Intrigas venecianas
"José María Blanco White (1775-1841). España.
Nació en Sevilla en 1775. Hijo del vicecónsul inglés Guillermo White. Fue canónico magistral en Cádiz y Sevilla y formó parte de la Academia de Letras Humanas (1793-1802). Tras una crisis espiritual marchó a Madrid, en donde trabajó en la Comisión de Literatos del Instituto Pestalozziano y luchó contra los franceses durante la ocupación.
Su ideología liberal le llevó a discrepar con la Junta Central; marchándose de España rumbo a Inglaterra en 1810, allí reinició sus estudios de inglés, su segunda lengua, y de griego. Fue profesor de la Universidad de Oxford y escribió crítica literaria en inglés y español publicada en Variedades o El Mensajero de Londres (1823-1825) publicación financiada por Rudolph Ackermann.
Murió en 1841 en Liverpool, Inglaterra."
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Intrigas venecianas
"José María Blanco White (1775-1841). España.
Nació en Sevilla en 1775. Hijo del vicecónsul inglés Guillermo White. Fue canónico magistral en Cádiz y Sevilla y formó parte de la Academia de Letras Humanas (1793-1802). Tras una crisis espiritual marchó a Madrid, en donde trabajó en la Comisión de Literatos del Instituto Pestalozziano y luchó contra los franceses durante la ocupación.
Su ideología liberal le llevó a discrepar con la Junta Central; marchándose de España rumbo a Inglaterra en 1810, allí reinició sus estudios de inglés, su segunda lengua, y de griego. Fue profesor de la Universidad de Oxford y escribió crítica literaria en inglés y español publicada en Variedades o El Mensajero de Londres (1823-1825) publicación financiada por Rudolph Ackermann.
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by José María Blanco White
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"José María Blanco White (1775-1841). España.
Nació en Sevilla en 1775. Hijo del vicecónsul inglés Guillermo White. Fue canónico magistral en Cádiz y Sevilla y formó parte de la Academia de Letras Humanas (1793-1802). Tras una crisis espiritual marchó a Madrid, en donde trabajó en la Comisión de Literatos del Instituto Pestalozziano y luchó contra los franceses durante la ocupación.
Su ideología liberal le llevó a discrepar con la Junta Central; marchándose de España rumbo a Inglaterra en 1810, allí reinició sus estudios de inglés, su segunda lengua, y de griego. Fue profesor de la Universidad de Oxford y escribió crítica literaria en inglés y español publicada en Variedades o El Mensajero de Londres (1823-1825) publicación financiada por Rudolph Ackermann.
Murió en 1841 en Liverpool, Inglaterra."

Product Details

ISBN-13: 9788498978643
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Narrativa , #33
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 28
File size: 174 KB
Language: Spanish

About the Author

José María Blanco White (1775-1841). España.

Nació en Sevilla en 1775. Hijo del vicecónsul inglés Guillermo White. Fue canónico magistral en Cádiz y Sevilla y formó parte de la Academia de Letras Humanas (1793-1802). Tras una crisis espiritual marchó a Madrid, en donde trabajó en la Comisión de Literatos del Instituto Pestalozziano y luchó contra los franceses durante la ocupación.

Su ideología liberal le llevó a discrepar con la Junta Central; marchándose de España rumbo a Inglaterra en 1810, allí reinició sus estudios de inglés, su segunda lengua, y de griego. Fue profesor de la Universidad de Oxford y escribió crítica literaria en inglés y español publicada en Variedades o El Mensajero de Londres (1823-1825) publicación financiada por Rudolph Ackermann.

Murió en 1841 en Liverpool, Inglaterra.

