Goliat
La versión más conocida sobre la existencia de un guerrero filisteo de nombre Goliat, lo describe como un individuo descomunal, que a pesar de su fuerza y de contar con un aparatoso armamento, es vencido en combate por un pastor de ovejas, que lo enfrenta armado tan solo con una honda. Es muy probable que en la vida real, Goliat no haya sido un gigante, sino un hombre de estatura media, cuyas dimensiones habrían sido exageradas por el narrador israelita para hacer más meritoria la victoria de su héroe. En este trabajo, el autor intenta enderezar esa distorsión, y presenta a un Goliat más humano. No un gigante, sino un hombre común y corriente; uno de esos soldados desconocidos que no registran las crónicas, pero que pudo haber existido.
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Goliat
La versión más conocida sobre la existencia de un guerrero filisteo de nombre Goliat, lo describe como un individuo descomunal, que a pesar de su fuerza y de contar con un aparatoso armamento, es vencido en combate por un pastor de ovejas, que lo enfrenta armado tan solo con una honda. Es muy probable que en la vida real, Goliat no haya sido un gigante, sino un hombre de estatura media, cuyas dimensiones habrían sido exageradas por el narrador israelita para hacer más meritoria la victoria de su héroe. En este trabajo, el autor intenta enderezar esa distorsión, y presenta a un Goliat más humano. No un gigante, sino un hombre común y corriente; uno de esos soldados desconocidos que no registran las crónicas, pero que pudo haber existido.
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Goliat

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by Ricardo Ahuja
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Overview

La versión más conocida sobre la existencia de un guerrero filisteo de nombre Goliat, lo describe como un individuo descomunal, que a pesar de su fuerza y de contar con un aparatoso armamento, es vencido en combate por un pastor de ovejas, que lo enfrenta armado tan solo con una honda. Es muy probable que en la vida real, Goliat no haya sido un gigante, sino un hombre de estatura media, cuyas dimensiones habrían sido exageradas por el narrador israelita para hacer más meritoria la victoria de su héroe. En este trabajo, el autor intenta enderezar esa distorsión, y presenta a un Goliat más humano. No un gigante, sino un hombre común y corriente; uno de esos soldados desconocidos que no registran las crónicas, pero que pudo haber existido.

Product Details

ISBN-13: 9781490757179
Publisher: Trafford Publishing
Publication date: 03/18/2015
Sold by: Barnes & Noble
Format: eBook
Pages: 122
File size: 126 KB
Language: Spanish

Read an Excerpt

Goliat


By RICARDO AHUJA

Trafford Publishing

Copyright © 2015 Ricardo Ahuja
All rights reserved.
ISBN: 978-1-4907-5718-6


CHAPTER 1

El capitán, de pie sobre el sector del muelle que ocupaba su embarcación, hizo un ligero movimiento de cadera, balanceando su cuerpo primero hacia la izquierda, luego a la derecha. Repitió el ejercicio varias veces, como para mantener alerta sus músculos, mientras observaba el ir y venir de los marineros, que transitaban entre el muelle y la cubierta del barco, cargando la madera que luego acomodarían en el vientre del buque. No parecía molestarse por el sol que pegaba en su rostro; más bien disfrutaba de la húmeda brisa, que proveniente de la bahía, acariciaba el puerto de Sidón.

Interrumpió su balanceo y dio unos cuantos pasos frente al barco, observando con atención los efectos de los trabajos de carenado y limpieza del casco, cuya ejecución había ordenado el día anterior. Hizo el recorrido de popa a proa a lo largo de la banda de estribor. Pareció satisfecho de los trabajos y se detuvo. Aprovechó una pausa en el ir y venir de los marineros, y abordó el buque para continuar en su labor de inspección, esta vez sobre la cubierta, revisando los amarres, las argollas y el velamen. Atravesó con lento andar el combés y se detuvo sobre el castillo de proa. Abrió las piernas y sacudió su túnica un par de veces con unas correas cuyo mango sostenía en la mano derecha. Se volvió hacia los hombres, que habían reiniciado sus labores.

—Dispongan la madera —dijo con voz grave— de tal manera que el peso quede bien distribuido a lo largo y ancho de la embarcación. No quiero que algún oleaje fuerte nos haga zozobrar. ¿Qué pasa con ustedes hoy? ¿Bebieron demasiado anoche? Vamos, holgazanes, apresúrense que tenemos que zarpar mañana y aún falta mucho por cargar. Quiero la cubierta bien limpia, los remos revisados y la vela lista. Muévanse, que ya es casi mediodía.

Hizo una pausa, como midiendo el efecto de sus palabras sobre la marinería, que transitaba en silencio y a buen ritmo entre la cubierta de la embarcación y el muelle, donde se podía ver el resto de la madera que debían embarcar en las entrañas del buque. Golpeó varias veces la palma de su mano izquierda con el manguillo de las correas que mantenía en su diestra.

