
Cuentos de muerte y de sangre: Seguidos de aventuras grotescas y una trilogía cristiana
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Cuentos de muerte y de sangre: Seguidos de aventuras grotescas y una trilogía cristiana
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Cuentos de Muerte y Sangre. Seguidos de Aventuras Grotescas y Una Trilogía Cristiana
By Ricardo Güiraldes
Red Ediciones
Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-033-3
CHAPTER 1
FACUNDO
Traspuestas las penurias del viaje cayó al campamento una noche de invierno agudo.
Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.
Apersonado al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de verdadero gaucho.
Concluida la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas, que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre. Contó también cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el monte.
El Tigre pareció de pronto hostil:
— ¡Jugará con sonsos!
Insolente, el mocito respondía:
— No siempre, general ... y pa probarle, le jugaría una partidita a trampa limpia.
Quiroga accedió.
Los naipes obedecían dóciles, y el Tigre perdía sin pillar falta. En su gloria, el joven besaba de vez en cuando el gollete de un porrón medianero, y no olvidaba chiste, entre los lucidos fraseos de barajar.
Inesperadamente, Quiroga se puso en pie.
— Bueno, amigo, me ha ganao todo.
Recién el mozo miró hacia el montón, escamoso, de pesos fuertes, que plateaba delante suyo.
El general se retiraba.
Entonces, un horrible terror desvencijó la audacia del ganador. Las leyendas brutales ensoberbecieron la estampa, hirsuta, del melenudo.
— ¡General, le doy desquite!
— Vaya, amigo, vaya, que podría perder lo ganao y algo encima ...
— No le hace, general, es justo que también usted talle.
— ¿Se empeña?
— ¿Cómo ha de ser?
Las mandíbulas le castañeteaban de miedo.
Quiroga arremangó la baraja, que chasqueó entre sus dedos toscos.
— ¡Bueno, mis estribos contra cien pesos!
Y mandó al asistente traer las prendas.
Facundo comenzó a recuperar; cuando igualaron pesos, sonrió diciendo al huésped:
— Bueno, amigo, a recoger, y hasta mañana.
Pero el mocito, queriendo apaciguar al que creía herido, había de cinchar hacia su desgracia. Balbuceó estúpidas excusas de terror.
Facundo volvió a sentarse, con esta advertencia:
— No culpe sino a su empeño lo que suceda ... al hombre sonso la espina'el peje ... voy a jugarle hasta lo último, ya que así quiere ... Si gana, ensille al amanecer, y no cruce más mi camino ... si pierde, ha de ser más de lo que usted cree.
— ¿Y es, mi general?
— ¡Bah!, cualquier cosa.
Volvió a fallar el naipe inconsciente.
Quiroga trampeaba con descaro ante la pasividad del contrario, que miraba, como al través del delirio, la figura irreal, agrandada de leyenda.
Cuando el último peso fue suyo, llamó al asistente, ordenándole con una seña explicativa:
— Llévelo a dormir al mocito ... y que descanse mucho, ¿no?
El muchacho quiso arrojarse de rodillas e intentar súplicas, pero Quiroga, indiferente, juntaba las barajas, y el asistente era más fuerte.
CHAPTER 2DON JUAN MANUEL
Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.
Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor con grandes preparativos de fiesta.
Regocijabas con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer. La política, la vida social, los clubs, las disipaciones juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.
Las vacaciones, en cambio, le impulsaban a desquitarse.
Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueaba al viento sin que su fisonomía exteriorizara placer alguno por su libertad salvaje, y apoyó las rodillas sobre el cuero lanudo del recado, para sentir más precisos los movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra huía marcadora.
Oyeron, de atrás, aproximarse un galope; alguien los alcanzaba, y los caballos tranquearon, como obedeciendo a una voluntad superior y desconocida.
— Buenos días.
— Buenos días.
Llamó la atención de nuestro pueblero el flete, primorosamente aperado de plata tintinante, cuyos reflejos intensificaban su pelo ya lustroso de colorao sangre e toro.
El hombre era un gaucho en su vestir, un patricio en su porte y maneras.
Con facilidad de encuentros camperos, se hizo relación. Sin nombrarse el recién llegado, preguntó a Nicanor quién era y adónde iba.
— Yo he sido amigo e su padre. Compañero e política también.
Y prosiguió, afable:
— ¿Va a lo de Z ...? Es mi camino y lo acompañaré; así conversaremos para acortar el galope.
— Es un honor que usted me hace.
El peón venía a distancia respetuosamente. Nicanor le ordenó se adelantara a anunciar su llegada, y quedaron los nuevos amigos demasialo interesados en sus diálogos para pensar en el camino.
El hombre averiguaba mucho, y Nicanor respondía, halagado por las atenciones del que adivinaba personaje.