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Intrigas Venecianas


By José María Blanco White

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-864-3



CHAPTER 1

INTRIGAS VENECIANAS O FRAY GREGORIO DE JERUSALÉN: ENSAYO DE UNA NOVELA ESPAÑOLA


Hallábase Venecia en su mayor auge cuando un joven alemán llamado Alberto, movido del deseo de aumentar la herencia que acababa de recibir empleándola en especulaciones mercantiles, llegó a aquella célebre ciudad, que, cual señora del Adriático, parecía nave grandiosa que flotaba sobre sus olas (ahora yace como casco varado que la tormenta echó sobre la costa, triste, solitario y desbaratándose poco a poco). Reía la mar bajo los rayos del Sol, que después dde la larga carrera de un día de verano iba a ocultarse tras las distantes cumbres del Apenino, cuando el bajel que conducía a Ricardo desde Trieste echó el ancla. Rodeáronlo en breve varias de las góndolas que cubrían los canales que sirven de calles a Venecia, y en breve se vio nuestro pasajero en medio de aquella ciudad de disolución y placeres. La novedad de los objetos, el contraste entre la gravedad alemana y la alegría bulliciosa de los venecianos, la estación del año y, más que todo, la juventud e inexperiencia de Ricardo dieron en un punto por tierra con todos sus planes mercantiles. No había ventana en que no clavase los ojos, atraído de los que con negro brillo centelleaban ya tras las entreabiertas celosías, ya a las claras y como para hacer alarde de su belleza.

— Poco a poco — dijo al gondolero —; ¿a qué viene esa prisa, remando como si nos siguiese una galeota turquesca?

— Señor mío — respondió el taimado veneciano —, por lo que hace a mi seguro estoy de que no me han de tomar los corsarios que empiezan a dar caza a Vuecelencia.

— ¿A mí? ¿Cómo? No os entiendo, buen hombre. Pero decidme: ¿qué príncipe vive en aquella gran casa, a la derecha? Sin duda tiene visita esta tarde. Cuatro ..., cinco ..., qué sé yo cuántas bellezas están al balcón.

— Todas son de casa, mi amo. A lo que veo, Vuesa Señoría se hallaría más que dispuesto a visitar a esas señoras. Ánimo pues, y al avante.

Ricardo empezó a atufarse con las respuestas del gondolero, pero habían llegado en esto bajo la ventana en que tenía fijos los ojos, y tal fue la sonrisa halagüeña con que fueron recibidas sus miradas que creyó que había sido transportado en sueño a un mundo de placeres y encantos. De más buen humor con el gondolero, le preguntó cómo podría procurar entrada en la casa.

— Solo con llamar a la puerta, señor mío. Yo he sido gondolero de esa familia y sé que las señoras de ella son en extremo aficionadas a extranjeros. Si gustáis, apenas dejemos nuestro bagaje en la posada volveremos aquí y os desembarcaré en la puerta.

Deseoso de seguir el consejo, aunque algo receloso al mismo tiempo de verse expuesto a un bochorno, pues la casa, según su aspecto, no podía ser de mala fama, Alberto quiso probar fortuna y, poniéndose uno de sus mejores vestidos, volvió a entrar en la góndola, que, concurso más apresurado que antes, llegó a los escalones o desembarcadero del que a él se le figuraba palacio. Recibiólo el portero con respeto, y, en breve, se vio en un salón adornado donde las damas que habían atraído sus ojos le dieron la bienvenida con la mayor cortesía. A las excusas que hizo de su atrevimiento le respondieron asegurándole que las costumbres venecianas lo permitían y que, supuesto que su presencia y los sujetos que había nombrado, para quienes traía cartas, aseguraban que era persona decente, tenían mucho placer en que aquella casa fuese la primera en que pusiese los pies.

En breve fueron llegando varios caballeros que frecuentaban la casa, y bien pronto se hallaron todos tan bien avenidos y amigos como si hubieran vivido en intimidad muchos años. Música, baile y juego vinieron a divertirlos en sucesión no interrumpida. Ganó como unos cuarenta ducados Alberto y, habiendo logrado una cita para la mañana siguiente de la joven a quien le había tocado obsequiar aquella noche, se retiró loco de contento a su posada, jurando en su corazón que Venecia era el verdadero Paraíso en la tierra.

Habiendo visitado al banquero en cuyas manos tenía sus fondos, la curiosidad le sugirió hacer algunas preguntas sobre la casa que había visitado la tarde antes. La respuesta, aunque bien intencionada, le fue muy poco agradable. Por ella supo que la casa, aunque no de la peor clase, tenía pésima fama en la no escrupulosa Venecia.