Esas correas nunca se separaban de él, o mejor dicho, el hombre nunca se separaba de las correas. Las usaba para sacudir el polvo de su túnica o para ahuyentar los insectos que solían tomarlo como objetivo, o simplemente para jugar con ellas, como un utensilio para tener sus manos ocupadas. Los marineros más antiguos decían que había nacido con ellas. Pero nunca lo habían visto usarlas para golpear a alguien. Podía decirse que eran una parte de su indumentaria, o mejor, una prolongación de sus extremidades.

Andaría en los cincuenta, era de corta estatura, pecho amplio y robusto, y un estómago leve, que a pesar de los años, no daba muestras de ceder a la fuerza de la gravedad. Lucía una barba cuidadosamente recortada y vestía una túnica impecablemente blanca. Calzaba unas sandalias de papiro, seguramente compradas en Egipto durante alguno de sus viajes.

Desde su punto de observación, el capitán disfrutaba ese día de una vista privilegiada sobre la bahía. Se desentendió por un momento de su trabajo de vigilancia y dejó vagar su mirada de un extremo a otro de la rada. Observó la silueta de una galera que se desplazaba lánguidamente hacia la salida de la bahía, lista para iniciar su recorrido, en tanto que otras dos, que ya se encontraban arrimadas al muelle, descargaban su mercancía. Vio como la carga era retirada de inmediato del lugar por comerciantes acostumbrados a no perder el tiempo. Una fila de cargadores, proveniente de alguna de las callejuelas aledañas, se alineó en el muelle frente a una de las galeras, para suplir a otra columna que ya se alejaba del puerto con su carga a cuestas y tomaba el rumbo de los almacenes y depósitos de la ciudad. Los cargadores trabajaban en silencio, sin preocuparse mucho por las negociaciones de los mercaderes, que discutían entre sí por los precios de los servicios y productos.

Las escasas nubes que se mecían sobre el cielo de Sidón, apenas esbozaban tímidas y efímeras sombras, para descontento de los marineros que cargaban la mercancía en el vientre del barco.

—Carajo, si no tuviéramos que trabajar, este tiempo sería perfecto —murmuró uno de ellos.

—Dejen de quejarse y sigan cargando, mientras más pronto terminemos, más pronto podremos irnos a descansar —sentenció Urías, el piloto, un hitita de mediana edad, veterano en las labores de marinería.

Aunque fingieron no hacerle caso, los marineros callaron. Sin chistar, se dedicaron a lo suyo. Los hombres de la tripulación respetaban a Urías, porque conocían sus habilidades y experiencia, y sabían que casi siempre tenía razón en sus recomendaciones.

Siguieron trabajando en silencio. El único rumor que se oía era el producido por el pausado andar de los marineros, que subían y bajaban de la embarcación, cumpliendo con la humilde labor de cargar la mercancía que llevarían en su próximo viaje.

Pero de pronto, una algarabía que se produjo en el extremo opuesto de la rada, rompió la calma del lugar. El capitán dirigió su mirada hacia el punto de donde provenían los gritos, tratando de conocer su causa.

Vio a un par de embarcaciones circulares que arrimaban al muelle. Percibió que eran botes de pescadores que regresaban a puerto con la captura del día. Tan pronto amarraron sus botes, los pescadores fueron abordados por comerciantes, que a gritos, intentaban asegurarse la compra de la mejor mercancía.

El capitán continuó observando atentamente la maniobra, con ánimo de conocer el desenlace de la operación. Aunque desde su punto de observación no podía escuchar lo que decían, observó el proceso de negociación que llevaban a cabo los comerciantes y los pescadores, seguramente los primeros tratando de comprar al menor precio, mientras los pescadores buscaban obtener una mayor ganancia por su trabajo. No supo cuál de las partes había ganado en la negociación, pero se dio cuenta de que en muy poco tiempo, los mercaderes habían dejado a las embarcaciones circulares libres de su carga.

Los comerciantes se alejaron con su mercancía, y los pescadores parecieron satisfechos con la ganancia que les había producido la captura del día. La calma volvió a ese sector del muelle.

Pero el espectáculo había despertado una inquietud en la mente del capitán, a quien interesaba todo lo que se relacionaba con el mar y con la navegación. El tema de sus cavilaciones pasó a ser en ese momento el de las embarcaciones circulares.

¿A quién se le habrá ocurrido semejante idea?, pensó el capitán. Meditó un rato sobre el tema, y luego de darle vueltas al asunto, llegó a la conclusión de que el concepto de las embarcaciones circulares no era del todo descabellado. Recordó sus tiempos de la escuela, cuando en sus clases de geometría, al aprender el arte de la navegación, le habían enseñado que el círculo era la figura perfecta. Había llegado a aceptar dicha afirmación como demostrada, en el mismo momento en que coincidió con la idea de que las imágenes más hermosas del universo seguían trazos circulares.

