero tampoco estaba mal.
Y pronto, entre la algarabía de mis compañeros y amigos, desde el diminuto ratoncito blanco hasta la lenta chinchilla, salí de Mascotalandia con grandes esperanzas.
Subimos al auto amarillo de la señorita Mac y se puso en marcha a toda velocidad. (Ella se refería al auto como “la pulga”, pero yo estaba seguro de que era un auto.) Cuando llegamos, subió la jaula tres pisos hasta su apartamento. Comimos manzanas. Miramos la tele. Me sacó de la jaula y me dejó correr por el suelo. Me puso un nombre: Humphrey. Y me habló sobre el Aula 26, adonde iríamos a la mañana siguiente.
—Como eres un hámster inteligente y vas a ir a la escuela, tengo un regalo para ti —dijo ella.
Y me entregó un pequeño cuaderno y un lápiz diminuto.
—Los compré en la tienda de muñecas —me explicó. Entonces los colocó detrás del espejo de mi jaula donde solo yo podía verlos.
—Desde luego que te llevará un tiempo aprender a leer y a escribir, pero eres inteligente y estoy segura de que aprenderás pronto.
Ella ni siquiera se imaginaba que ya sabía varias palabras que aprendí durante esos largos y aburridos días en Mascotalandia, palabras como champú-quita-pulgas, galletas para perros o recoge-cacas.
Recuerden que un hámster llega a su madurez a las cinco semanas. Si en cinco semanas puedo aprender todo lo que necesito en la vida, ¿cuánto tiempo tardaré en aprender a leer?
No más de una semana. En una semana podré leer e incluso escribir algo con mi lápiz diminuto.
Además de las asignaturas de la escuela, aprendí bastantes cosas de los otros alumnos del Aula 26, como de Baja-la-Voz-James, Habla-Más-Alto-Selma, Espera-por-la Campana-Gregory, y No-Corras-Miranda. (Aunque, a decir verdad, nunca la vi correr. Yo sí que corro en mi rueda.)
Durante el día, me sentía feliz en el Aula 26. Mi jaula tenía todas las comodidades que un hámster podía desear. Tenía unos pequeños barrotes para protegerme de mis enemigos. En una esquina, tenía un pequeño y cómodo rinconcito para dormir, donde nadie me podía ver o molestar. Había una rueda para que yo pudiera dar vueltas. El espejo resultaba muy útil para comprobar mi aspecto físico de vez en cuando y para mantener oculto el cuaderno y el lápiz. En una esquina, almacenaba mi comida, la opuesta, era el área reservada para mis necesidades, porque a los hámsteres les gusta mantener separado el alimento del excremento. (Y a quién no.) En fin, que la jaula tenía todo lo que yo necesitaba.
Por las noches, me iba a casa con la señorita Mac. Mirábamos la tele o escuchábamos música. A veces, la señorita Mac tocaba los bongos. Ella hizo un túnel en el suelo para que yo pudiera correr libremente y divertirme a mis anchas.
¡Qué maravillosos recuerdos tengo de esas seis semanas con Morgan McNamara! Ese es su verdadero nombre, pero como es tan buena o, mejor dicho, era, le dijo a los estudiantes que podían llamarla señorita Mac.
Durante los fines de semana, la señorita Mac y yo corríamos toda clase de aventuras. Me colocaba en el bolsillo de su blusa, justo sobre su corazón, y me llevaba a la lavandería. Tenía amigos que la visitaban, se divertían y me mimaban todo el tiempo. Incluso, en una ocasión, me llevó a pasear en bicicleta. ¡Todavía siento el aire en mi piel!
No tenía la menor idea, hasta esta mañana, de lo que iba a hacer. De camino a la escuela, me dijo:
—Humphrey, no sé cómo decírtelo, pero hoy es mi último día en el Aula 26, y te voy a extrañar más de lo que te puedes imaginar.
¿Qué me estaba contando? ¡Me agarré a mi rueda como si de ello dependiera mi vida!
—Verás, en realidad, es la clase de la señora Brisbane, pero justo antes de que comenzara el curso, su esposo sufrió un accidente y yo me hice cargo de su clase. Ahora ya está bien y por eso hoy regresa definitivamente.
¿Definitivamente? ¿Qué es eso de definitivamente? No me gustan las cosas que son definitivas.
—Además, Humphrey, en realidad quiero conocer el mundo... —añadió.
Eso me parecía estupendo. Hasta ahora había disfrutado de todo lo que había visto en el mundo e iría hasta el infinito con la señorita Mac, pero obviamente ella no había terminado de hablar.
—... si bien, lamentablemente, no puedo llevarte conmigo.
Todas mis esperanzas se vinieron abajo. Completamente.
—Además, los niños del Aula 26 te necesitan para que les enseñes a ser responsables. Y la señora Brisbane también te necesita.
Desafortunadamente, nadie se lo dijo a la señora Brisbane.
La señora Brisbane estaba ya en el aula cuando nosotros llegamos. Recibió a la señorita Mac con una sonrisa y le estrechó la mano.
Entonces se fijó en mí, frunció el ceño y dijo:
—¿Es eso una especie de... roedor?
La señorita Mac le soltó un discurso acerca de todo lo que los chicos podrían aprender cuidando de otras especies.