— Tened cuidado con el bolsillo — concluyó el banquero.

— Hombre mezquino — dijo entre sí Alberto —, siempre pensando en el dinero ... Pero las doce son, y es tiempo de ir a encontrar a mi Giannetta al salir de misa, en la Plaza de San Marcos.

Más segura que el mismo reloj de San Marcos nuestro alemán halló a su hechicera en aquella confusión prodigiosa y animada de gentes de todas naciones, cada cual en su traje propio, cada cual hablando su lengua, y todos alegres y confiados como si se hallaran en su país nativo.

Ni es necesario ni acaso sería posible seguirlo en el laberinto de disipación y placeres en que se perdió de vista a sus correspondientes mercantiles. Seguíanlo, a lo lejos, los penetrantes ojos del banquero, quien por el hilo de sus cuentas descubría en qué estado se hallaba el ovillo de su bolsa y cuán pronto tendría que devanar la última vuelta. El incauto Ricardo se apercibía de esto mismo, y aun los compañeros y cómplices en sus desbarros no tenían muchas dudas sobre la catástrofe que se acercaba.

Llegó entre tanto el día en que Alberto puso su firma a la libranza que daba fin a su caudal, de que hasta el último sequín había venido a Venecia. Ya había notado, por muchas semanas antes, cierta frialdad y despego en la joven que hasta entonces parecía solo vivir por él y para él. El festejo que de todos los visitantes recibía, en tanto que con incauta franqueza dejaba que su continua mala suerte en el juego barriese el montón de doblones que cada noche apilaba delante de sí al empezar la banca, se había convertido en cierta especie de mofa sorda y en un general desvío de los que antes lo rodeaban todo el día. La pasión loca que había concebido por Giannetta lo devoraba más que nunca, como si el despecho y los celos la enconasen convirtiéndola en una especie de fiebre. Varias veces le había ocurrido en pensamiento de poner fin a la inmensidad de males que se le presentaban en perspectiva, mas nunca con la vehemencia que cuando el criado que había enviado a casa del banquero pidiendo una pequeña cantidad de prestado puso en su mano una esquela que le daba la negativa en términos poco corteses. Era esto a la caída de la tarde, cuando, llevado de la engañosa esperanza que como reclamo empeña más y más en el camino de la perdición a los que se entregan a las pasiones, sin dejarlos jamás hasta que los derrumba al último precipicio, Alberto se preparaba a probar fortuna, por última vez, al juego. Esperaba no menos aclarar las dudas en que lo tenía la conducta de su querida y, si en ambas cosas lo burlase la suerte, ya había determinado acabar con su vida aquella misma noche.

En esta agitación y combate de afectos se hallaba Alberto cuando un gondolero dejó a su puerta un billete en que Giannetta le anunciaba su determinación de no verlo más, alegando razones tan leves y ridículas que no dejaban duda del motivo al infeliz enamorado. Hizo mil pedazos el billete y, pisando los fragmentos, tomó la capa veneciana de noche y, embozándose en ella, se dirigió a un café retirado que los mercaderes turcos solían frecuentar para tomar opio. Compró, al entrar, una porción de este soporífico bastante a quitar la vida a veinte y, retirándose a una de las como celdas en que la sala estaba dividida, se arrojó sobre una silla con el desaliento que generalmente precede al último frenesí de furia en semejantes casos.

Apenas había tenido tiempo para echar una mirada en derredor cuando una persona cuyo bulto apenas divisó al pasar echó una carta sobre la mesa y desapareció. La sombra que había atravesado y el sonido de la carta, que dio de plano sobre la tabla, llamaron la atención distraída y confusa del infeliz mancebo. Fijó los ojos en el sobrescrito y halló que decía: «Al Señor Alberto de Nuremberg, con toda prisa». La extrañeza del caso interrumpió la serie de ideas funestas que sin cesar había ocupado su imaginación durante las últimas veinticuatro horas. Tomó la carta, rompió el sello y halló en ella las siguientes palabras: «¿Qué intentas, joven temerario? ¿Por qué pierddes toda esperanza? El cielo, a quien ofendes con tu desesperación, me ha hecho saber tus desgracias para remediarlas. Mañana cuando oscurezca haz oración ante el altar de la Virgen que está en el claustro interior de San Francisco. — Quien vela en bien tuyo».