Y suspiró el capitán recordando las clases de uno de sus maestros de geometría, que para grabar las lecciones en la mente de sus alumnos, tenía la sana costumbre de repetir constantemente los principios fundamentales de la ciencia que enseñaba.

Estudiar es repetir, solía decir insistentemente durante sus clases el maestro, y luego, para demostrar la importancia de la materia que enseñaba, utilizaba ejemplos bastante gráficos que no podían escapar a la atención de sus alumnos, como cuando afirmaba que las proporciones de un trasero femenino perfecto, se alcanzaban cuando cada una de sus dos partes tenía las medidas exactas de un hemisferio.

Tal vez un trasero, pero no una embarcación, se resistía el capitán, mientras intentaba buscar argumentos en defensa de las embarcaciones circulares, como el de aceptar que si eran fabricadas de juncos, podrían ser al mismo tiempo flexibles y ligeras, cualidades que ayudarían a facilitar las maniobras en el mar sin llegar a comprometer la seguridad, siempre y cuando su uso se redujera a las cercanías de la costa.

Pero a pesar de todos los argumentos en favor de las embarcaciones circulares que conseguía imaginar, él prefería su embarcación de larga y afilada quilla, que le permitía surcar el mar de la misma manera que un arado surca la tierra, separando las aguas a uno y a otro lado del camino que va abriendo cuando avanza.

El capitán suspendió sus cavilaciones y tornó nuevamente su atención a los movimientos de la tripulación. Se limpió con un paño el sudor que escurría por su frente. Quería terminar ese trabajo y estar listo para zarpar hacia Tiro a la mañana siguiente, con el objetivo de recoger allá un cargamento de tintura de púrpura que llevaría a Menfis y sobre todo, pasar un día con su esposa y sus dos hijas, a quienes sólo veía cuando regresaba a Tiro de alguno de sus viajes. En Sidón sólo cargaría la madera de cedro que le habían encargado.

Cualquiera diría que ese había sido un viaje superfluo, pues bien podía haber comprado la madera de alguno de sus proveedores de Tiro, donde tenía su residencia cuando no estaba en el mar; sin embargo, él prefería comprarla en Sidón, porque nadie, decía, sabía cortar la madera mejor que los sidonios. Esa era la mejor madera del mundo, y por lo mismo, la que tenía la mayor demanda.

Tenía contratada toda la capacidad del buque, de manera que ya hacía cuentas sobre las ganancias que le reportaría el viaje. Y no sólo eso: esperaba obtener carga de regreso para hacer negocio redondo. Viaje redondo y negocio redondo. Esa idea le agradaba.

Lo que no le agradaba era la velocidad a la que sus hombres estaban trabajando. En cierta forma los justificaba. Había que tener mucho cuidado al acomodar la madera, dejando los espacios necesarios y precisos para colocar en ellos las vasijas con púrpura y otras piezas de material frágil que llevarían a Menfis. Había que tomar las medidas necesarias para prevenir que el oleaje, durante la travesía, hiciera estragos en la carga, sobre todo si les tocaba mal tiempo.

Le preocupaban las recientes bajas en la tripulación, causadas por la deserción de dos marineros, que no se habían presentado en la embarcación al levar anclas en Menfis para retornar a Tiro en el último de sus recorridos. Tenía que conseguir sus reemplazos. Pero gente de trabajo y a quien se le pudiera tener confianza, escaseaba. Esa era una de las principales razones por las que soportaba algunas muestras de pereza de su gente. Solía repetir que más valía perezoso honesto conocido que bandido dinámico por conocer. Aún así, tenía que hacer sentir su autoridad.

—No más pausas —arengó una vez más a su gente—. Vamos a terminar de cargar y luego podrán ir a sus casas a descansar, o los que quieran ir a la taberna a divertirse, podrán hacerlo, pero los quiero aquí mañana temprano para zarpar y no los quiero ver enfermos o los regreso.

No creyó en las últimas palabras que pronunció, aunque las dijo con convicción.

Los hombres continuaron su trabajo metódicamente, unos caminando en orden entre el muelle y la cubierta para subir la madera a la embarcación; otros, acomodando la carga en el vientre del buque; otros más, afianzando con cuerdas la madera, dejando el espacio necesario para las cajas que cargarían en Tiro. Trabajaron sin más pausas que las necesarias para tomar agua de vez en cuando, hasta que el sol empezó a tocar el horizonte.

—Está bien por hoy —dijo el capitán—. Excepto los tres hombres a quienes corresponde la guardia, los demás pueden ir a sus casas o a donde deseen, pero los quiero a bordo mañana temprano.