— ¿Entonces viene a pasar una temporadita? Ya se divertirá. Aquí hay campos para correr todo el día y también avestruces para ejercitar el pulso, y vizcacheras pa probar los paradores, ¿no?
Nicanor no se atrevía a interrumpirle. El tenor de parecer un pobrecito pueblero incapaz de hazaña ecuestre alguna, le impedía protestar con decisión.
— Yo no soy de a caballo ...
— ¡Qué no ha e ser! Lo mismo es si me dijera que es lerdo el zaino.
— Presumo que es solo un mancarrón manso, elegido para un maturrango como yo.
— ¡Bah! ... Ya se desengañaría si hiciéramos una partidita.
En sus ojos claros brillaban todas las malicias gauchas.
— Una partidita corta, aunque sea — insistía — como hasta aquel albardón, a la derecha de la vizcachera que blanquea ... dos cerradas, cuanto más ...
¿Eh?
Nicanor, no sabiendo ya cómo negarse, objetó, mientras el deseo de ganar le golpeaba en las arterias.
— Como quiera, entonces. Pero estoy, desde ahora, seguro que el colorao me va a cortar a luz.
El semblante de su interlocutor había adquirido un singular poder de brillo. Las facciones parecían más nítidas y los ojos reían, en la promesa de un intenso placer de chico travieso.
— Bueno, cuando diga ¡vamos! Ahora ... Atráquese pie con pie ... así ... galopemos a la par hasta la voz de mando.
Achicábanse los caballos sobre sus garrones, temblorosos de empuje. Veinte metros irían golpeando rodilla con rodilla, sujetando las monturas, que roncaban de impaciencia.
— Bueno ... ahora ... ¡Vamos!
— ¡¡Vamos!!
Y el tropel de la carrera repiqueteó como agudo redoble de tambor.
Tras los desacomodadores sacudones de la partida, corrían serenos par a par. Los vasos crepitaban o se ensordecían en las variaciones de la cancha; redondeles de barro seco saltaban como pedradas del molde de los vasos.
Nicanor animaba al zaino y parecía ganar terreno, cuando el peso del colorado le chocó con vigor inexplicable. Pensó en una desbocada; pero al mismo tiempo, sin lógica alguna, su caballo, con un quejido y la cabeza abrazada entre las manos, corcoveó furiosamente.
Se defendió como pudo. Sus dedos, al azar, arrancaban mechones del cojinillo.
— ¡Cuidao! ¡Cuidao ... la vizcachera! — le gritaron en una risotada.
Toda noción precisa desapareció para Nicanor. La tierra se le vino encima. Vio un pedazo de cielo, la mole del caballo que amenazó aplastarle, e, inseguro aún, se levantó con un pesado dolor en las espaldas.
Volvió a subir. A lo lejos por un bañado, corría el compañero de hoy, y un hornero cantaba, o alguien reía.
Cuando llegó a destino, el atolondramiento había cesado.
Casi sin contestar a la efervescente recepción, contó su aventura.
Carlos, su amigo, le interrogó al fin:
— ¿Cómo era el hombre? ¿Alto, rubio? ¿Muy buen mozo? ¿De ojos claros y sonriente como una dama?
— Sí, sí — contestaba Nicanor viendo a su hombre.
— Ya sé quién es.
— ¿Quién? — preguntó el mozo con secreta idea de venganza.
— Don Juan Manuel.
CHAPTER 3JUSTO JOSÉ
La estancia quedó, obsequiosamente, entregada a la tropa. Eran patrones los jefes. El gauchaje, amontonado en el galpón de los peones, pululaba felinamente entre el soguerío de arreos y recados. Los caballos se revolcaban en el corral, para borrar la mancha oscura que en sus lomos dejaran las sudaderas; los que no pudieron entrar atorraban en rosario por el monte, y los perros, intimados por aquella toma de posesión, se acercaban temblorosos y gachos, golpeándose los garrones en precipitados colazos. La misma noche hubo comilona, vicio y hembras, que cayeron quién sabe de dónde.
Temprano comenzó a voltearlos el sueño, la borrachera, y toda esa carne maciza se desvencijó sobre las matras, coloreadas de ponchaje.
Una conversación rala perduraba en torno al fogón.
Dos mamaos seguían chupando, en fraternal comentario de puñaladas. Sobre las rodillas del hosco sargento, una china cebaba mate, con sumiso ofrecimiento de esclava en celo, mientras unos diez entrerrianos comentaban, en guaraní, las clavadas de dos taberos de lay.
Pero todo hubo de interrumpirse por la entrada brusca del jefe; el general Urquiza. La taba quedó en manos de uno de los jugadores; los borrachos lograron enderezarse, y el sargento, sorprendido, o tal vez por no voltear la prenda, se levantó como a disgusto.