Difícil sería pintar la multitud de afectos que estas misteriosas palabras excitaron en el alma de Alberto. El modo con que la carta había llegado a sus manos se le figuraba sobrenatural. La puntualidad con que había venido a atajarlo, cuando ya iba a consumar el suicidio intentado, no podía, a su parecer, provenir sino de cierta persona inspirada. Con tal aviso, a tal tiempo, no era posible pasar más adelante en el intentado crimen.

— El cielo — dijo entre sí —, que tan claramente me ha libertado de mi desesperación, me dará medios de restablecer mi fortuna.

Sin salir de su posada en todo el día, aguardó Alberto a que el Sol se pusiese y, batiéndole el corazón como si se le quisiera salir por la boca, entró por los solitarios claustros de San Francisco cuando ya se necesitaba el auxilio de la lámpara que ardía a la entrada del patio interior en que estaba el noviciado. Con cierta especie de calofrío, pasó bajo el arco intermedio y al fin divisó el altar de la Virgen, que estaba al otro lado del cuadrángulo. Llegado que fue a él, hincó las rodillas y, aunque poco acostumbrado a actos de devoción, no pudo menos que sentirse poseído de un cierto abstraimiento pavoroso que más parecía efecto sobrenatural que resultado de las circunstancias externas. Absorto y confuso se hallaba Alberto, sin poder reducir el tumulto de sus pensamientos ni aun a aspiraciones sueltas con que implorar el auxilio del cielo, cuando el eco de los silenciosos claustros llevó a sus oídos los mesurados pasos y el arrastrar de la larga túnica de un religioso que se acercaba al altar. Un movimiento involuntario le hizo ponerse en pie y volverse hacia el ángulo de donde se oía el ruido. En efecto: vio venir un fraile con la capucha calada que se dirigía a él.

— Alberto — le dijo en voz baja al acercarse —, por el saber de tus pasos e intenciones que te mostró mi carta de anoche puedes inferir que no me eres desconocido. Si tienes cautela y eres capaz de guardar un secreto, tu fortuna se verá bien pronto restablecida. ¿Conoces a Mocénigo?

— Sí, le conozco, aunque no puedo decir que lo he tratado — respondió el joven.

— Bien sé — replicó el fraile — que aunque trata a Elvira, la hermana de Giannetta, nunca va públicamente a su casa. Pero, aunque te parezca extraño que una persona de mi profesión te proponga volver a un lugar de disipación, la seguridad del Estado Veneciano lo requiere. Tu pobreza te ha echado de las puertas de tu querida, pero en poder de tu banquero hallarás medios que te franquearán otra vez la entrada. Mocénigo conspira contra su patria. El hecho es cierto, pero faltan pruebas. Insinúate con Elvira, gana su confianza con dones y promesas y encubre tus miras para todos continuando en la intimidad con su hermana. Si lograres averiguar aunque sea un indicio, con tal que pueda servir de prueba al suspicaz Tribunal de los Diez, tu fortuuna es segura. De todos modos empieza a gozar el premio en los fondos que hallarás depositados a tu orden. Pero ten presente que el menor desliz de tu lengua te confina para siempre a una de las más oscuras prisiones del Estado. Dentro de treinta días cabales te espero aquí para darme noticia de lo que hayas hecho.

Sin aguardar respuesta ni pedir consentimiento a comisión tan peligrosa, el fraile volvió la espalda y en breve se ocultó en la oscuridad de los claustros.

Pasmado quedó Alberto por algunos instantes a efecto de la sorpresa que las palabras del fraile le causaron. Diose prisa a dejar el convento y retiróse a su posada. Aunque buscó reposo a su agitado espíritu en el sueño, solo aumentó el apresuramiento febril de su sangre con la multitud de ideas extrañas y confusas que poblaron su cerebro durante una especie de duermevela en que de cuando en cuando caía. Amaneció, y con la primera luz salió de su casa ansioso de respirar el aire fresco y libre. Continuaron sus cavilaciones hasta que fue hora de abrirse el banco, y, más bien por averiguar si las imágenes que le presentaba la fantasía eran efecto de objetos reales que por la esperanza de hallarse con nuevos medios de volver a ver a su Giannetta, se acercó a preguntar al cajero si tenía algunas noticias de sus corresponsales.