—Urías —dijo, dirigiéndose al piloto hitita—, encárgate de sortear a los hombres que harán la guardia.

Los marineros fueron desembarcando uno a uno, no sin antes recibir los granos de plata que recompensaban el esfuerzo del día. El capitán bajó al sollado por una de las escotillas para inspeccionar el estado de la carga, luego, salió de nuevo al aire fresco y dio varias vueltas sobre la cubierta, apreciando cada detalle del estado de la embarcación.

Permaneció largo rato apoyado sobre la borda de babor, observando el panorama de la bahía a esa hora del atardecer. Disfrutaba del espectáculo de las puestas de sol sobre el mar, que producían en su ánimo un efecto tranquilizador, especialmente a esa hora cuando la tarde se confundía con la noche y las aguas parecían teñirse de rojo en el horizonte, más allá de la entrada de la rada. A su espalda, Sidón se sumía en una oscuridad que no llegaba a ser total; porque ya empezaban a encenderse las luces de las antorchas sobre las calles, que serpenteaban desde el puerto hacia la parte más elevada de la colina que dominaba la bahía.

CHAPTER 2

El capitán caminó hasta la banda de estribor y se dispuso a abandonar el buque, no sin antes dar una última recomendación al personal de guardia.

—Duerman por turnos —dijo—. Debe haber siempre de guardia alguien bien despierto.

Descendió al muelle y luego, con pausado andar, se dirigió al centro de la ciudad, pasando ante las siluetas de los otros buques que se encontraban atracados, vecinos del suyo.

No se molestó en pensar a donde ir, simplemente dejó que sus pasos lo guiaran hacia su taberna favorita, refugio que acostumbraba frecuentar siempre que se encontraba en Sidón. Conocía esas callejuelas como la palma de su mano.

Sus pasos lo llevaron por una calle estrecha y sinuosa. Tan estrecha como otras similares que llevaban a distintos destinos. Parecía que era la norma de los constructores de la localidad. Calles estrechas, solía decir el capitán, no por falta de espacio para construirlas más amplias, sino para que los transeúntes contaran en todo momento con alguna sombra, para protegerse del calor y de los rayos del sol durante el verano.

Al pasar frente a un portón, encendió el concierto de ladridos de unos perros que reclamaban la privacidad de su territorio, espacio que para ellos, al parecer, incluía también la calle vecina. Al escuchar los primeros ladridos, el capitán tomó en la mano el manguillo con sus cintas, y como medida adicional, en previsión de un ataque canino, se agachó a recoger un guijarro.

Durante unos segundos se mantuvo en estado de alerta, pero luego, bajó la guardia. Los perros no pudieron salir a la calle, contenidos como estaban por una cerca, y tal vez amarrados para evitar estropicios. Arrojó el guijarro a un lado, colocó el manguillo en la funda que pendía de su cinto y continuó su camino pendiente arriba.

Con todo y lo intrincado de las calles, nadie se perdía en Sidón. O cuando menos, nadie perdía la ruta hacia la taberna ubicada al final de la calle que seguía en ese momento el capitán. Bastaba con llegar a cierta distancia del establecimiento y ya el olor de la carne asada guiaba a los desorientados a destino seguro. El capitán no necesitaba de esa ayuda para llegar al local, pero el olor de los platillos que ahí se preparaban solía despertarle el apetito.

Era bien conocido del tabernero, de manera que cuando éste lo vio entrar, le dio la bienvenida y lo acomodó en la mejor mesa que tenía libre, un poco alejada del bullicio.

El cabrito asado era la especialidad de la casa, aunque su menú incluía también una amplia variedad de pescados. El capitán decidió mantenerse fiel a su menú habitual, y pidió, como de costumbre, asado de cabrito, pan y una jarra de vino.

En tanto se asaba la carne, el tabernero le sirvió el vino, el pan y unos platos con cremas de garbanzos y berenjenas.

—En seguida viene el cabrito —anunció el tabernero, alejándose con una reverencia para atender a unos clientes que reclamaban su presencia en otras mesas.

El capitán se acomodó a gusto en su silla, se sirvió un vaso de vino, untó un pedazo de pan con la crema de garbanzos, y se dispuso a disfrutar de su cena, al tiempo que dejaba vagar la mirada por entre los demás clientes que llenaban el local.

Absorto en sus pensamientos, el capitán no prestó atención al incidente que se desarrollaba no lejos de su mesa. Los causantes del disturbio eran cinco hombres, ya bastante avispados por el vino, que se divertían en hacer burla de dos jóvenes que ocupaban una mesa vecina. Los jóvenes, sabiéndose en inferioridad numérica, intentaban ignorar la burla de que eran objeto.


(Continues...)

Excerpted from Goliat by RICARDO AHUJA. Copyright © 2015 Ricardo Ahuja. Excerpted by permission of Trafford Publishing.
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