A la justa increpación del superior, agachó la cabeza refunfuñando. Entonces Urquiza, pálido, el arriador alzado, avanza. El sargento manotea la cintura y su puño arremanga la hoja recta.
Ambos están cerca, Urquiza sabe cómo castigar, pero el bruto tiene el hierro, y el arriador, pausado, dibuja su curva de descenso.
— ¡Stá bien!; a apagar las brasas y a dormir.
El gauchaje se ejecuta, en silencio, con una interrogación increíble en sus cabezas de valientes. ¿Habría tenido miedo el general?
Al toque de diana, Urquiza mandó llamar al sargento, que se presentó, sumiso, en espera de la pena merecida. El general caminó hacia un aposento vacío, donde le hizo entrar, siguiéndole luego. Echó llave a la puerta y, adelantándose, cruzole la cara de un latigazo.
El soldado, firme, no hizo un gesto.
— No eras macho, ¡sarnoso!; ¡sacá el machete ahora! ... — y dos latigazos más envuelven la cara del culpado.
Entonces el general, rota su ira por aquella pasividad, se detiene.
— Aflojás, maula, ¿para eso hiciste alarde anoche?
El guerrero, indiferente a los abultados moretones, que le degradan el rostro, arguye, como irrefutable, su disculpa:
— Estaba la china.
CHAPTER 4EL CAPITÁN FUNES
— Como seguridad de pulso — interrumpió Gonzalo — no conozco nada que equivalga el hecho del capitán Funes.
— Y ¿cómo es? — preguntamos en coro.
— Breve y sabroso. Veníamos de Europa en un barco que hoy calificaríamos de chiquero, pero de primer orden para hace veinte años.
Nos aburríamos oceánicamente, a pesar de habernos juntado cinco o seis muchachos para truquear y hacer bromas que acortaran el viaje.
Se truqueaba por poca plata y las bromas eran pesadísimas.
Al llegar a Santos, fuera el frescor del aire o la proximidad de la tierra, nos remozó un nuevo brío de chistes e indiadas.
Para mejor, subió un candidato, y nos prometimos, luego de analizar su facha enjuta y pretensiosa, hacerlo víctimas de nuestras invenciones.
El más animado del grupo, Pastor Bermúdez, se encargó de entrar en relaciones y presentarnos luego.
Al rato no más, volvía, diciéndonos satisfecho:
— ¡Es una mina, hermanos, una mina! Ya le encontré el débil. Es oriental, revolucionario, y, hablándole de tiros, va a marchar como angelito.
Nos presentó esa misma noche en el bar, y todos comenzamos a hablar de guerra y tiros, sablazos, patadas, con exageración, contando mentiras para oír otras.
— ¿Así que usted, capitán — le decía Pastor — ha peleado mucho?
— Bastante — movía los hombros como coqueteando.
— Ha de saber lo que son balas — guiñándonos los ojos — ¿hasta por el olor las conocerá?
— ¡Por el olor, no, pero por el chiflido, pueda!
— Y ¿qué diferencia hay entre unas y otras?
— Pero muy grande, mi arraigo, muy grande, las de remington, silban gordote; así: chchch ... (Nos mordíamos los labios); mientras que las de carabina son más altitas, así: ssssss ...
— Pero vea — decía Pastor con gravedad — así que las de remington hacen ... ¿cómo?
— Chchchch ...
— ¡Curioso! ¿Y las de carabina?
Nosotros debíamos estar violetas a fuerza de contenernos.
— Las de carabina, ssssss ...
— ¿Y las de cañón?
El capitán nos miró, riendo de buena gana.
— Pa eso no me alcanza la voz.
Aprovechamos la coyuntura para aflojar la risa que nos retozaba en el vientre. Nos reíamos, pero desmesuradamente, largando todo el embuchao, queriendo sujetar y volviendo, como a una enfermedad, a nuestras carcajadas inconcluibles.
El capitán Funes tuvo un pequeño encogimiento de cejas, imperceptible.
— Así que no podría, capitán ... claro está ... pero cuando hace como la de carabina ... vea, es igualito ..., me parece estarlas oyendo ..., formal ... Y dígame, capitán, las de revólver, ¿cómo hacen?
— ¡Así, mi amigo! — y antes que pensáramos siquiera, dos balazos llenaron de humo el aposento. Hubo un ruido de sillas y mesas volteadas. Recuerdo un tumulto de empujones dados y recibidos, una multitud de gente caía por todas partes, mientras, en pelotón confuso, rodábamos hacia cubierta. Pastor y Funes luchaban a brazo partido, y este último, más débil, corría el riesgo de ser echado al mar, por sobre la borda, cosa que Pastor trataba de lograr con todas sus fuerzas.