— Cuatro mil ducados fueron puestos ayer a vuestro haber, pero sin nombre. El sujeto que los entregó no quiso decir de dónde venían.

— Poco importa — dijo Alberto —; supuesto que son para mí, os estimaré me mandéis quinientos a mi posada.

— Así lo haré sin falta — concluyó el banquero.

— ¡Bendito fraile! — exclamó entre sí el alemán —. ¡Santo más milagroso que ninguno de los que yo trataba en otro tiempo de lisonjear con misas! ... Pero ¿en qué diablo de zambra me ha metido? ¿Cómo saldremos de ella? No hay que olvidarse, amigo Alberto, que aquí en Venecia desaparecen los hombres como por escotillón, y pudiera ser ... Pero ¿a qué acongojarse antes de tiempo? Si yo cumplo con mi comisión, no tengo por qué temer. ¡Oh Giannetta, Giannetta, taimada y poco de fiar eres, pero no puedo vivir sin ti! Ánimo, y vamos a su casa.

El oro es el metal más prodigioso que ha formado la naturaleza. Su influjo se extiende a distancias increíbles. Con tal que un hombre tenga a su mano una buena porción de este mineral prodigioso, le veréis el reflejo en la cara aunque él se halle a un cabo y su tesoro al otro del diámetro de la tierra. Una tira de papel encantado lo transporta en poco minutos a su faldriquera; los demás hombres sienten el poder oculto del metal, y hasta las selvas y peñas le abren paso. Como Giannetta no tenía la menor semejanza con montes ni riscos en cuanto a dureza, aunque se les parecía algo en lo enmarañado de su carácter, no es extraño que los cuatro mil de pico, que esperaban tranquilos la firma de Alberto para volar a las blancas manos de la tal niña, obrasen una mudanza completa en la determinación de no verlo más. Al entrar inesperadamente en la sala, se empezó a aglomerar una especie de nube sobre las negras cejas de Giannetta. Pero no bien hubo Alberto anunciado que su antigua amistad no le permitía dejarla ignorante de la honradez de uno de los deudores de su padre, que le había enviado una considerable suma sin que él la pidiese ni la esperase, ni la primera sonrisa con que la primavera anuncia la huida del invierno es más placentera que la que congratuló a Alberto por su buena fortuna.

Pasados los primeros raptos de alegría, no pudo menos nuestro héroe que empezar a sentir lo dificultoso de su encargo. Presuroso y empeñado en no perder tiempo, al día siguiente empezó a dedicarse a Elvira con achaque de la amistad desinteresada que el ser obsequiante de su hermana requería. Poco, empero, agradaban a Giannetta estas filosofías de amistad y desinterés. Celosa, naturalmente, de su hermana, rival oculta a causa de la ambición que le hacía envidiar el cortejo de un hombre tan poderoso en Venecia como Mocénigo, la sospecha de que hasta su casi desplumado alemán parecía inclinarse al imán principal de la casa puso el colmo a su enojo y la determinó a no guardar término a su venganza.

Jamás había Alberto hallado a su Giannetta más que meramente placentera. ¡Cuál sería su placer cuando la vio ahora con todos los síntomas de enamorada! La primera indicación de esta mudanza fue el pedirle celos. ¡Celos, pedidos por una querida! ¿Dónde está el hombre que no se ha saboreado con el primer trago de esta copa engañosa, agradable y picante en la superficie, y más amarga que acíbar en el fondo? Bien conocía Boscán este sainete del amor cuando en sus planes de felicidad contaba el que su amada.


(Continues...)

Excerpted from Intrigas Venecianas by José María Blanco White. Copyright © 2015 Red ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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Table of Contents

Contents

CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 7,
INTRIGAS VENECIANAS O FRAY GREGORIO DE JERUSALÉN: ENSAYO DE UNA NOVELA ESPAÑOLA, 9,
LIBROS A LA CARTA, 27,

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