La señora Brisbane dijo horrorizada:
—¡Yo no necesito roedores! ¡Por favor, llévese eso!
Con eso, se refería a mí.
La señorita Mac ni se inmutó. Colocó mi jaula en su lugar, cerca de la ventana, y simplemente dijo que los chicos se habían encariñado conmigo. Al lado de la jaula dejó una copia del libro Guía para el cuidado y alimentación de los hámsteres, escrito por el Dr. Harvey H. Hammer, y una tabla que indicaba las veces que tenían que darme de comer y limpiar la jaula.
—Los niños saben lo que tienen que hacer. En realidad, usted no tiene que hacer nada —le explicó la señorita Mac, mientras la señora Brisbane no dejaba de mirarme fijamente.
Justo en ese momento, mis compañeros de clase entraron corriendo y, en menos de media hora, la señorita Mac se había despedido de todos, incluyéndome a mí.
—Nunca te olvidaré, Humphrey —me susurró cerca de la jaula—. No me olvides tú tampoco.
—Dudo que me pueda olvidar de usted, pero no estoy tan seguro de que algún día pueda perdonarla —chillé.
Y entonces se fue. Sin mí.
La señora Brisbane no se acercó a mi jaula hasta la hora del recreo. Se inclinó y me dijo:
—Me temo que tú también tendrás que irte.
Pero, por suerte, ella no conocía mi secreto: la cerradura de la puerta de mi jaula no trabajaba. Nunca había funcionado. Era la-cerradura-que-no-cierra.
Así que para el mejor conocimiento de la señora Brisbane: si me tenía que ir, sería cuando y donde yo decidiera, no ella.
Mientras tanto, me cuidaré de no darle la espalda. Si alguna vez desaparezco y alguien encuentra mi cuaderno, por favor, buscar bajo “señora Brisbane”.
CONSEJO UNO: Elige la casa para tu hámster con cuidado y asegúrate de que sea segura. Los hámsteres son unos verdaderos expertos en el arte de escapar y, una vez fuera, es difícil encontrarlos.
Guía para el cuidado y alimentación de los hámsteres, Dr. Harvey H. Hammer.
El resto del día me sentí TRISTE, MUY TRISTE. —Pareces triste, Humphrey —me dijo No-Corras-Miranda mientras limpiaba mi jaula antes del almuerzo.
De acuerdo a la tabla que había dejado la señorita Mac, le tocaba a Miranda limpiar mi jaula, y es que Miranda era la que mejor limpiaba la jaula y jamás decía: “¡Huy, qué asco!”.
Se puso unos guantes desechables y limpió bien la esquina donde yo hacía mis necesidades, me arregló la cama, me puso agua limpia y, ¡vaya suerte!, me puso unos pedacitos de lechuga y algunos gusanillos.
—Seguro que te gustan —dijo ella mientras introducía unos trocitos de coliflor que había traído de su casa.
Desde luego que Miranda sabía lo que era bueno. En seguida los guardé en la bolsa que tengo junto a las mejillas hasta poder dejarlos en mi jaula. A los hámsteres nos encanta almacenar comida para el futuro.
Una vez que mi jaula estuvo reluciente, me dediqué a observar a la señora Brisbane con detenimiento.
La señorita Mac era alta, usaba blusas de colores vivos, faldas cortas y zapatos de tacón alto. Llevaba brazaletes que sonaban como campanillas. Hablaba en voz alta y gesticulaba con las manos mientras enseñaba, caminando entre los pupitres.
Por el contrario, la señora Brisbane era bajita, de cabello gris corto. Usaba ropa de colores oscuros y zapatos bajos, y cuando caminaba no se escuchaban las campanillas. Apenas se oía su voz, y enseñaba sentada desde su escritorio o de pie, en la pizarra.
No en balde me estaba quedando dormido después del almuerzo. Comí bastante, y con esa voz que era apenas un susurro...
—¿Es eso todo lo que sabe hacer este hámster, dormir? —preguntó en un momento que miró en dirección a mi jaula.
—Es que es “turno” —dijo Levanta-la-Mano-Ana Montana.
—Levanta-la-Mano-Ana —dijo la señora Brisbane—. ¿Qué quieres decir por “turno”?
—Ya sabe, “turno”, que duerme de día —explicó Ana.
De repente, me desperté sobresaltado:
—“Nocturno”—chillé—. Los hámsteres somos nocturnos.
—Oh, quieres decir nocturno —señaló la señora Brisbane, como si me hubiese escuchado. Se dio la vuelta y escribió la palabra en la pizarra.
—¿Quién puede nombrar otro animal que sea nocturno?
—El búho —dijo Ana.
—Levanta-la-Mano-Ana —dijo la señora Brisbane—. La respuesta es correcta. El búho es nocturno. ¿Alguien más?
Se escuchó una voz:
—¡Mi papá!
La señora Brisbane observó a toda la clase:
—¿Quién dijo eso?
—Fue James —dijo Gregory Turell, señalando a James.
Los dos niños se sentaban en los pupitres más cercanos a mi jaula.
(Continues…)
Excerpted from "El Mundo de Acuerdo a Humphrey"
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Copyright © 2015 Betty G. Birney.
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