Los separamos, al fin. Queríamos ver la herida de nuestro amigo, cuya sangre nos manchaba.
El capitán Funes, retenido por dos marineros, gritaba:
— No lo he querido matar de lástima, pero ya sabe ese mocito que si no sé cómo silban las balas de revólver, sé manejarlas.
— Y ¿en qué quedó Pastor? — preguntamos.
— Pastor ha quedado señalado con una muesca en cada oreja, y lo peor es que cada vez menos puedo resistir la tentación de preguntarle cómo silbaban las balas que lo hirieron.
— No te aconsejo — dijo alguien.
— Yo tampoco — concluyó Gonzalo —, pero temo que la tentación me venza.
CHAPTER 5VENGANZA
De esto hará unos ochenta años, en el campamento del coronel Baigorria que comandaba una sección cristiana entre los indios ranqueles, entonces capitaneados por Painé Guor.
El capitán Zamora — diremos no dando el verdadero nombre — poseía una querida rescatada al tolderío con sus mejores prendas de plata.
Misia Blanca era un bocado que despertaba codicias con su hermosura rellena, y muchos le arrastraban el ala, con cuidado, vista la fiereza del capitán.
Y era coqueta; daba rienda, engatuzaba con posturas y remilgos, para después esquivar el bulto; modo de aguzar los deseos en derredor suyo.
Celoso y desconfiado, Zamora no le perdía pisada, conociendo sus coqueteos que más de una vez le llevaron a azotar un pobre diablo o tomarse en palabras con un igual.
Durante dos meses, Blanca pareció responder a sus caricias. Llamábale mi salvador, mi negro guapo, y le estaba, en suma, agradecida por haberla librado de la indiada.
Pero (ya que siempre los hay) al cabo de esos dos meses las demostraciones fueron mermando, el amor de Blanca aflojó y había de ser, como los mancarrones lunancos, para no componerse más.
Zamora buscó fuera la causa, y dio en uno de sus soldados, chinazo fortacho y buen mozo aumentativamente.
Los espió, haciéndose el rengo.
Cuando estuvo seguro, dijo para sus bigotes:
— Mula, desagradecida, mi'as trampiao y vas a pagar la chanchada.
Prendió un nuevo cigarrillo sobre el pucho y saltó en pelos, tomando al galope hacia lo de Sofanor Raynoso, uno de sus soldados.
Llegado al toldo, saludó a una chinita que pisaba maíz y aguardó que se acercara su hombre, que, dejando un azulejo a medio tuzar, venía a ponerse a la orden.
— Sofanor, tengo que hablarte.
Se apartaron un trecho.
— Y, ¿cómo te va yendo?
— ¡Regular!
— ¿Siempre estah' enfermo?
— Mah' aliviadito, señor, pero no hayo descanso.
— Mirá — dijo con decisión Zamora — te acordás de Blanca ¿no? ... ya se te hace agua la boca ¡perro! ... esperá que concluya. Güeno ... vah'a buscar toditos loh' enamoraos; ai está el mulato Serbiliano y los dos teros y Filomeno, lo mesmo que el chueco y Mamerto y Anacleto ... Güeno: El rancho va'star solo, ansina que te lo yevás todos, y al que le guste que le prienda, pero con la alvertencia ... que vos has de ser el primero.
(Continues...)
Excerpted from Cuentos de Muerte y Sangre. Seguidos de Aventuras Grotescas y Una Trilogía Cristiana by Ricardo Güiraldes. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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Table of Contents
Contents
CRÉDITOS, 4,PRESENTACIÓN, 9,
ADVERTENCIA, 10,
FACUNDO, 11,
DON JUAN MANUEL, 13,
JUSTO JOSÉ, 17,
EL CAPITÁN FUNES, 19,
VENGANZA, 21,
EL ZURDO, 23,
PUCHERO DE SOLDAO, 25,
DE MALA BEBIDA, 27,
EL REMANSO, 29,
DE UN CUENTO CONOCIDO, 33,
TRENZADOR, 35,
AL RESCOLDO, 39,
EL POZO, 45,
NOCTURNO, 47,
LA DEUDA MUTUA, 49,
COMPASIÓN, 51,
LA DONNA È MOBILE, 53,
ANTÍTESIS, 57,
LA ESTANCIA NUEVA, 63,
AVENTURAS GROTESCAS, 65,
MÁSCARAS, 69,
FERROVIARIA, 73,
SEXTO, 75,
TRILOGÍA CRISTIANA, 77,
EL JUICIO DE DIOS, 79,
GUELE, 83,
SAN ANTONIO, 91,
LIBROS A LA CARTA, 97,